El olvido del siglo XX es, en realidad, el producto de batallas mnemónicas (Zerubavel 2003) dentro de una historia del arte que ha construido filtros y jerarquías en y de la memoria, dando lugar a una nueva tradición basada al menos en tres mecanismos de filtro y selección.
El primero –explícitamente de género– era el victoriano, que podríamos definir como el esencialismo femenino. Este veía a las artistas inevitable y naturalmente dotadas de un rasgo femenino que las hacía incapaces para el gran arte, menos dotadas de talento y, por ello, no merecedoras de recuerdo. Es esta mirada la que arrastra la historia del arte del XX (Parker y Pollock 1981: 45), que, feminizando el talento, se traduce en devaluación. George Moore, un crítico de finales del XIX, autor en 1890 de Sex in Arts, queriendo elogiar la singularidad y el talento de Berthe Morisot, una de las más destacadas exponentes del impresionismo, en realidad, acababa rindiéndole un pésimo servicio:
El trazo de Madame Morisot es bastante poco relevante, como el de un principiante, pero, con todo, es un signo único e individual. Ha creado un estilo, y lo ha hecho confiriendo a su arte toda su feminidad; su arte no es una triste parodia del nuestro; tiene dentro toda su feminidad: dulce y graciosa, feminidad tierna y soñadora (ibídem: 42).
Parker y Pollock (ibídem: 44) definen como victorias pírricas estas formas de reconocimiento ambiguo, afirmando que «los escritos victorianos sobre mujeres artistas, si bien constatan su existencia, ponían también los cimientos para borrarlas».
El segundo filtro se relaciona con los géneros artísticos y sus destinos inestables. Los géneros lucrativos que las mujeres habían frecuentado durante el XIX, por ejemplo el retrato, pero también la novela, serán devaluados progresivamente por la crítica moderna, a favor de géneros más desinteresados respecto al dinero y al mercado, inspirados en las formas de gratuidad del art pour l’art, como la pintura abstracta y la poesía de vanguardia. Todo con la complicidad de una general «denigración de las artes y de la literatura del XIX» (Elliott y Wallace 1994).
Por último, el tercer filtro, el más evidente, se entrelaza con el género de quien explica legítimamente la historia, en nuestro caso del arte; o, mejor dicho, de quien la ha contado hasta hoy. El narrador ha sido durante mucho tiempo –y con frecuencia sigue siéndolo– de género masculino.
La relevancia, el peso y la responsabilidad del género de quien narra se muestran evidentes con las nuevas generaciones de historiadoras del arte que, declarando su posición parcial, han mostrado que se pueden multiplicar los puntos de vista y aumentar la riqueza de la visión. Desde los años 70 hasta hoy, precisamente estos múltiples puntos de vista parciales y multifocales han restituido las miradas de las denominadas minorías, largamente excluidas del mainstream del arte: por lo tanto, no solo las de las artistas sino también las de los artistas postcoloniales o de zonas marginales y periféricas, abriendo perspectivas tan nuevas y visiones teóricas y sacando de nuevo a la luz obras y figuras de genio y talento olvidadas.
HISTORIA DEL ARTE Y POSTMODERNISMO
Recuperar, evidentemente, no es suficiente. La omisión, por lo amplia que es, no se puede reparar solo haciendo historia aditiva, es decir, sumando los nombres de las muchas olvidadas y haciendo, por así decir, justicia a las excluidas; una integración así es «críticamente posible solo a través de una deconstrucción paralela de los discursos y de las normas de la propia historia del arte» (Pollock 1988, trad. it. en Trasforini 2000: 21) con una cautela metodológica señalada en su tiempo por Battersby (1993: 32), que hoy se puede considerar solo parcialmente superada. Decía Battersby:
En la medida en la que la noción del artista masculino como genio aislado exija un trabajo de deconstrucción, para las mujeres artistas el canon deconstructivo es prematuro. De hecho, en este caso la obra de arte tiene que ser, antes que nada, construida y reconocida como obra.
Construcción y deconstrucción de aquel periodo de investigaciones se han situado con pleno derecho en el marco más vasto de los Cultural, Gender y Feminist Studies, y presenta en más puntos afinidades teóricas con el denominado postmodernismo, en particular con la teoría de la «muerte del autor» mítico y héroe. La atención que se ha dirigido a los productores históricos y las condiciones que determinaban su trabajo y, por lo tanto, el hecho de hablar de mujeres y hombres en la producción de arte, han llevado a superar la abstracción de la definición de la muerte del autor, un tema caro también para la sociología del arte más radical, con su tendencia a eliminar al autor y destacar la producción colectiva.6 La atención al género en el arte, de hecho, da concreción a temas como el fin del universalismo del arte, el fin del autor y del artista héroe (Smith 1988), el relativismo de las experiencias y el descubrimiento del Otro, temas que el pensamiento postmoderno y el postestructuralista han hecho aparecer como muy abstractos.
Sin embargo, ni siquiera lo postmoderno está por encima de cualquier sospecha en las críticas de género, como señala quien se pregunta si esto no es un ulterior lugar único y, por ello, el ambiente de una nueva exclusión del género y de las mujeres (Owens 1992, Wolff 1993b, Perry 2004).7 Sea como fuere, la cadena de afinidades con el pensamiento postmoderno se interrumpe en una cuestión relevante, que es la política.
La lectura de género de los mundos de las artes, de hecho, también ha sido una crítica radical a la narración moderna, como lugar en el que las artistas precisamente han sido ignoradas y marginadas (Wolf 1990a). Justamente dicho carácter político distancia esta lectura, con tonalidades también polémicas, de las posiciones nihilistas del postmodernismo. Los análisis de muchas estudiosas feministas del pasado reciente y del presente quieren conservar un horizonte crítico y de transformación que no renuncia a reivindicar una mayor visibilidad y fuerza de negociación con las instituciones culturales y artísticas. Esta participación ha caracterizado desde principios de los años 70 sobre todo a la corriente estadounidense de crítica feminista del arte, como atestiguan las numerosas revistas y grupos surgidos en los años 70 y 80 del XX, marcados por un nuevo sentido de comunidad y por el intento de expresar un arte y una sensibilidad nuevos.
El fenómeno de protesta política más vistosa de los 80 fue el movimiento de las Guerrilla Girls, del que ya hemos hablado al principio de esta obra.8 Este grupo de artistas de Nueva York, nacido en 1985 y todavía activo, se ha hecho conocido por sus incursiones de guerrilla urbana en los museos, las galerías y a lo largo de las calles de la metrópolis americana –y hoy también en internet– para denunciar la ausencia o la infrarrepresentación de las artistas y de las minorías étnicas en los museos, las galerías y las revistas de arte. La visibilidad mediática del grupo resulta muy destacada porque sus miembros se visten de gorilas y así disfrazadas pueden mantener el anonimato para enfatizar el carácter político y no personal de sus acciones. Un importante resultado de estas luchas del movimiento feminista en el arte y en