—Es cierto lo que dicen acerca de los italianos.
Juliana se tensó ante sus palabras, que prometían un insulto.
—¿Que somos superiores en todos los sentidos?
—Que les resulta imposible admitir la derrota.
—Un rasgo que le resultó muy útil a Julio César.
—¿Y qué tal le va al Imperio romano hoy en día?
El tono casual y arrogante del duque hizo que tuviera ganas de gritar. De insultarlo. Y además en su propia lengua.
Era un hombre imposible.
Se miraron durante un buen rato; ninguno de los dos deseaba ceder, hasta que el duque dijo:
—Su hermano llegará en cualquier momento, señorita Fiori. Y ya se pondrá suficientemente furioso sin necesidad de ver sus manos ensangrentadas.
Juliana entrecerró los ojos y se fijó en las manos del duque: anchas y largas, rezumaban fuerza. Tenía razón, por supuesto. Juliana no tuvo más remedio que ceder.
—Le va a doler. —Sus palabras fueron la única advertencia antes de que le recorriera suavemente la palma de la mano con el pulgar, examinando la maltrecha piel, ahora con una costra de sangre seca.
Juliana cogió aire ante el roce de su piel.
Leighton alzó la cabeza al oír el sonido.
—Disculpe.
Juliana no respondió, sino que fingió comprobar el estado de su otra mano.
No iba a permitir que el duque supiera que no era el dolor lo que la había obligado a coger aire.
Por supuesto, era algo que esperaba: la innegable e inoportuna reacción que amenazaba con dominarla cada vez que lo veía. La súbita tensión cada vez que él se le acercaba.
Pura aversión. Estaba segura.
Se negaba a considerar cualquier otra posibilidad.
En un intento por realizar una fría evaluación de la situación, Juliana bajó la vista y se fijó en las manos del duque, casi entrelazadas con las suyas. La temperatura de la habitación aumentó súbitamente. Leighton tenía unas manos enormes, y Juliana se quedó maravillada ante sus dedos, largos y con las uñas perfectamente arregladas, cubiertos por un fino vello dorado.
El duque exploró con un dedo el feo cardenal que le había aparecido en la muñeca, con suavidad, y cuando ella levantó la cabeza, vio que tenía la vista clavada en la piel purpúrea.
—Ahora va a decirme quién le hizo esto.
Sus palabras estaban teñidas de una fría seguridad, como si esperara que Juliana accediera a su petición para que él, a su vez, pudiera hacerse cargo de la situación. Pero Juliana no iba a dejarse engañar tan fácilmente. Aquel hombre no era ningún caballero. Era un dragón. Un líder.
—Dígame, su excelencia, ¿cómo sienta creer que su voluntad solo existe para ser obedecida?
El duque la miró a los ojos y la irritación le oscureció el semblante.
—Dígamelo usted, señorita Fiori.
—No, no se lo diré.
Juliana volvió a bajar la mirada hasta sus manos. No era habitual que se sintiera endeble —sobrepasaba en altura a casi todas las mujeres y a muchos hombres de Londres—, pero al lado de aquel hombre en particular se sentía diminuta. Su pulgar era apenas más grande que el dedo meñique de él, donde lucía el sello de oro y ónice que daba fe de su título.
Un recordatorio de su relevancia social.
Y de la escasa relevancia de ella, claro.
Juliana levantó el mentón ante aquel pensamiento y se sintió invadida por una ardiente oleada de rabia, orgullo y humillación. En ese preciso instante, Leighton rozó su piel en carne viva con la húmeda tela de lino. La muchacha aprovechó la distracción que le proporcionaba el dolor y el escozor para proferir un indecoroso improperio en italiano.
El duque no detuvo sus atenciones mientras decía:
—Desconocía que esos dos animales pudieran hacer eso juntos.
—No tendría que haber oído eso. Es una grosería.
Leighton enarcó una ceja rubia.
—Resulta muy difícil no oírla cuando la tengo a escasos centímetros de mí y no deja de expresar su malestar a gritos.
—Las damas no gritan.
—Pues parece que las italianas sí. Especialmente cuando se están sometiendo a cuidados médicos.
Juliana tuvo que contener una sonrisa.
No era divertido.
Leighton bajó aún más la cabeza y se concentró en su tarea. Enjuagó la tela de lino en el cuenco de agua limpia. Juliana hizo una mueca al notar de nuevo la fría tela sobre su mano arañada, y él vaciló unos segundos antes de proseguir.
Aquella pequeña pausa intrigó a Juliana. El duque de Leighton no era precisamente famoso por su compasión, sino por su arrogante indiferencia, por lo que era sorprendente que se rebajara a llevar a cabo una tarea tan trivial como la de eliminar la tierra de sus manos.
—¿Por qué hace esto? —le preguntó ella de repente cuando el duque volvió a sumergir la tela en el cuenco.
Leighton no detuvo sus movimientos.
—Ya se lo he dicho. Su hermano se pondrá más que furioso. No hay necesidad de que, además, manche su ropa de sangre. Ni mis muebles.
—No. —Juliana sacudió la cabeza—. Quiero decir por qué me está curando usted. ¿No dispone de un batallón de sirvientes dispuesto a ejecutar cualquier tarea desagradable?
—Así es.
—¿Entonces?
—Los sirvientes cuchichean, señorita Fiori. Prefiero que el menor número posible de personas sepa que está usted aquí, sola, a estas horas de la noche.
Era solo un incordio para él. Nada más.
Tras un prolongado silencio, Leighton la miró a los ojos.
—¿No está de acuerdo?
Juliana se recuperó rápidamente.
—En absoluto. Es más, me sorprende que un hombre de su alcurnia y fortuna tenga sirvientes con tendencia al chismorreo. Imaginaba que habría encontrado el modo de despojarlos del deseo de socializar.
El duque torció un lado de la boca y sacudió la cabeza.
—Pese a estar ayudándola, se limita a encontrar nuevas formas de ofenderme.
Cuando Juliana respondió, lo hizo seria, con palabras sinceras.
—Discúlpeme si recelo de sus atenciones, su excelencia.
Los labios del duque se tensaron formando una línea recta. Le cogió la otra mano y reanudó sus cuidados. Ambos observaron mientras él eliminaba la sangre seca y la gravilla de la cara interior de la muñeca, descubriendo una carne rosada y tierna que tardaría varios días en curarse.
Sus movimientos eran gentiles pero firmes, y el roce del lino sobre la piel abrasada se hacía más soportable a medida que limpiaba las heridas. Juliana se fijó en que uno de los rubios rizos del duque le caía por la frente. Su semblante era, como siempre, severo y concentrado, como el de una de las apreciadas estatuas de mármol de su hermano.
Juliana se sintió invadida por un deseo familiar, uno que la dominaba siempre que él estaba cerca.
El deseo de agrietar aquella fachada.
Solo en dos ocasiones lo