Y entonces terminaría lo que había empezado hacía varios meses.
Y la levantaría de un modo completamente distinto.
Apretó los puños para evitar que su cuerpo actuara impulsado por su imaginación. No había nada más peligroso que satisfacer el molesto deseo que sentía por aquella mujer imposible.
Tan solo debía recordar que estaba en el mercado en espera de la duquesa perfecta.
Y la señorita Juliana Fiori nunca lo sería.
Por muy bien que encajara en su sillón favorito. Había llegado el momento de despertarla. Y de enviarla de vuelta a su casa.
3
«Los salones de las damas son un hervidero de imperfecciones. Las damas exquisitas no deben permanecer
en ellos mucho tiempo».
Tratado de las damas más exquisitas
«No hay ningún lugar más interesante en todo Londres que el palco junto a una sala de baile…».
El Folleto de los Escándalos, octubre de 1823
—¡Pensaba que tu temporada había terminado y que ya no habría más bailes!
Juliana se dejó caer en un sofá de la pequeña antesala del salón de las damas de Weston House y soltó un largo suspiro mientras se masajeaba el talón a través de su fina zapatilla.
—Y así debería ser. —Mariana, su amiga más fiel y recién acuñada duquesa de Rivington, se levantó el bajo de su elaborado vestido azul para inspeccionar el lugar donde había caído su dobladillo—. Pero mientras continúen las sesiones en el Parlamento, se prolongará la temporada de bailes. Todas las anfitrionas quieren que su festividad de otoño sea más impresionante que la última. Y tú tienes la culpa de todo —dijo Mariana tajantemente.
—¿Cómo iba a saber que Callie pretendía iniciar una revolución de la diversión en mi honor? —Calpurnia, la hermana de Mariana y cuñada de Juliana, había recibido el encargo de suavizar la presentación de Juliana en la sociedad londinense tras su llegada aquella primavera. Con el verano, la marquesa había reemprendido su tarea. Una oleada de bailes de verano y actividades había mantenido a Juliana en el ojo del huracán público, provocando que las otras anfitrionas de la alta sociedad permanecieran en la ciudad mucho después del final de la temporada.
El objetivo de Callie era encontrarle un buen partido. El de Juliana, sobrevivir.
Tras llamar con la mano a una de las jóvenes sirvientas, Mariana arrancó una hebra de hilo de su bolso de mano y se la entregó a la muchacha, quien ya se había arrodillado a su lado para reparar el daño. Mirando a Juliana a través del espejo, dijo:
—Tuviste suerte de haber podido declinar la invitación a la «extravagancia naranja» de Lady Davis de la semana pasada.
—Ella no lo llamó de ese modo.
—¡Claro que sí! Tendrías que haberlo visto, Juliana… Era una explosión de color, y no precisamente armonioso. Todo era naranja: la ropa…, los arreglos florales…, los sirvientes tenían libreas nuevas, por el amor de Dios… La comida…
—¿La comida? —Juliana arrugó la nariz.
Mariana asintió.
—Fue terrible. Todo era de color zanahoria. Un festín para conejos. Da gracias por no haberte encontrado bien.
Juliana se preguntó qué habría pensado lady Davis —una noble dama un tanto extravagante y bastante obstinada— si hubiera acudido a la fiesta llena de arañazos tras el encuentro con Grabeham de la semana anterior.
Sonrió tímidamente ante aquel pensamiento y se dedicó a devolver media docena de rizos rebeldes a su lugar original.
—Pensaba que, ahora que eres duquesa, no tendrías que soportar esos eventos.
—Yo también lo pensaba. Pero Rivington no es de la misma opinión. O, para ser más precisos, la duquesa de Dowager no es de la misma opinión. —Suspiró—. Si vuelvo a ver un cuerno de la abundancia, creo que no podré soportarlo.
Juliana se rio.
—Sí, debe de ser muy difícil ser una de las invitadas más deseadas del año, Mariana. Además de estar locamente enamorada de tu joven y atractivo duque, y tener a todo Londres a tus pies.
Los ojos de su amiga centellearon.
—Oh, es realmente agotador. Espera un poco y lo descubrirás por ti misma.
Juliana lo dudaba.
Mariana, apodada el Ángel de Allendale, no había perdido el tiempo a la hora de conocer y casarse con su marido, el duque de Rivington, en su primera temporada. Había sido el cotilleo del año, un encuentro amoroso cuasi instantáneo que había resultado en una boda espléndida y en un torbellino de compromisos sociales para la joven pareja.
Mariana era la clase de persona a la que la gente adoraba. Todo el mundo deseaba estar cerca de ella, y por eso nunca estaba sola. Había sido la primera amiga de Juliana en Londres; tanto ella como su duque habían decidido mostrar a los demás que la aceptaban, independientemente de su genealogía.
En la presentación pública de Juliana, Rivington la había reclamado para el primer baile, estampando en ella de forma instantánea el sello de la venerable aprobación ducal.
Tan distinto del otro duque que había asistido al baile aquella noche. Leighton no había mostrado la más mínima emoción aquella noche, ni cuando lo miró a sus ojos fríos del color de la miel desde el otro extremo del salón, ni cuando pasó por su lado de camino a la mesa de los refrigerios; ni siquiera cuando se encontró con ella en una sala privada alejada del baile.
Aquello último no era completamente cierto. En ese momento sí mostró emoción. Aunque no el tipo de emoción que ella esperaba.
El duque estaba furioso.
—¿Por qué no me dijo quién era?
—¿Tan importante es?
—Sí.
—¿Qué parte? ¿Que mi madre sea la descarriada marquesa de Ralston? ¿Que mi padre fuera un comerciante? ¿Que yo no tenga título?
—Todo es importante.
A Juliana la habían advertido sobre él. El duque del desdén, profundamente consciente del lugar que ocupaba en la sociedad, sin interés alguno por aquellos que consideraba inferiores a él. Era conocido por su actitud huraña, por su frío desprecio. Juliana había oído que elegía a sus sirvientes por su discreción; a sus amantes, por su carencia de emoción; y a sus amigos, por…, bueno, nada hacía pensar que el duque se rebajara ante algo tan mundano como la amistad.
Pero hasta ese momento, cuando descubrió su identidad, Juliana no había creído en las habladurías. Hasta experimentar en persona su infame desdén.
Había sido doloroso. Mucho más que las opiniones de todos los demás.
Y entonces Juliana lo había besado. Como una estúpida. Y había sido más que agradable. Hasta que él la apartó con una violencia que aún seguía avergonzándola.
—Es un peligro tanto para usted como para los demás. Debería regresar a Italia. Si se queda aquí, sus instintos la llevarán a la ruina más rápido de lo que imagina.
—Lo ha disfrutado —dijo Juliana con la acusación manteniendo a raya el dolor.
El duque le dirigió una mirada fría, calculadora.
—Por supuesto. Pero a menos que desee convertirse en mi amante, para lo que está más que capacitada… —Juliana jadeó, y él terminó la frase como si estuviera