1. Con contribuciones tan destacadas como las de los profesores J. M. Sánchez Ron, T. F. Click y G. Holton de las que este estudio es deudor.
2. B. Russell: Our Knowledge of the External World as a Field for Scientific Method in Philosophy, Londres, The Open Court, 1914. Reimpresión revisada en Londres, George Allen and Unwin, 1926, p. 106.
3. B. Russell: «The Relation of Sensedata to Physics», Scientia, 4 (1914), reeditado en Mysticism and Logic and Other Essays, Londres, George Allen and Unwin, 1918, p. 149.
Capítulo 1
LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD
Un escéptico Einstein reflexionaba que quizás se hubiera evitado malentendidos entre los legos y cientos de explicaciones si hubiera llamado a su teoría la de las igualdades en vez de relatividad, pues el público había creído que bajo la palabra relatividad la teoría proponía un confuso relativismo en el que todo valía y todo era posible en vez de un principio de relatividad, un principio esencial para poder establecer leyes físicas válidas para la totalidad de la Naturaleza, un principio con el que había conseguido integrar bajo una única pauta todos los campos de la física.
La física ha de garantizar la objetividad de la descripción de los fenómenos. Sólo sobre rasgos físicos permanentes puede obtenerse la base suficiente para el establecimiento de leyes que sean las mismas para cualquier observador y válidas en toda la Naturaleza. Un rasgo físico que no resulta alterado para distintos observadores se denomina invariante y todo principio que señale cuáles son los invariantes es un «principio de relatividad». La formulación de un principio de relatividad constituye la tarea esencial de la física, el principio al que todas las leyes deben ajustarse.
Dado que para la física un observador es equivalente a un sistema de referencia, es decir, a un eje de referencia espacial y temporal respecto a los que describir un fenómeno, un principio de relatividad equivale a un conjunto de transformaciones que hacen que una propiedad invariante lo sea en todos los sistemas de referencia y, por tanto, que una ley física aparezca como invariante para cualquier sistema de referencia. Un principio de relatividad garantiza, en último término, que no existe ningún sistema privilegiado para la observación de la Naturaleza y que desde todos los sistemas podemos alcanzar leyes equivalentes. La historia de la física será la historia de la extensión del principio de relatividad a medida que un conocimiento más profundo de la Naturaleza hacía cada vez más compleja la transformación entre sistemas.
Existen diferentes casos a los que aplicar un principio de relatividad entre los sistemas de referencia. El caso más elemental sería aquel en que los observadores se encuentran en reposo frente a una Naturaleza estática. El principio de relatividad indicaría las propiedades geométricas de los fenómenos que se mantienen en los diferentes puntos de vista posibles. Si el fenómeno observado no fuera estático y sufriera cambios o estuviera en movimiento, deberíamos contar en su descripción con el tiempo para lo cual los distintos observadores sincronizarían sus instrumentos de medición del tiempo.
La segunda posibilidad es que los observadores estén en movimiento. Este era el caso fundamental en la mecánica newtoniana al que aplicar un principio de relatividad. El principio estaba restringido al caso en que los observadores se encontraran entre sí en movimiento uniforme, pues sólo para un sistema en movimiento uniforme o sistema inercial es posible referir todas las invariantes fundamentales de la física clásica. Así, la fórmula fundamental de la mecánica newtoniana (F = m dv/dt) es idéntica en todos los sistemas inerciales, proporcionando los mismos valores a las invariantes «masa» y «fuerza». Precisamente por ser ésta la condición, el principio de relatividad de la física clásica es conocido como principio de relatividad de Galileo por ser él quien formuló el principio de inercia en el que se basa la definición de sistema inercial. Las ecuaciones de transformación entre sistemas se conocen por tanto como galileanas.
Para su funcionamiento, las transformaciones galileanas necesitan que se cumplan dos condiciones: la validez de la geometría euclidiana y la existencia de una simultaneidad absoluta entre dos sistemas cualesquiera. La validez de la geometría euclidiana garantizaba la invariabilidad de las longitudes y la indeformabilidad de las varas de medir sin importar la velocidad del movimiento al que se encuentran sometidas. Todos los cuerpos son, en la mecánica clásica, rígidos a cualquier velocidad. La congruencia entre dos longitudes en dos puntos cualesquiera del espacio es total y éste se considera que es homogéneo e isotrópico. La coincidencia en las experiencias realizadas en un contexto de bajas velocidades y débiles campos gravitatorios convirtió este supuesto en un principio a priori por encima de cualquier comprobación experimental.
En cuanto a la simultaneidad absoluta entre dos sistemas inerciales, no importa su situación o velocidad, permite establecer un tiempo común y sincronizar sus relojes para equiparar sus descripciones temporales del fenómeno observado. Esta simultaneidad absoluta quedó entronizada en el concepto de tiempo absoluto newtoniano: un reloj definitivo con respecto al que establecer la sincronía entre todos los sistemas.1
Para dos sistemas próximos la simultaneidad es indudable. Cuando su separación se incrementa, la forma de sincronizarlos implica la transmisión de una señal de una posición a la otra, descontando el tiempo tardado por la señal en ir del sistema S al S’ y viceversa. Dada la isotropía del espacio euclidiano, la señal tardará lo mismo en ambos recorridos. Así, siendo tA1 el instante en que se transmite la señal desde S y tA2 en el que regresa de S’, el tiempo del sistema S’ (tB) será el tiempo medio de tA1 + tA2. No obstante, la sincronía entre los dos sistemas desaparecerá en el caso que la velocidad de estos sea tal que, cuando la señal alcanza a S’ desde S, éste ya se ha desplazado en el intervalo que ha costado a la señal marchar de S a S’: en un caso, a la velocidad de la señal se le suma la del sistema que avanza en su misma dirección y en el otro se le restará. Por tanto, cuanto más se incremente la velocidad de un sistema, tanto más debería hacerlo la velocidad de la señal para mantener la simultaneidad absoluta. Aunque se utilizaba en la física clásica la velocidad de la luz como señal, la única forma de mantener la simultaneidad absoluta para cualquier velocidad de un sistema inercial era en realidad que la señal tuviera una velocidad infinita que la transmitiera instantáneamente.2 En las bajas velocidades de la mecánica clásica la velocidad de la luz cumplía adecuadamente este papel pero no ocurrirá lo mismo cuando se tengan en cuenta las enormes velocidades de los fenómenos electromagnéticos.
Bastaba el cumplimiento de estas dos condiciones para que los conceptos centrales de la mecánica newtoniana (espacio, tiempo, masa y aceleración) fuesen invariantes en las transformaciones galileanas y las leyes de la mecánica que relacionan estos conceptos actuarán por igual en todos los sistemas inerciales. Así, la mecánica quedó definitivamente sometida a un principio de relatividad.
De la igualdad de las leyes de la mecánica para los sistemas inerciales de la física clásica surge la que se denomina «relatividad newtoniana». No es posible, por ningún experimento mecánico realizado en un sistema inercial, obtener el estado de movimiento del sistema con respecto a otro. Así, un observador no puede determinar con un experimento mecánico interno si es la Tierra o el tren donde se encuentra quien se mueve. Esa posibilidad, sin embargo, le era ofrecida a Newton por el espacio absoluto transformado en un sistema inercial privilegiado que infringía su propio principio de relatividad y en el que se consideraba que las leyes actuaban en forma perfecta.3 El espacio absoluto, además de ser un sistema inercial privilegiado,