Sin embargo, es un hombre. Atrapado, pero un hombre. No recuerda cuándo alguien le estrechó la mano y le dijo una palabra amable. Hoy él toma a las personas por asalto y las trastorna, se deleita en oprimirlas. Hay una fuerza interior que lo empuja a destruir, a disfrutar en la maldad y en las sombras. Pero ahora, de pronto percibe una luz. Ese hombre, el que ha entrado en la sinagoga de Capernaúm en el día de reposo y se atreve a enseñar, es luz en sí mismo. Lo ilumina todo, atraviesa su oscuridad.
Cuando habla, la verdad resplandece. ¡Debe callarlo! La gente se admira de su doctrina cuando enseña, empiezan a reconocer su autoridad. Ese hombre habla verdad y amor cuando él está lleno de odio. Ya no resiste sus palabras y grita:
—¿Por qué te metes con nosotros Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Yo te conozco, y sé que eres el santo de Dios.
¿Qué fuerza poderosa lo ha impulsado a proclamar estas palabras? ¿La misma fuerza que en ese instante lo mueve a destruir, a odiar la luz que se desborda? Entonces se pone cual fiera en posición de ataque.
—Cállate, y deja a este hombre —oye decir.
Una fuerza poderosa lo derrumba. Una potencia hasta ahora desconocida para él. Casi no puede respirar porque una presencia oprime fuertemente su pecho. Convulsiona. Libra una lucha inusitada, casi pierde el sentido, pero no por completo. Siente que dentro de sí se libra una batalla intensa en la que sin duda él será el perdedor, pues ya se desvanece, le faltan las fuerzas, quizá ese desvanecimiento sea la muerte.
Pero no. Es la vida. Es la libertad que ni siquiera había llegado a ansiar. Se levanta y echa andar por las calles de Capernaúm con una nueva mirada, mientras en la sinagoga los testigos de este hecho portentoso se preguntan: “¿Qué es esto? ¡Una nueva doctrina con autoridad! Aun a los espíritus inmundos él manda, y lo obedecen”.[31]
Por un tiempo más quizá nadie quiera acercársele. Está acostumbrado a que, cuando lo ven, la gente cruce la calle. Pero ahora por fin es libre, libre, libre… ¡qué hermosa palabra! Jamás volverá a ser escoria, lacra, deshecho humano. Jesús lo vio como un hombre, una persona. Y para Jesús toda persona siempre es una posibilidad, un ser que puede redimirse. No lo desechó, porque él vino a poner en libertad a los oprimidos, a pregonar libertad a los cautivos.[32] Y con su poder lo convirtió en una nueva criatura.[33]
Capítulo 11
NO PASÓ DESAPERCIBIDA [34]
Cuando escuchó que Jesús venía en camino con su yerno lamentó no poder incorporarse. Su hija le había contado la increíble historia de esa pesca maravillosa, sus nietos le habían relatado una a una sus enseñanzas, y ella misma había sido testigo del cambio interior que se estaba dando en la vida de su yerno y en el seno de su familia. Pedro ya no gruñía ni gritaba a su mujer. Ya no se lamentaba de su suerte ni se enredaba en líos callejeros. Era verdad que ahora se ausentaba más del hogar, pero cada retorno era una fiesta. No como antes, que podía desaparecerse semanas y regresaba lleno de frustración y actitudes violentas.
Ahora ella tenía su oportunidad de conocer a aquel hombre al que todos llamaban nazareno, pero estaba enferma, muy enferma. Mejor resignarse a oír de lejos sus palabras. Tal vez debía contentarse solamente con escuchar su voz. Ya era una mujer mayor y sin duda su presencia pasaría desapercibida para el Maestro.
La fiebre oprimía sus sienes. El dolor invadía su cuerpo. Tal vez si durmiera el sueño le traería algún alivio, pero el dolor de cabeza era intenso. No, no quería llorar porque la habían dejado sola. ¡Todos habían corrido a recibir al Maestro! Sin duda nadie la recordaría. A lo lejos sintió la algarabía, a lo lejos los gritos y las risas. De pronto todo se volvió silencio y la habitación se iluminó. No, no era el calor de la fiebre, era otro tipo de calor que pareció incendiarla cuando él, sí, el Maestro tocó su frente y reprendió a la fiebre. Fue un calor intenso que le devolvió las fuerzas y las ganas de vivir.
