Jesús acarició su cabeza y le dio un beso en la frente:
—Madre…
María saboreó la voz del hijo, la ternura que el viento llevaría ahora por toda Galilea.
—Hijo, cuídate mucho. Prométeme que lo harás, descansarás para comer, buscarás una buena posada, evitarás las sendas solitarias.
Jesús sonrió.
—Madre, siempre madre —la abrazó fuertemente y le dijo un secreto al oído.
Sus hermanas[14] estaban en la puerta y comprobaron una vez más que Jesús siempre era capaz de arrancarle una sonrisa a María aun en los momentos más dramáticos como lo era esa despedida.
Después las abrazó a ellas, una por una.
—Sean buenas y cuiden de mamá.
Salomé le entregó unas tortas, Miriam le alcanzó el agua. Judas, Simón y José le aseguraron que lo buscarían de vez en cuando para mantenerlo informado de la familia. Jacobo, en cambio, se mantuvo algo distante, no terminaba de entender la terquedad de su hermano mayor de abandonar así el hogar.
Jesús miró una vez más su casa, Nazaret, ciudad situada en aquel valle alto, rodeada de montes de piedra caliza, tan pródiga en frutos y flores silvestres. Nazaret, ciudad fronteriza y pequeña que no creería en él justamente porque lo vio crecer. Los ojos de Jesús se posaron en las altas montañas que la rodeaban, en aquel panorama impresionante que muchas veces había sido su inspiración para alabar al Padre por su grandeza. Si la fe de sus conciudadanos fuera al menos como un grano de mostaza, podrían decir a aquel monte, sal de allí… pero en Nazaret no encontraría esa clase de fe.
María observaba detenidamente el rostro de su hijo. No quiso interrumpir sus pensamientos. Sin duda estaba reflexionando en algo muy serio pues su rostro expresaba cierta melancolía. De pronto evocó la imagen de su hijo a los doce años, cuando le dijo: “En los negocios de mi Padre me es necesario estar”.
Entonces cambió su perspectiva. Su dolor se transformó en gozo; después de todo para eso había venido a este mundo, nadie más podía cumplir esa misión. Una luz no se puede esconder debajo de un almud.[15]
Se acercó al hijo y antes de darle el beso pronunció su bendición.
—Ve con Dios. El Señor te bendiga y te guarde…[16]
Capítulo 6
EN LAS AGUAS DEL RÍO JORDÁN [17]
Jesús lavó sus pies cansados en las orillas del Jordán, la corriente de agua más importante de Palestina. Mientras refrescaba su piel recordó los grandes acontecimientos históricos del pueblo de Israel que se habían dado en esas aguas: Josué hizo cruzar al pueblo ese río en seco por la acción sobrenatural de Dios, David lo cruzó huyendo de Absalón y volvió más tarde para recuperar el reino, Elías y Eliseo también lo cruzaron de forma milagrosa antes de que el primero fuera arrebatado en un carro de fuego, Naamán se curó de la lepra por bañarse allí. Y sabía que unos metros más adelante, en el vado a un poco más de veinte millas de Nazaret, Juan se encontraba bautizando como señal de arrepentimiento. Casi podía escuchar sus palabras:
“Voz del que clama en el desierto: ¡Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas!”.[18]
Caminó por la orilla disfrutando de sus pensamientos.
—Padre, este día glorificaré tu nombre. Haremos que se cumpla toda justicia. Seré bautizado.[19]
Su corazón se henchía de alabanza. Podía ver la aglomeración de quienes llegaban de Judea y de Jerusalén a escuchar a Juan, todos pedían bautizarse. Y lo hacían confesando sus pecados. Su primo estaba haciendo un excelente trabajo llamándolos al arrepentimiento. Realmente le estaba preparando el camino. Y ahora él quería identificarse plenamente con ellos.
Se detuvo a unos metros de distancia, examinando lo que sucedía. Allí estaba Juan, su figura era inconfundible. Estaba vestido de pelo de camello y tenía un cinto de cuero alrededor de su cintura, como los antiguos profetas. Su rostro era sereno y austero, toda su persona destilaba autoridad, sobre todo cuando alzaba la voz y clamaba. Jesús alcanzó a escuchar:
—Viene tras de mí el que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar, agachado, la correa de su calzado. Yo les he bautizado en agua, pero él les bautizará en el Espíritu Santo.[20]
Confundiéndose entre la gente, Jesús trató de percibir el efecto de las últimas palabras de Juan. Los hombres se decían unos a otros:
—Habla del Mesías.
—Pero creí que él era el Mesías.
—No, asegura que no lo es, ya lo has escuchado. Descarta toda pretensión hacia su persona.
—Entonces, ¿quién es Juan?
—Un profeta. Acaso Elías que ha regresado, como profetizó Malaquías.
—No lo sabemos, lo cierto es que su apariencia inspira respeto a pesar de la humildad de su servicio.
—Acerquémonos para escucharlo mejor.
De pronto todos los murmullos y las palabras cesaron. Juan había anunciado algo al ver acercarse a aquel hombre:
—He aquí el Cordero de Dios.[21]
Sus siguientes palabras sonaron tiernas:
—Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?
Jesús lo abrazó y le dijo:
—Juan, es necesario que yo cumpla todo que está lo establecido. Tú lo sabes. Bautízame.
Temblorosamente, Juan sumergió a Jesús en el agua. Entonces tuvo la certeza, al ver a la paloma que descendía del cielo y se posaba sobre Jesús. Y escuchó la voz que decía:
—Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia.[22]
La gente quedó pasmada. ¿Se trataba de un trueno que anunciaba la lluvia? ¿Qué había sido ese ruido potente que se escuchó desde el cielo? ¿Por qué había cambiado la fisonomía del firmamento? ¿Realmente las nubes se abrieron, o se trató de una alucinación colectiva? ¿Por qué sintieron de pronto ese temor como si algo solemne y terrible hubiera sucedido? Y por cierto que sucedió: el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo se unieron en ese momento entre el cielo y la tierra inaugurando la era mesiánica.
Capítulo 7
EN EL DESIERTO [23]
La llanura estéril y salvaje se extendía ante sus ojos. Jesús pensó en el contraste con el valle que acababa de dejar unos días antes. La fertilidad y la aridez. Recordó que el desierto había sido el lugar de prueba para los israelitas, quienes vivieron allí dando vueltas por cuarenta años a causa de su rebeldía y desobediencia. Pero el Padre jamás los abandonó: siempre fueron dirigidos por él en los más mínimos detalles, aun dónde y cuándo plantar y levantar el campamento, dónde hallar agua, hasta les prodigó el alimento. Y fue en el desierto donde recibieron la ley de Dios.
Pero ahora él había llegado hasta allí impulsado por el Espíritu. Su cuerpo estaba débil, pues no había probado alimento por varios días. Entonces el diablo se presentó y le dijo:
—Si eres el hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan.
El Enemigo apelaba a algo más profundo que solo saciar una necesidad física. Se proponía que Jesús empezara a utilizar su poder en forma independiente de la voluntad del Padre para beneficiarse a sí mismo. ¡Qué astuto era!
Pero Jesús respondió:
—Escrito está. No sólo de pan vivirá el hombre sino de toda palabra de