Inglaterra, con su «Constitución Antigua», reflejaba ese ideal hacía tiempo; y los estados que emergieron del periodo revolucionario con constituciones escritas se atuvieron claramente a esos principios. En la Francia de la Restauración se prefijó el Código Civil, que, confirmado en la Carta de 1815, encarnó de forma dual la voluntad nacional. En el caso de Alemania, la historia y el derecho (junto a la política) acabarían por encomendarse a la acción militar para lograr la unidad nacional, obtener legitimidad y por defender un punto de vista sistemático, más que histórico, a la hora de dotarse de un código nacional a finales de siglo, como hizo de hecho Savigny en su última obra, inacabada (Savigny, 1840, I).
En esas condiciones y con esas pretensiones, los juristas siguieron elaborando una teoría sobre su posición preeminente en calidad de intérpretes de la tradición jurídica y constitucional, así como de árbitros en los conflictos económicos, sociales y políticos (Arnaud, 1973). Como miembros de una comunidad intelectual que ellos mismos remontaban a la Antigüedad, los juristas se basaban en su experiencia profesional y en sus conocimientos de filosofía jurídica para juzgar la naturaleza y el destino de las estructuras políticas. «Estudiar teoría política moderna francesa es estudiar a los juristas», escribió Ernest Barker, y «estudiar teoría política alemana también es estudiar a los juristas»[11]. Es lo que ocurrió en Francia y Alemania en los periodos revolucionario y posrevolucionario. Barker no creía que hubiera sido el caso en Inglaterra, pero Stefan Collini ha defendido lo contrario y es un argumento bastante plausible en el caso del siglo XIX, si tenemos en cuenta no sólo la obra de Austin y de académicos juristas como Maitland y Dicey, sino asimismo a Henry Sumner Maine y J. F. McLennan, que basaban sus investigaciones etnológicas y su interpretación de las estructuras políticas y sociales en el derecho.
A principios del siglo XIX el derecho y la historia se podían adaptar a las ideas de los reaccionarios y de los defensores del statu quo, pero historiadores y juristas estaban profundamente implicados en un tipo de acción y en un pensamiento político que cubría todo el espectro ideológico. En Francia, la Revolución liberal de julio de 1830 se ha descrito como una «revolución de juristas», pero al igual que en la primera Revolución francesa, los juristas también eran capaces de giros radicales; de hecho, fue un patrón en los años anteriores a las revoluciones de 1848. Un antiguo profesor de derecho lideró los levantamientos de Brunswick en 1830 y de Fráncfort en 1833, y tanto Marx como Mazzini pasaron de la teoría a la «praxis» abandonando sus carreras de juristas y haciéndose periodistas y activistas políticos. Los historiadores y los juristas destacaron en el Parlamento de Fráncfort de 1847, antes de la oleada de revoluciones del año siguiente que decepcionó a los intelectuales de prácticamente todas las tendencias ideológicas.
La importancia de la historia para el pensamiento del siglo XIX fue reconocida por intelectuales de las más diversas tendencias ideológicas. En palabras de Auguste Comte: «El presente siglo se caracteriza, sobre todo, por la indudable preponderancia de la historia en filosofía, en política e incluso en poesía»[12]. La idea del desarrollo –«esa influencia», señalaba Acton, «a la que se ha dado los deprimentes nombres de historicismo o mentalidad histórica» (Acton, 1985, p. 543)– ya era fuerte antes de que la reforzaran el Romanticismo, el nacionalismo y los sentimientos contrarrevolucionarios. Desde mediados del siglo XVIII la teoría de las «cuatro etapas» de la historia convergía con ideas sobre el progreso material para proporcionar una perspectiva de futuro útil y satisfactoria a las clases comerciales e industriales (Meek, 1976). Evidentemente, era una perspectiva a la que se podía dar un uso revolucionario. De hecho, Marx usó la filosofía burguesa de la historia, formulada por Guizot entre otros, para la causa de la clase obrera y su propia contraconciencia. La historia ofrecía una amplia gama de perspectivas y genealogías a las nacionalidades, clases, partidos y grupos de todo tipo; y en siglo XIX se convirtió en la forma más usual de autoidentificación y entendimiento.
