Alguien debía atar en corto a aquella muchacha.
Superó el tronco caído sin mayores dificultades, mientras se preguntaba cuánto tiempo más persistiría Juliana en aquella estúpida persecución. Su ira aumentaba con cada nueva zancada de su caballo.
Tras una curva, tiró con fuerza de las riendas.
En mitad del sendero estaba la yegua de Juliana, serena y relajada.
Y sin su amazona.
Simon bajó del caballo antes de que este se detuviera del todo. Llamó a Juliana por su nombre, quebrando el sosegado aire matinal, y entonces la vio apoyada en un árbol a un lado del sendero, con las manos apoyadas en las rodillas, tratando de recuperar el aliento, las mejillas encendidas por culpa del esfuerzo y el frío, los ojos brillantes por la agitación y algo más que en aquel momento no tenía la paciencia de identificar.
Simon corrió a su encuentro.
—¡Es usted una insensata! —bramó—. ¡Podría haberse matado!
Juliana no se amedrentó ante su ira; todo lo contrario, su rostro se iluminó con una sonrisa.
—Tonterías. Lucrezia ha superado obstáculos más altos y traicioneros.
El duque se detuvo a escasos centímetros de ella, con los puños apretados.
—Como si se trata del mismísimo corcel del diablo. Ha hecho todo lo posible por sufrir un accidente.
Juliana descruzó los brazos y los desplegó a ambos lados de su cuerpo.
—Y, pese a todo, estoy ilesa.
Sus palabras no sirvieron para tranquilizar a Simon. De hecho, lo enfurecieron aún más.
—Ya lo veo.
Juliana arqueó la comisura de los labios, un gesto que muchos hombres encontrarían atractivo. A él le resultó molesto.
—Estoy más que ilesa. Me siento alborozada. ¿No le había dicho que tenemos doce vidas?
—Sin embargo, no puede sobrevivir a doce escándalos, y su cuenta no hace más que aumentar. Podría haberla descubierto alguien. —El duque fue consciente del enojo que destilaban sus palabras y se odió por ello.
Juliana soltó una carcajada, y el radiante sonido de su voz iluminó la umbría arboleda.
—Solo han sido un par de minutos.
—Si no la hubiera seguido, podría haber acabado en manos de ladrones.
—¿A esta hora?
—Para ellos sería tarde.
Juliana meneó la cabeza lentamente y dio un paso hacia él.
—Pero me ha seguido.
—Cosa que usted no sabía que ocurriría. —No supo por qué aquello era tan importante. Pero lo era.
Juliana se acercó un poco más, cautelosamente, como un animal salvaje.
Él se sentía como uno. Fuera de control.
Respiró hondo y se sintió inundado por su aroma.
—Por supuesto que iba a seguirme.
—¿Por qué piensa eso?
Juliana encogió elegantemente uno de sus hombros.
—Porque quería hacerlo.
La tenía al alcance de la mano. Simon flexionó los dedos a ambos lados de su cuerpo, deseando tocarlo, atraerla hacia él y demostrarle que tenía razón.
—Se equivoca. La he seguido para evitar que se metiera en más problemas. —Juliana lo miraba con esos ojos brillantes y esos labios carnosos en una tímida sonrisa que prometía secretos infinitos—. La he seguido porque su impulsividad es un peligro para usted misma y para los demás.
—¿Está seguro?
La conversación se le estaba yendo de las manos.
—Por supuesto que sí —dijo esforzándose por encontrar pruebas que lo demostraran—. No tengo tiempo para sus juegos, señorita Fiori. Hoy he de encontrarme con el padre de lady Penelope.
Juliana desvió la mirada una décima de segundo, pero volvió a centrarla en él.
—Será mejor que se vaya, entonces. No querrá perderse una cita tan importante.
Simon percibió el desafío en sus ojos.
«Vete».
Quería hacerlo.
Iba a hacerlo.
Un largo mechón de cabello negro se había soltado de su sombrero, y Simon alargó el brazo de forma instintiva. Debería haberse limitado a apartarlo de su rostro —de hecho, ni siquiera debería haberla tocado—, pero en cuanto lo tuvo entre los dedos, no pudo evitar enrollárselo una, dos veces en el puño, observar cómo formaba una franja sobre la suave piel de sus guantes de montar. Deseó sentir el sedoso mechón sobre su piel.
A Juliana se le aceleró la respiración, y Simon desvió la mirada hacia su pecho palpitante, protegido por su abrigo. La prenda masculina debería haberlo puesto aún más furioso, pero, en lugar de eso, sintió una descarga de deseo que le recorrió todo el cuerpo. Solo lo separaban de ella una ristra de botones; botones que podían arrancarse fácilmente, dejándola sin nada más que la tela de lino de su camisa, que, a su vez, podía separarse de los pantalones de montar, permitiendo el acceso a la suave piel femenina que se ocultaba debajo.
Cuando volvió a mirarla a los ojos, vio que había desaparecido el audaz desafío y la petulante satisfacción de su semblante, reemplazados por algo crudo, poderoso e inmediatamente reconocible: deseo.
De repente, Simon supo cómo recuperar el control de la situación. De sí mismo.
—Creo que deseaba que la siguiera.
—Yo… —Juliana se interrumpió, y Simon sintió el embriagador placer del cazador que detecta su primera presa—. No me importaba.
—Mentirosa. —Susurró la palabra, con voz grave y contundente en el pesado aire matinal. Tiró del mechón de cabello, atrayéndola hacia él hasta que ambos quedaron a escasos centímetros el uno del otro.
Juliana abrió la boca para coger aire, atrayendo su atención. Y cuando Simon vio aquellos labios embriagadores ligeramente abiertos, reclamándolo, no pudo resistirse. Ni siquiera lo intentó.
«Sabe como la primavera».
El pensamiento estalló dentro de él al rozar los labios de Juliana con los suyos, levantar las manos para acoger con ellas sus mejillas y ladearle ligeramente la cabeza. Tuvo la sensación de que susurraba su nombre…, un sonido terso, susurrante e increíblemente embriagador. La atrajo más hacia él, presionándola con su cuerpo. Ella no opuso resistencia, se contoneaba pegada a él como si supiera lo que deseaba antes incluso que él.
Y tal vez lo sabía.
Simon le recorrió el carnoso labio inferior con la lengua, y cuando la oyó jadear, no esperó más: volvió a tomar su boca, a jugar con su lengua, a no pensar en nada más que no fuera ella. Y entonces ella le devolvió el beso, reproduciendo sus movimientos, y Simon se dejó llevar por la sensación. Las manos de Juliana recorrieron sus brazos con tortuosa lentitud hasta que finalmente alcanzaron su cuello, sus dedos juguetearon con su cabello, la suavidad de sus labios y los enloquecedores, maravillosos sonidos que brotaban de su garganta cuando él la reclamaba.
Y la reclamaba de manera primitiva y perversa.
Juliana se pegó más a él, y al notar el volumen de sus pechos presionándole la parte superior del suyo, sintió una oleada de placer. La besó con más ímpetu y deslizó las manos por su espalda para acercar su cuerpo a donde más la deseaba. Los pantalones de montar le permitían una movilidad que