La ironía contagiosa que desborda Woody Allen se ve reflejada en la película cuando convierte un primer encuentro desastroso (Isaac considera que Mary es una pedante insoportable) en un amor entre ambos. La banalidad lustrosa de Isaac casa bien con la afectación de Mary. La especialista y el ignorante neófito superan los obstáculos para llegar a entenderse de maravilla. El juego de seducción había empezado en un museo. No creemos que sea una casualidad la decisión del director de haber ilustrado este importante momento del film combinando la acción con la escenografía de unas salas blancas de museo. Está muy bien tramado el hilo argumental. La primera conversación de la película ya empieza con una frase en la que se habla del «valor del arte». Desde este inicio, vemos que Isaac instruye a su jovencísima novia Katie, intenta encauzarla hacia un conjunto de cuestiones culturales, aunque más bien parece que quiera adiestrarla o domesticarla. En realidad lo que pretende es acercarla a su terreno, es decir, al complejo entorno cultural de quienes supuestamente están más preparados. Este comportamiento representa una obscenidad que en demasiadas ocasiones ha acompañado al mundo del arte.
La escena del museo se inicia con Allen y Hemingway de pie, a la derecha de la imagen mirando unas fotos que están a la izquierda (fuera de plano). La conversación sirve para continuar presentando a los personajes de Katie e Isaac:
I: Son unas fotografías muy interesantes, ¿verdad?
K: Sí, me encantan.
I: ¿Tú ya has hecho alguna con la cámara de fotos que te regalé?
K: Sí. Hice un montón en la clase de arte dramático. Es sensacional.
I: Oye, ¿sabes que has dicho eso como el ratón de los dibujos de Tom y Jerry?
K: ¿Te burlas de mí?
I: Me ha sonado así, de veras.
K: ¿Sabes a qué suena tu voz? A un gemido.
Ambos miran con atención las fotografías. Es un dúo de contrastes, aunque navegan en el mismo barco: son neoyorquinos, son esnobs, son cultos. La cámara se mueve levemente hacia la derecha, ellos se giran y caminan unos pasos, se sorprenden al ver a un amigo de quien estaban hablando. El personaje de Isaac dice: «Precisamente estábamos hablando de ir a ver Shakespeare en Central Park este fin de semana». De nuevo el ambiente cultural como enlace. De repente, lo que había sido hasta ese momento una demostración de fuerza entre el maduro Isaac y su joven novia Katie se demora como argumentación para pasar a un enfrentamiento mucho más poderoso entre dos entendidos. La batalla intelectual está servida. Ya desde el momento en que se conocen, tanto Isaac como Mary empiezan a discutir:
I: Hemos estado abajo en la galería Costello, en la exposición de fotografías. Increíbles. Absolutamente increíbles.
M: ¿Os ha gustado eso?
I: ¿Las fotografías de abajo? Son una auténtica maravilla. ¿No te han gustado?
M: No. Las encuentro muy elusivas. Me recuerdan el estilo de Diane Arbus, pero sin ingenio. No sé. Son...
I: Bueno, nos ha gustado más la escultura de plexiglás, eso tengo que reconocerlo.
M: ¿De verdad os ha gustado?
I: ¿Tampoco te ha gustado la escultura de plexiglás?
M: Bueno... Es interesante... No...
I: (con tono socarrón): Yo la encuentro mucho mejor que ese dado de acero. Habéis visto el dado de acero, ¿eh? Es algo que...
M: A mí me ha parecido brillante. Realmente brillante.
I: ¿El dado de acero brillante?
M: Sí. Para mí lo es. Tiene textura. ¿Comprendes? Está perfectamente integrado y tiene una maravillosa calidad de capacidad negativa. Todo lo demás que hay abajo es mierda.
