El film Bean plantea un esquema sugerente, basado en la siguiente estructura:
– Un museo norteamericano intenta reforzar su imagen adquiriendo una obra de gran valor (aura intensificada por tratarse del cuadro «Composición en negro y gris n.º 1. Retrato de la madre del artista», pieza de 1871 del pintor norteamericano James Whistler).
– Para potenciar dicha adquisición se recurre a un especialista inglés del National Royal Museum (nombre ficticio que recoge varias instituciones reconocibles).
– El supuesto especialista resulta ser un fraudulento personaje, cuidador de sala, a quien el museo envía a Estados Unidos para mantenerlo alejado durante un tiempo.
– La llegada del personaje a California, su estancia en casa de la familia de un profesor universitario, su presencia en el museo y la destrucción sistemática que provoca en el original de la obra acaban reflejando todos los vicios y convencionalismos en los que se mueven este tipo de instituciones, con las que mantenemos una relación que ultrapasa el respeto y roza la veneración.
La película consiguió aumentar el aura del cuadro de Whistler, que pertenece a la colección del parisino Musée d’Orsay. El cine nos ayuda a conocer algunos entresijos del museo, como ocurre en una escena en la que vemos a Bean como vigilante de sala. La sala está solitaria. Únicamente vemos al vigilante sentado en un taburete. Está durmiendo. Se alarga la secuencia, y el nivel de apatía y somnolencia se acrecienta hasta el empacho. Podríamos leer aquí una alegoría de lo que muchos adolescentes opinan sobre los museos: que son sitios tediosos y soporíferos. No culpemos por ello a los adolescentes, pensemos en cómo llegan a esta consideración. La película narra el aburrimiento, pero de manera divertida. A nuestro entender, el gran mérito de la secuencia consiste en haberse fijado en alguien que normalmente pasa desapercibido: el vigilante de sala. No es un tipo de persona al que lleguemos a prestarle demasiada atención, a no ser que nos prohíba algo, que es cuando reparamos en su existencia.
Fig. 2.1 Los márgenes del museo nos ayudan a interpretar otros lugares del arte. Observar a la gente que transita permite un escaneado humano del lugar. Puerta del Museo de la Revolución en La Habana, Cuba.
Se podría plantear una visita a un museo eliminando las obras de arte y centrando nuestra atención en aquellos elementos fronterizos a los que habitualmente no les dedicamos excesivo interés. Las cartelas de las piezas son un ingrediente que cabe valorar. Leemos el título y el autor de la pieza en ese texto que se presenta en un lateral, en un margen. A veces, cuando se trata de esculturas, incluso nos cuesta encontrar la cartela identificativa de la obra. Buscamos en las paredes vecinas para ver si la encontramos. Necesitamos esa información que nos ratifique lo previsto, o que nos abra una puerta a la mejor comprensión de la pieza expuesta. En ocasiones estamos más tiempo leyendo la cartela que observando la obra, especialmente cuando se le añade un texto alusivo. Devoramos con interés los textos de las cartelas, la información que nos ofrecen. Pero no reparamos en plantearnos preguntas acerca de quién ha escrito, diseñado o puesto allá esa cartela. Estas decisiones las toma el museo en función de su política de exhibición. La Tate Britain inauguró su remodelación del año 2001 con un revolucionario sistema de textos que acabó dando más importancia a la cartela que a las propias obras de arte, y que precisamente está basado en nuestro desmesurado galanteo con los textos explicativos. De todos modos, nosotros somos partidarios de una cartela generosa, con su vertiente literaria, más allá de la mera información formal. Por tanto, animamos al profesorado a generar visitas en las que se tengan en cuenta los seductores elementos marginales que ofrecen los museos. De todo ello seguiremos hablando e insistiendo en los capítulos siguientes. Ahora volvemos a Bean, el film que veníamos comentando como ejemplo de crítica al museo preconcebido y previsible.
Algunas escenas de Bean reflejan acertadamente las intenciones que suelen habitar entre ciertos responsables de las políticas de museos. La flema inglesa que invade la reunión de especialistas del hipotético museo inglés contrasta con la frívola superficialidad con que analizan la situación los responsables del ficticio museo californiano. En la decoración de la sala, que vemos en contrapicado, destaca una mesa en forma de paleta de pintor, sobre la que se han distribuido carpetas de diferentes colores para los correspondientes compromisarios. Este tipo de disparatadas escenografías, con ambientes kitsch despreocupados, ha inundado los despachos de las frívolas direcciones de museos en las últimas décadas. Y también las absurdas conversaciones en las que todos los presentes opinan sobre la oportunidad de lanzar campañas publicitarias mediante la venta de objetos y demás merchandising alusiva a las obras expuestas en el museo. Deberíamos revisar seriamente en manos de quién estamos dejando las responsabilidades sobre la actividad de los museos. Lo cierto es que no hay maestros ni educadores en este tipo de comités asesores, lo cual es grave, ya que una parte de los públicos que acuden a los museos depende de lo que decidan estos maestros y estas maestras. La elocuente conversación de la escena del film en la que los asesores sugieren cómo incentivar el acto inaugural podría haberse grabado en la vida real sin alterar demasiado las opiniones:
Director: Piensan que tendríamos más atención por parte de los medios si asistiese alguien relacionado con el mundo del espectáculo.
Asesor 1: Con toda sinceridad, podríamos conseguir a Jon Bon Jovi.
Asesor 2: ¿Jon Bon Jovi para la presentación de «La madre de Winstler»? No tengo nada en contra del señor Jovi, pero que yo sepa no ha escrito nada sobre el impresionismo del siglo XIX, no lo cita en ninguna de sus canciones recientes.
Este tipo de conversaciones aparentemente disparatadas retratan un elemento con el que se ha venido jugando en los últimos tiempos con relación a los espacios museísticos: la espectacularización de los rituales. Los hábitos de los medios de comunicación invaden el museo. Prima la escenificación circense, la demostración insolente del poder, con el agasajo mediático que acompaña a la comparsa de personajes que vienen alimentando dicho folclore. Los maestros están en las antípodas de este modelo. Una maestra es una persona que desempeña su trabajo de forma casi anónima, en colaboración con sus compañeros, es un miembro más del equipo; no sirven las estridencias, al contrario, el ritmo escolar lo va imprimiendo el día a día, la constante superación en un medio poco apto para la estridencia. En el extremo opuesto, la caja de las vanidades del espectáculo mediático se rige por los golpes de efecto, por la militancia farandulera. No encaja bien el esfuerzo de los educadores con la pantomima mediática. Por ello no conviene que los museos tengan como referencia el espectáculo, porque de este modo se alejan de los intereses de las maestras y los maestros.
Fig. 2.2 El museo como espectáculo no encaja con las responsabilidades educativas del profesorado. Son los museos los que tienen que mirar con atención hacia los profesionales de la enseñanza. Entrada del museo Guggenheim de Nueva York.
Los museos asumen una gran responsabilidad en todo aquello referido a la formación estética de las personas. Los museos representan