Su padre hizo todo lo que estuvo en su mano para criar solo a una hija. Le había enseñado a hacer nudos, a reconocer una carga defectuosa y a regatear con los peores y mejores comerciantes…, pero nunca le contó lo más importante.
Nunca le dijo que tenía una familia.
Se enteró de la existencia de sus dos hermanastros, nacidos de la madre a la que apenas había conocido, después de la muerte de su padre, cuando descubrió que sus fondos habían sido depositados en un fideicomiso y que un desconocido marqués británico iba a ser su custodio.
En cuestión de pocas semanas, su vida dio un vuelco.
La dejaron en la puerta de Ralston House junto a tres baúles con sus posesiones y su doncella.
Y todo gracias a una madre sin un ápice de instinto maternal.
¿Cómo sorprenderse de que la gente cuestionara la personalidad de su hija?
¿De que incluso ella misma de la cuestionara?
No.
Ella no era como su madre.
Nunca había dado la más mínima muestra de serlo.
Al menos no a propósito.
Pero aquello no parecía tener ninguna importancia. Aquellos aristócratas se fortalecían insultándola, mirándola con sus rectas y largas narices, erguidos. En ella solo veían el rostro de su madre, el escándalo de su madre, la reputación de su madre.
A nadie le interesaba saber quién era ella en realidad. Solo les importaba que era diferente, que no era como ellos.
Sentía la tentación de demostrarles lo distinta que era de ellos…, de aquellas criaturas impertérritas, insulsas y desapasionadas.
Respiró hondo para recuperar la compostura y dirigió la mirada hacia el otro extremo de la sala de baile, hacia las puertas que daban al jardín. Empezó a moverse en aquella dirección pese a saber que no debía.
Sin embargo, en el torbellino de emociones que la embargaban, fue incapaz de encontrar un motivo para no hacerlo.
Mariana apareció de la nada y apoyó una delicada mano enguantada en el hombro de Juliana.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. —No miró a su amiga. No podía.
—Son horribles.
—Y también tienen razón.
Mariana se quedó inmóvil al oír aquello, pero Juliana siguió moviéndose, concentrada en las puertas francesas abiertas…, en la salvación que prometían. La joven duquesa volvió a situarse a su lado rápidamente.
—No, no es verdad.
—¿No? —Juliana miró a su amiga de reojo y vio los grandes ojos azules que la convertían en el perfecto espécimen de la feminidad inglesa—. Por supuesto que tienen razón. No soy uno de vosotros. Nunca lo seré.
—Y doy gracias a Dios por ello —dijo Mariana—. Ya somos más que suficientes. Yo, por ejemplo, me alegro de tener a alguien distinto en mi familia, al fin.
Juliana se detuvo donde terminaba la pista de baile y se dio la vuelta para mirar a su amiga.
—Gracias. —Aunque fuera mentira.
Mariana sonrió como si todo hubiera vuelto a la normalidad.
—De nada.
—¿Por qué no vas a buscar a tu galante marido y bailas con él? No querrás que empiecen a cotillear sobre tu matrimonio.
—Deja que cotilleen.
Juliana esbozó una sonrisa torcida.
—Ya hablas como una duquesa.
—El título tiene sus beneficios.
Juliana rio forzadamente.
—Ve.
Mariana frunció el ceño, preocupada.
—¿Seguro que estás bien?
—Claro que sí. Solo necesito un poco de aire fresco. Ya sabes que no soporto el calor de estos salones.
—Ten cuidado —dijo Mariana mirando con recelo hacia las puertas—. No te pierdas.
—¿Quieres que deje un rastro de petits fours?
—No es mala idea.
—Adiós, Mari.
Mariana se alejó finalmente y la multitud engulló su reluciente vestido azul casi al instante, como si los presentes estuvieran deseosos de que se uniera a ellos.
A Juliana no la absorberían del mismo modo. Imaginó a la multitud rechazándola como si fuera un hueso de aceituna escupido desde el ponte Pietra.
Salvo que aquello no era tan sencillo como caer desde un puente. Ni tan seguro.
Juliana dedicó unos segundos a observar a los bailarines, decenas de parejas girando y moviéndose al ritmo de una danza campestre, y no pudo evitar compararse con las mujeres volteando delante de ella, todas ellas enfundadas en sus coloridos vestidos, con esos cuerpos adoptando la postura perfecta y esas tibias personalidades. Eran el producto de la esmerada educación inglesa, criadas como cepas para producir la misma fruta y el mismo vino inofensivo e insustancial.
Reparó en la presencia de una muchacha en el salón, que ocupaba su lugar a un lado de la larga fila de bailarines; el rubor de sus mejillas le daba un aspecto más vivaz de lo que a Juliana le había parecido hacía solo unos minutos. El mohín de sus labios solo podía interpretarse como una sonrisa largamente ensayada: ni demasiado exagerada, lo que podría indicar deseo desmedido, ni demasiado difuminada, lo que podría confundirse con desinterés. Parecía una uva madura lista para la recolección. Preparada para su inclusión en aquella sencilla cosecha inglesa.
La uva alcanzó el final de la fila, y ella y su pareja avanzaron juntos.
Su pareja era el duque de Leighton.
Mientras los dos bailaban girando sobre sí mismos, avanzando hacia ella por la larga fila de invitados, Juliana solo podía pensar en una cosa.
Formaban una pareja imposible.
No era solo una cuestión de aspecto físico; la única similitud era el cabello demasiado rubio de ambos. Ella era poco atractiva —un rostro demasiado redondo, unos ojos azules demasiado pálidos, unos labios con un tono rosa demasiado apagado— y él era…, bueno… Él era Leighton. La diferencia de estatura era inmensa: él superaba el metro ochenta y ella era tan bajita y menuda que su cabeza apenas le llegaba al pecho.
Juliana puso los ojos en blanco ante la estampa que tenía ante sí. Probablemente a él no le desagradara la idea de una mujer tan menuda, alguien a quien manipular fácilmente con la punta del dedo meñique.
Pero había otras cosas que los diferenciaban. La uva disfrutaba del baile, resultaba evidente por el brillo de sus ojos al mirar a las otras mujeres que esperaban en la fila. Él no sonreía mientras bailaba, pese a conocer perfectamente los pasos de la danza. No estaba disfrutando. Evidentemente, no era el tipo de hombre que gustara de bailes campestres. De hecho, era un hombre muy poco dado a cualquier tipo de placer.
Lo más sorprendente era que hubiera accedido a participar en una actividad tan vulgar.
Cuando llegaron al final de la fila y se encontraban a pocos metros de Juliana, Leighton la miró a los ojos. Fue un instante fugaz, apenas uno o dos segundos, pero la intensidad de su mirada, del color de la miel, hizo que Juliana notara un cosquilleo en el estómago. Aunque era una sensación a la que ya tendría que estar habituada, nunca dejaba de sorprenderla.
Siempre esperaba que su presencia dejara de afectarla. Que algún día aquellos escasos y fugaces momentos del pasado se convirtieran únicamente en eso,