[3] A las otras muchas razones (académicas, críticas, culturales, políticas) analizadas por De Cecco (2000) sobre el escaso interés italiano respecto a «mujeres y arte», se une otra circunstancia que tiene que ver con el encuentro (aún pendiente) en Italia entre arte, crítica, política y feminismo. Si en otros lugares este ha producido obras genealógicas y de investigación, en cambio, en Italia tiene una historia complicada, que ilustra y ejemplifica, en los años 70, la figura clave de Carla Lonzi. Joven y brillante crítica de arte, autora de Autoritratto (Lonzi 1969), libro basado en entrevistas a algunos artistas italianos, Lonzi con aquella obra fue una experimentadora radical de una nueva relación entre artista y crítico, anticipando teóricamente temas ligados al género, a la mirada, al goce del arte que entraría en las «agendas de investigación» en los años 80 y 90. Verificado entonces el fallo de aquel experimento teórico y existencial, que la relegaba a ella a «espectadora ideal» del artista, Lonzi abandonó definitivamente la crítica de arte para convertirse en una de las fundadoras del movimiento feminista (Franchi 2004, Iamurri 2006, Bertolino 2006).
[4] Véanse, por ejemplo, los artículos aparecidos sobre «Tema celeste» con el título de Arte al femminile («Tema celeste» 1993, Joelson, Scott y Lodi 1994).
I. |
¿Qué tipo de artista?
HISTORIAS ADITIVAS E HISTORIAS DECONSTRUCTIVAS
Recuperar a las muchas artistas olvidadas, restituyendo su nombre e historia, e incluso preguntarse sobre qué discursos creaban a la artista, es la doble cara de aquella historia del arte que, a partir de los años 70 del siglo xx, empieza a preguntarse hasta qué punto es relevante el género del artista. En aquellos años, las americanas Linda Nochlin y Ann Sutherland-Harris (1976) y otras muchas empezaban a excavar en el pasado para descubrir a las artistas olvidadas. Junto a Eleonor Tuft, que en 1974 reintegraba siglos de arte femenino a la historia del arte oficial y masculino (Tuft 1974), Germaine Greer (1979: 6), ya conocida autora de La mujer eunuco, recorría la carrera de grandes obstáculos de las artistas y, en una obra hoy todavía muy valiosa, se preguntaba: ¿cuál es y cuál ha sido la contribución de las mujeres en las artes visuales? ¿Ha habido pocas mujeres artistas porque no ha habido más? Si podemos encontrar un buen cuadro hecho por una mujer, ¿qué pasa con sus demás obras? ¿Hasta qué punto eran buenas las mujeres que se ganaban la vida pintando? Esta primera generación de estudiosas –la mayoría americanas y sobre todo feministas–, al denunciar las discriminaciones en los mundos del arte del pasado, pedía también cambios y una mayor visibilidad para las artistas contemporáneas (Petersen y Wilson 1976, Fine 1978, Hedges y Wendt 1980). En resumen, hablando del pasado se referían con fuerza también al presente.
En aquellos mismos años 80, una segunda generación de estudiosas inglesas, entre las que estaban Roziska Parker y Griselda Pollock (1981), con la crítica literaria, el psicoanálisis, la semiótica y el marxismo como referencia teórica, enmarcaban la cuestión de manera diferente, en un texto seminal incluso en el título, Old Mistresses («Viejas maestras»). A diferencia de Linda Nochlin, afirmaban que, a pesar de los muchos y graves límites, las artistas siempre han existido, que
[...] trabajan mucho, en número creciente, y a pesar de las discriminaciones [...] y con formas y lenguajes artísticos propios [...]. Pero, a causa de los efectos económicos, sociales e ideológicos de la diferencia sexual en la cultura occidental [...], las mujeres dentro de esta sociedad y cultura han hablado y se han comportado desde un lugar diferente.
