Para quienes preferían una interpretación estricta, el Código seguía siendo una expresión de la voluntad soberana. En las discusiones preliminares, el comité de redacción se enfrentó al problema de las lagunas temporales en la comunicación de las normas jurídicas, que, una vez propuestas, tardaban dos semanas en publicarse y en entrar en vigor. Napoleón, que asistió a muchas de estas reuniones, afirmó que eso era «una ofensa a la voluntad nacional» (cfr. Kelley, 1984, p. 43)[2]. Los redactores del Código llegaron al acuerdo de hacer los cálculos del tiempo necesario para comunicar a las provincias las órdenes legislativas (un día para cada veinte leguas a partir de París desde el primer día y, desde el Département del Sena, a partir del tercer día). De manera que la voluntad general mutó rápidamente en voluntad imperial, que emanaba concéntrica y matemáticamente de su fuente legislativa y se proyectaba sobre su fundamento nacional en forma de moral y obediencia.
La obsesión con una voluntad general revolucionaria, consular e imperial explica la suspicacia de Napoleón ante abogados y jueces. Al igual que Justiniano, Napoleón prohibió cualquier interpretación de su Código y, de hecho, la primera vez que se mencionó el asunto en las discusiones preliminares, los juristas imperiales expresaron su horror ante la posibilidad de que los jueces pudieran alterar la voluntad legislativa (cfr. Kelley, 2001). Según una máxima antigua, la interpretación de la ley estaba reservada al legislador. Los redactores bonapartistas advertían que, si se ignoraba esa regla, se volvería a los abusos del Antiguo Régimen, al antiguo imperio feudal, a causa del bucle creado por la interpretación judicial (Fenet, 1827, VI). Napoleón creía que, pese al cuidado con el que actuaba la escuela de interpretación literal, el denominado «culto de 1804», eso era exactamente lo que ocurriría si se reinstauraba la abogacía; si se seguía acumulando jurisprudencia; si los maestros de derecho de la nueva Université napoleónica disputaban entre sí alterando el carácter de la norma; si los historiadores analizaban las complejidades de la historia de la misma y si los debates internacionales sobre la naturaleza de la ley minaban la sencilla teoría de la soberanía legislativa[3].
Retrospectivamente, lo que era cada vez más evidente no era tanto lo que había destruido la Revolución como las continuidades y pervivencias que resurgieron con la Restauración. En parte era la antigua tradición jurídica, que había logrado sobrevivir de manera oficiosa en tiempos de la Revolución primero y durante la reactivación bonapartista después, una tradición cuya mentalidad llevaba consigo mucho de la teoría y la práctica jurídica del Antiguo Régimen. El derecho revolucionario e «intermedio» recurrían al precedente, las partes principales del articulado del Código de Napoleón se basaban en la obra de R. J. Pothier y de otros juristas del antiguo orden, y los juristas y magistrados de la Restauración decidieron reforzar deliberadamente los vínculos con los padres fundadores de su gremio (A.-J. Arnaud, 1969).
Juristas como Portalis, P. P. N. Henrion de Pansey, Charles Toullier y P.-J. Proudhon reestablecieron o reforzaron, de formas diversas, las continuidades jurídicas con las tradiciones feudales, corporativas y parlamentarias del Antiguo Régimen. Historiadores franceses como Augustin Thierry, François Guizot y Jules Michelet desarrollaron proyectos paralelos en el ámbito de la historia académica y de la «resurrección», en palabras de Michelet (Kelley, 1984, pp. 93-112, 2003, pp. 141 ss.).
Esta visión continuista tenía, en parte, un fundamento político, sobre todo entre los adversarios y víctimas de las políticas revolucionarias y bonapartistas. Las opiniones conservadoras de Portalis se oyeron por vez primera en los debates preliminares para la redacción del Código, pero se siguieron expresando durante toda la Restauración. Portalis rechazaba las «falsas doctrinas sobre el contrato social y la soberanía, así como las falsas premisas de la libertad extrema y la igualdad absoluta». Lo que Portalis recomendaba al comité era elaborar el texto del Código del Pueblo Francés, como lo llamaban en origen, atendiendo a la reforma gradual de leyes e instituciones, basándose en la experiencia práctica y no en la perfección teórica. En contra de la mentalidad revolucionaria que exigía una utopía de la noche a la mañana, Portalis proclamó la necesidad de «honrar a la sabiduría de nuestros padres, que dieron forma al carácter nacional»[4].