En la segunda mitad del siglo, el estudio de la historia cobró mayor fuerza cuando se empezó a proclamar su estatus científico y profesional. La Geschichtswissenschaft no se basaba sólo en métodos críticos o documentales, sino asimismo en ideas derivadas de la teoría darwinista de la evolución (Blanke, 1991). Además, esta «ciencia de la historia», asociada sobre todo a los escritos y enseñanzas de Leopold von Ranke, adquirió más fuerza y prestigio gracias a sus crecientes lazos con el servicio del Estado y la elite política. El aforismo «la historia es política del pasado» es de origen inglés, pero se usaba igualmente en otros países europeos. A finales del siglo XIX el darwinismo, sobre todo en su modalidad «social», también reforzó la importancia de la historia en el ámbito de la naturaleza humana y, para bien o para mal, de sus transformaciones históricas.
Las ideas de la izquierda eran algo diferentes. En esta época de la odiada «monarquía burguesa» y del Vormärz alemán –de terremotos causados por las divisiones de clase y por las revoluciones–, el juridicismo y el gradualismo histórico fueron perdiendo atractivo para los activistas que querían hacer temblar el mundo y dejaron de aplicarlos a los ideales de revolución social y nacional que defendían. De modo que el pensamiento político se desvinculó de las ideas convencionales del derecho y de la historia y entró en una fase activa. Karl Marx, por ejemplo, rechazaba que el derecho y la jurisprudencia fueran expresiones de intereses e ideologías primero feudales y luego burguesas; tras 1848, llegó incluso a dudar de la «historia» misma, puesto que no había procedido de acuerdo con su plan (LaCapra, 1983, pp. 268-290).
Las fuerzas del cambio histórico ejercían efectos perturbadores sobre las tradiciones jurídicas y el derecho. En la generación anterior a las revoluciones de 1848, muchos activistas hallaron en el derecho la base de una revolución continua –es decir, «social»– que permitía extender la fase política de la década de 1790. Esto es especialmente cierto en el caso de la nueva generación –la tercera, según Guizot–, que tantos movimientos «juveniles» desató en Europa entre 1815 y 1848 (Guizot, 1863, introd.)[13]. Algunos miembros de la escuela histórica, como Pellegrino Rossi, y de la escuela filosófica, como el joven Marx y el joven Proudhon, iniciaron su andadura con su fe en el derecho intacta, esperando alcanzar los ideales de justicia social encarnados en la antigua tradición jurídica (Kelley y Smith, 1984; Proudhon, 1994, introd.).
Todos ellos (y muchos de sus pares) acabaron decepcionados y se distanciaron de lo que consideraban el moralismo hipócrita de la jurisprudencia y del statu quo que el derecho estaba llamado a preservar. A finales de la década de 1830, Marx criticaba lo que denominaba la «metafísica del derecho» y la «oposición jurídica entre ser y deber ser» y (atacando con fruición a la escuela histórica de Gustav Hugo) rechazaba el derecho y la tradición jurídica como expresiones «ideológicas» en el sentido peyorativo del término (Kelley, 1978). Muchos pensadores de aquella generación compartían esta idea, incluido Proudhon, que también había partido del derecho y también acabó buscando medios más científicos y eficaces de entender y afrontar la tenebrosa «cuestión social».
Al abandonar los ideales vacuos de la jurisprudencia, ambos jóvenes activistas se volcaron en lo que Marx denominó los «nuevos dioses» de la economía política. «¿Cómo pueden estos hombres –preguntaba Proudhon refiriéndose a los juristas–, que no tienen ni la más mínima noción de estadística, cálculo de valor o economía política, darnos los principios de la legislación?» (Proudhon, 1993). La economía política era «la ciencia social por excelencia», afirmaba Pellegrino Rossi; y Proudhon, quien había