Así pues, es necesario entender hasta qué punto el arte (occidental) está y ha estado condicionado por las construcciones de género o, mejor dicho, hasta qué punto las construcciones de género han contribuido a definir cada vez lo que es arte y lo que no lo es, a declarar quién puede convertirse en artista y a decidir qué y quién es recordado u olvidado, contribuyendo así a explicar por qué las artistas conocidas en su tiempo han sido olvidadas posteriormente.
Dando inmediatamente la razón a las dos estudiosas ingleses, la propia Nochlin (1994: 11) ha explicado las sorpresas y las emociones vividas en la preparación, junto a Ann Sutherland-Harris, de la primera gran muestra del 1976 en el Los Angeles Museum of Arts, titulada Women Artists: 1550-1950 (Nochlin y Sutherland-Harris 1976): de los sótanos y los depósitos de los grandes y pequeños museos europeos y americanos, habían visto salir a la luz las obras de muchas artistas del pasado,
maravillosamente creativas, extremamente competentes y decididamente interesantes. Y algunas de ellas habían sido apreciadas y admiradas en su país natal, aunque no pudieran ser consideradas superestrellas internacionales.1
Las dos perspectivas que identifican a las dos generaciones de estudiosas, pero también los dos ámbitos culturales y geográficos –Estados Unidos y Europa–, se contradicen solo aparentemente; en el descubrimiento de la «mujer artista», parecen destacar diversos momentos y diferentes sensibilidades, teóricas y políticas, más que crear contraposiciones. En efecto, tal distinción generacional y geográfica, aunque es reduccionista,2 tiene el mérito de ofrecer una brújula a quien hoy se aventure en el complejo y ya vasto territorio crítico que tiene que ver con la relación entre mujeres y arte, restituyendo el mapa de preguntas, relaciones y cambios que han recorrido este tema en los últimos treinta años del siglo XX (Timeto 2005). Junto a las temáticas de discriminación y marginación y a la del descubrimiento extraordinario y continuo en las diferentes épocas, surge la responsabilidad de los discursos, y en consecuencia de las teorías, al definir caso a caso el canon, es decir, lo que es arte y lo que no, al declarar la existencia o no de artistas y al decidir qué se recuerda u olvida.
En cualquier caso, los numerosos estudios sobre artistas en diferentes épocas y movimientos producidos desde los años 70 hasta hoy son, en efecto, difícilmente ubicables en una posición más que en otra y dibujan un panorama de miradas rico y articulado. Da testimonio de ello la serie de nombres de estudiosas –se trata mayoritariamente de mujeres– que han analizado zonas y momentos de la historia del arte habitados por mujeres, descubriendo su existencia en todas las corrientes más importantes.3
El balance de las dos líneas de investigación, la de la recuperación o aditiva –como la llaman las historiadoras– y la epistemológicodeconstructiva –esto es, quién ha definido qué– han llevado a algunos logros importantes.4 En primer lugar, se ha subrayado el papel de las instituciones y de las relaciones sociales en la creación de artistas mujeres y hombres o en la situación de estar en condiciones de producirlos (o producirlas) y de ser recordados (o recordadas), junto a la relevancia de las construcciones de género –es decir, lo que es pertinente y adecuado para hombres y mujeres– al crear la oportunidad o los obstáculos para la participación de las mujeres en la producción artística y cultural. Frente a la sistemática omisión de referencias y recuerdos de artistas importantes y menos importantes, la narración del arte de los siglos XIX y XX se ha mostrado cada vez más como historia de sujetos, de identidades y de representaciones (Wolff 1981, trad. it. 1983: 62-63, Arbour 2000: 125). El conjunto de estos estudios indica, finalmente, la necesidad de revisar los contextos históricos y culturales que han definido a la mujer y al hombre artista y de preguntarse sobre los lugares sociales desde los que ellos/ellas miraban y producían.
EL TIEMPO VACÍO Y LOS FILTROS DE LA MEMORIA
La reescritura de páginas enteras de la historia del arte da una idea solo parcial de la eliminación realizada. Frente a textos clásicos, como el de Gombrich o el de Janson, por ejemplo, que no citaban a una sola artista