Cuando los personajes pasean por el museo se va generando un aura artística que mueve la propia visita, un elemento muy adecuado para el goce estético propio del engranaje museal. Walter Benjamin definió el aura como un auténtico distanciamiento de la obra por parte del espectador. Un enfriamiento. Un nuevo modelo de deidad que perdura hoy en día. En ello continúa insistiendo el arte que define las piezas del museo, las obras únicas. Benjamin apuntaba en su ensayo (1983) hacia el cine como un modelo de arte en el que desde la primera copia la premisa de la que parte es la de la eliminación de la llamada obra original, elemento clave de la sobrevaloración de las piezas artísticas, considerado esencial desde las instancias del arte. Según nuestro punto de vista, el arte y sus museos no se han desprendido de dicha frialdad. Puede que el aura siga siendo un elemento muy atractivo para ciertos públicos que asisten habitualmente a los museos, pero creemos que los distanciamientos no son productivos, al menos para los públicos escolares, o entre el profesorado. Deberíamos intentar acercar posiciones entre el museo y la escuela a partir de sus protagonistas clave: los maestros y los educadores de museos, evitando para ello distanciamientos auráticos. Pensamos que en el cine se pueden encontrar algunas respuestas a estas intenciones.
El esplendoroso inicio de la película Manhattan es, en realidad, un muestrario de planos que concretan en imágenes muchos de los aspectos destacados de esta ciudad, con la música de Gershwin como fondo. Casi parece un museo de fotografías en blanco y negro; un museo (vivo), una exposición, con música. Y en una ciudad que conocemos hasta la saciedad gracias al cine, a las películas. Una ciudad mítica para cualquier persona occidental. Una ciudad que atrae, porque se ha forjado una impresionante mitología en imágenes sobre este lugar del mundo. Un verdadero escenario: el escenario. La visita a una ciudad nueva produce un reforzamiento de nuestra atención, un mayor vigor en la mirada, que se desenvuelve atenta frente a las novedades. Se trata de un modo de mirar muy aplicable a nuestra posición de observadores cuando entramos en un museo. Cuando visitamos una ciudad como turistas vemos gemidos, gritos, texturas, detectamos sus relieves y entonaciones con mayor intensidad; la saboreamos desde nuestro primer contacto físico. Cuando visitamos un museo nos zambullimos en un océano de información, en el cual podremos encontrar deleite, o al contrario, puede que nos ahoguemos. Conviene tener en cuenta que como usuarios observadores, como público, hemos de percibir lo nuevo (un museo, una ciudad, una película) sin especulaciones, y desde luego valorando nuestros conocimientos previos al respecto. Nadie tiene derecho a exigirnos un modelo concreto de goce o disfrute.
En 1997 se estrenó en los cines, con buena acogida de público, una comedia absurda que trataba precisamente sobre museos. No es casualidad que uno de los actores ingleses más conocidos por sus trabajos en teatro y televisión optase por tratar esta temática en su primera incursión en el cine. Se trata del actor Rowan Atkinson, a quien popularmente se relaciona con su personaje más excesivo: Mr. Bean. Los guionistas del film utilizan una cuestión que tuvo su mayor auge durante las dos décadas finales del siglo XX: la proliferación de museos de arte como espacios emblemáticos de la imagen del poder institucional. De esta película nos interesa especialmente la forma despreocupada con la que se aborda un tipo de cuestiones a las que habitualmente se les suele dar un tratamiento solemne, que encaja más con el páramo de los especialistas: colecciones de arte, conservación, exposiciones, curadorías y/o comisariados, e imagen y promoción institucional. El aire lúdico del guión, junto con las exageradas y groseras bromas del propio actor, eliminan la supuesta seriedad que requiere el tema. Con este enfoque desenfadado el film consigue tratar cuestiones de bastante rango, que acaban teniendo mucha más importancia de la que podíamos imaginar cuando éstas se llevan a cabo por personas que son responsables de los museos.
En su versión original inglesa el film se titula Bean, nombre corto y contundente que se refiere al propio personaje principal. El hecho de haber creado un sujeto con nombre