Esta duplicidad de funciones entre lo político y lo benéfico y asistencial que, efectivamente, siguieron manteniendo las AFR, posibilitó en última instancia a un mayor número de mujeres de tendencia republicana, pero moderada, acceder a una sociabilidad política respetable. Una sociabilidad que les permitió superar los estrechos límites de la domesticidad que, en gran manera y con la pasividad de los partidos de izquierdas, había impuesto hasta entonces la moral católica.[46]
ELENA JUST. INSTRUCCIÓN Y LIDERAZGOS FEMENINOS
Iba al frente de las manifestaciones tumultuosas [...]. Tenía en la masonería a cargo suyo las obras de misericordia [...] Leía mucho. Tenía grandes estantes llenos de libros; las obras de Voltaire y de Víctor Hugo; las «Memorias de Garibaldi» [...].[47]
Como relata su sobrino Julio Just, doña Elena tenía una sólida formación intelectual y política y había mantenido relaciones de amistad con las figuras más representativas del partido como Blasco Ibáñez, Azzati o Castrovido, y también, con personalidades femeninas como Belén Sárraga. Los rasgos que caracterizaban su identidad hacían referencia tanto a la difusión de los ideales librepensadores entre las mujeres, como a la atención a los más necesitados. Su formación propiciaba además, que a su casa acudieran otros republicanos en busca de ayuda material y de consejo político y por ello, «[su] casa estaba siempre llena de gente». Por ello también, sus correligionarios la elogiaban comúnmente por «sus dotes como propagandista y por sus valientes actuaciones y palabras».[48]
Carismática y respetada en el entorno blasquista, la maestra Elena Just Castillo había nacido en tiempos de la Primera República, y su familia era de reconocida ideología republicana y librepensadora. A finales del siglo XIX había fundado un grupo dentro de la masonería femenina –las Hijas de la Unión n.º 5– que se dedicaba a obras benéficas en las prisiones y hospitales.[49]Había puesto también en pie una asociación de enfermeras, y en 1899 organizó, junto con la también maestra Carmen Soler,[50]otra sociedad denominada Bien de Obreras, cuyo objetivo era «la educación de la mujer en todos aquellos conocimientos prácticos y útiles para las obreras».[51]Asimismo, fue colaboradora habitual de la publicación librepensadora Las Dominicales del Libre Pensamiento de Madrid y de La Antorcha Valentina (1889-1896), vinculada a la logia Puritana de Valencia. Elena Just escribía con el seudónimo de «Palmira» y recomendaba a las mujeres instruirse, abrazar la «libre conciencia» y mantener una actitud crítica frente a los dogmas y las imposiciones de la religión católica.[52]
Con el paso del tiempo, la asociación Bien de Obreras sólo tuvo una actuación destacada en la huelga de las hilanderas en 1902, en la que las propias Carmen Soler y Elena Just se hicieron cargo de negociar las demandas de las obreras con el gobernador civil. En este caso, más de 400 hilanderas exigieron un aumento de salario y mejores horarios.[53]El apoyo unánime de las sociedades obreras masculinas, que contaban con una notable fuerza en la ciudad, estuvo a punto de provocar una huelga general tras dos meses de cierre de las fábricas de hilados. Finalmente, las hilanderas consiguieron que se aceptaran sus reivindicaciones y volvieron al trabajo. Sin embargo, y como afirma Ramiro Reig, «les dones havien irromput amb èxit en la lluita sindical, però açò no va bastar perquè els homes sabessen integrar-les en el moviment organitzat».[54]
Con posterioridad a esas fechas, las obreras no contaron con ninguna organización específica que les permitiera instruirse para mejorar su cualificación profesional, o construir una conciencia femenina en relación a su conciencia de clase, ya que comúnmente, las retóricas blasquistas hacían referencia a una forma de entender el trabajo femenino relacionándolo con ocupaciones de mayor rango. Desde una perspectiva interclasista, el republicanismo valenciano fue paulatinamente conformando una imagen del trabajo de las obreras como trabajo aniquilador, proclive a los abusos patronales y con salarios ínfimos.[55]Y en contraste, prefiguró la vía de la instrucción de las jóvenes como el camino más adecuado para que en el futuro pudieran desarrollar actividades laborales de mayor rango y más rentables económicamente. El ejemplo eran las mujeres extrajeras de las que se decía: «Con la joven inglesa, no es posible esa explotación de su honrado trabajo, porque [...] bien dotado el cerebro por la instrucción que recibe, se halla en condiciones y con aptitudes para cualquier trabajo bien remunerado».[56]De este modo, las mujeres instruidas que ejercían una profesión eran elogiadas en el periódico, ya que se consideraba que la educación las capacitaba para elegir sus propios itinerarios laborales y, también, para ser más autónomas en «la carrera del matrimonio» cuya opción, en ningún caso, debía adoptarse basándose en razones económicas o de «conveniencia».[57]
Estas mismas ideas se repetían en 1906 en un mitin de Adolfo Beltrán dedicado específicamente a las «señoras» y titulado «La influencia que para su emancipación tiene el progreso». En este caso, el diputado recomendaba a las mujeres distintas vías para superar su subordinación. Entre ellas, participar en la vida pública desde posiciones progresistas interviniendo en el arte, la ciencia y la cultura. Y también a través de la instrucción, donde «las mujeres [tenían] abiertas las aulas de las Universidades é Institutos». El ejemplo, en este caso, era que en «la primera Universidad del mundo, en la Sorbona de París, una mujer, Madame Curie forma[ba] parte del Claustro y explica[ba] Física y Química ante las notabilidades más eminentes de la ciencia».[58]
En base a estos planteamientos, los blasquistas manifestaban comúnmente su admiración por mujeres ilustradas o maestras. Así, las páginas de El Pueblo elogiaban en una reseña biográfica a la médica Manuela Solís Claras,[59] «[...] la ilustre dama valenciana gloria de las letras, de la ciencia y de las mujeres españolas».[60]La escritora Rosario de Acuña, las ya citadas George Sand, Emilia Pardo Bazán, Carmen de Burgos, o las maestras institucionistas María de Maeztu o María Carbonell,[61]eran consideradas también mujeres admirables por su educación y por la tarea pública que desarrollaban y, en algunos casos, ejemplos de «liberación femenina».
En la práctica, la realidad cotidiana atenuaba esta exaltación que con frecuencia expresaba el blasquismo respecto al avance social que estaban experimentando las mujeres instruidas, ya que las jóvenes que accedieron a las universidades españolas antes de 1910 fueron invisibles