Otro calorcito invadió su corazón de gratitud cuando entendió que en ese instante fue sanada. Tomó la mano que él le extendía, sonriente, y de ella recibió también la fortaleza para incorporase. ¡Se sentía tan saludable! Se vistió el delantal y canturreando una melodía se dirigió a la cocina. ¡Prepararía su mejor guiso para el Maestro! Le serviría gozosa.
Un sentimiento de solidaridad invadió su corazón. Había muchos más como ella que esperaban fuera de su casa para ser sanados. Y deseó con todo su corazón que el mismo poder que había ahuyentado su fiebre y aliviado su dolor se derramara sobre todos aquellos que iban llegando con sus cargas y un pedacito de fe.
Capítulo 12
UN MÉDICO DIVINO [35]
La casa de Pedro no puede albergar a la multitud que pugna por entrar. Galilea en pleno se ha pasado la voz de las maravillas del Maestro y al caer la noche le han traído a todos los que sufrían de enfermedades y también a los endemoniados. Esperan que él los sane.
Allí estaba la madre que cargaba a ese hijo cuya fiebre la desvelaba cada noche. La muchacha que caminaba de la mano del hermano menor porque era ciega. El anciano con las extremidades entumecidas sin fuerzas para caminar; un hombre que había dejado de trabajar por una dolencia inexplicable en su vientre y columna; el joven que convulsionaba periódicamente, y muchos más. El milagro obrado en la sinagoga había despertado la fe de un buen número de pacientes que se agolpaban a la puerta de la casa del pescador. Dicen las Escrituras que él sanó a cuantos le trajeron y eran muchos y de diversas enfermedades.[36] Aquella bendita noche cada dolencia particular encontró alivio en manos de un médico divino. El milagro de la sinagoga se repitió también aquella noche en la casa, pues expulsó a muchos demonios. Y así trabajó hasta cerca de la madrugada del día siguiente.
—Maestro, descansa ya, has trabajado mucho, se te ve agotado. Cerraremos las puertas. Andrés despide a la multitud —le dijo Pedro.
—El cansancio no es comparable al gozo de tantas personas ahora sanas y libres.
—Sí, Maestro. Pero ven, descansa.
La esposa de Pedro había preparado un aposento, cerraron la cortina tras él. Pero cuál no sería la sorpresa cuando muy temprano de madrugada Jesús ya no estaba allí. Lo encontraron en un lugar aparte, orando. Mientras los demás dormían en sus lechos, él oraba en su retiro fortaleciéndose y renovando sus fuerzas espirituales para enfrentar otra jornada atareada.
—Maestro, todos te buscan. ¡Eres tan popular! ¿Seguirás obrando maravillas en esta ciudad?
—Vamos a los lugares vecinos para que predique también allí, porque para esto he venido.
Y postergando su cansancio salió a recorrer toda Galilea predicando en las sinagogas de ellos. Caminando siempre al ritmo de los planes de Dios. Haciendo historia, música y poesía al mismo tiempo en los caminos de esta tierra.
Capítulo 13
UN TOQUE SANADOR [37]
Había pasado toda la noche en vela. Agazapado, escuchó el relato de sus maravillas, una tras otra, como el canto de un río. Toda Galilea hablaba de él. Eso le dio esperanza: Si es tan misericordioso como poderoso… Debía arriesgar, le saldría al encuentro en el camino, se postraría a sus pies, le suplicaría humildemente, si él quisiera, si él quisiera…
—¡Leproso, leproso! —gritaron los discípulos, deteniéndose bruscamente. Un pordiosero incurable les había cerrado el paso. Pero con total humildad y reverencia, el enfermo dijo:
—Señor, si quieres, puedes limpiarme.
Los discípulos han aprendido a leer el rostro de su Maestro. Leen su mirada tierna, la compasión que afloja su semblante, la misericordia que se desborda. ¡Cuánto se identifica con el dolor humano! Pero no, no esperan que lo toque…¡Maestro, ten cuidado! ¡No, no lo hagas! ¡Está enfermo, puede contagiarte! Sin embargo, eso es justamente lo que hace.
Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le