En opinión del magistrado émigré Bernardi, la ley no era la creación de un único gobernante sino «la acumulación de la razón de todos los siglos» y el «producto de las grandes revoluciones que habían tenido lugar en Europa durante el siglo XVI en religión, política e incluso literatura», convirtiendo a aquella época en una de las más memorables de la historia moderna (Bernardi, 1803, p. 3). Bernardi mencionaba los nombres no sólo de Burke, sino también de Claude de Seyssel, cuya Monarquía de Francia (1515) celebraba el carácter conservador y equilibrado de la «constitución» francesa (es el término que usa Bernardi). La comparaba con el absolutismo romano, el equivalente al «dominio corso» y a los «veinticinco años sin ley» de tiempos del propio Bernardi, que rechazaba la denominada (sin razón) «revolución» de su época.
Henrion de Pansey tenía una deuda similar con la vieja tradición jurídica. Se inspiró en Charles Dumoulin, el príncipe de los juristas del siglo XVI. Henrion alababa Francia por ser una «monarquía temperada» sometida a «leyes fundamentales» (Henrion de Pansey, 1843; cfr. Salmon, 1995). Tanto durante el periodo bonapartista como después, defendió el principio de la judicatura vitalicia y (citando, entre otros, a Montesquieu) afirmó que el príncipe nunca debía interferir con la «autoridad judicial». Fue magistrado durante el gobierno de Napoleón y presidente del Tribunal de Casación hasta su muerte, en 1829. Le compensaron por sus esfuerzos con una membresía honoraria en la «Escuela Histórica del Derecho», que no contó con discípulos en Francia hasta 1815[5].
LA NUEVA HISTORIA EN FRANCIA
Antes de la Revolución, juristas e historiadores celebraban juntos las glorias y continuidades de la historia de Francia. Una de las expresiones más extraordinarias de este tradicionalismo es el resumen erudito de la historia constitucional francesa elaborado por Marie-Charlotte-Pauline Robert de Lezardière, publicado en 1792 bajo el título de Théorie des lois politiques de la monarchie française. Lezardière elogiaba la herencia germánica de la monarquía francesa y su «constitución política», término al que da un sentido similar al recomendado por Burke en la misma época (Lezardière, 1844; Carcassonne, 1927). Pocos libros se han publicado en un momento peor, y este nació muerto en el primer año de la República francesa. Medio siglo –y dos revoluciones– después, sin embargo, revivió gracias a Guizot, que logró publicarlo en 1844, cuando él y colegas suyos como Augustin Thierry y Jules Michelet ya habían dado forma a la «nueva historia» de la Restauración.
Durante la Restauración, cuando los académicos románticos empezaron a cobrar interés por el pasado medieval de la nación, el auge del anticuarismo reforzó el tradicionalismo jurídico (Gooch, 1913, pp. 130 ss.; Kelley, 2003; Mellon, 1958; Moreau, 1935; Reizov, s.f.; Stadter, 1948; Walch, 1986). Políticamente, quien tuvo mayor importancia fue sin duda Guizot, que se labró una gran reputación como historiador de la civilización antes de dedicarse a la política en 1830. Como afirmó en una clase durante un curso impartido en 1820: «Vamos a considerar las instituciones políticas de Europa a partir de la fundación de los estados modernos, desde la óptica del nuevo orden político surgido en la Europa de nuestros días […] En contra de nuestra voluntad y sin nuestro conocimiento, las ideas que ocupan el presente nos seguirán a cualquier parte del pasado que elijamos estudiar» (Guizot, 1852, p. 521). Según Guizot, que adoptaba un punto de vista deliberadamente whig, la lección que la política podía extraer de la historia era el gradualismo, y de ahí que «estuviera ansioso por combatir las teorías revolucionarias y por suscitar interés y respeto hacia el pasado histórico de Francia» (Guizot, 1858-1859, I, p. 300). Antes de la Revolución