Lo que estaba en juego eran dos concepciones de la razón jurídico-política. La de la escuela filosófica, que la identificaba con sistemas universales y abstractos, y la de la escuela histórica, que entendía que la razón humana era experiencia acumulada de siglos de evolución cultural. Para los críticos del racionalismo, como Herder y Portalis, la historia no era sólo la expresión de esa experiencia, sino también una crítica (en el caso de Herder, una «metacrítica») a la «razón pura» asociada a Kant y, más vulgarmente, a los jacobinos, bonapartistas y radicales como Tom Paine, quien rechazaba el discurso antirrevolucionario de Burke y quería «llegar con el hacha hasta la raíz» (Paine, 1989b, p. 70). Esta era la actitud que Savigny deploraba. «Sólo a través suyo [de la historia] puede establecerse un vínculo vivo con el estado primitivo del pueblo», afirmaba, «y la pérdida de esa conexión arrebata a cualquier pueblo la mejor parte de su vida espiritual» (Savigny, 1831, p. 136). Era exactamente lo que había ocurrido tras la Revolución en Francia y lo que Napoleón había sistematizado y convertido en dogma.
Estos fueron algunos de los temas controvertidos suscitados por el manifiesto de Savigny, que se recogen en los panfletos de A. W. Rehburg y, sobre todo, de A. F. T. Thibaut (un colega de Hugo en Heidelberg), que defendían la redacción de un código general para Alemania. El desacuerdo real entre Savigny y Thibaut no era que uno tendiera a la historia y el otro a la filosofía (Thibaut también defendía su postura desde un punto de vista histórico), sino la forma de entender adecuadamente la historia moderna[7]. Savigny no creía que los tiempos estuvieran maduros para la redacción de un código, mientras que Thibaut afirmaba que el derecho civil moderno trascendía las limitaciones locales del Volksgeist en sus primeras formas. ¿Estaba preparada Alemania para convertirse en un Estado nacional unificado con su propio sistema jurídico? La cuestión no se zanjó sino en 1900, con la entrada en vigor del Código Civil alemán.
En la primera mitad del siglo XIX, Savigny tenía muchos discípulos fuera del ámbito de la profesión jurídica y de Alemania. Lingüistas historiadores como Jacob Grimm (que había estudiado con Savigny en Berlín) y economistas políticos como Wilhelm Roscher aplicaron las premisas y prejuicios de Savigny en sus propias líneas de investigación para reforzar la defensa de la educación para el pueblo –el Volk, la contrapartida alemana a la nation francesa–. Políticamente, la Escuela Histórica se parecía bastante a la filosófica; Savigny ejerció una influencia similar a la de Hegel, su gran rival en la Universidad de Berlín: ambos tenían discípulos de izquierdas y de derechas. En Francia los seguidores de Savigny esperaban que sus doctrinas pudieran complementar la «revolución social» inacabada, mientras que otros asociaban su historicismo exclusivamente a la creación de un Estado nacional autoritario (Kelley, 1984a). Apreciamos la misma divergencia, incluso más radical si cabe, en la progenie intelectual de Hegel.
La influencia de la Escuela Histórica alemana llegó incluso al Nuevo Mundo, que evidentemente no estaba lastrado por un pasado feudal como Europa, pero, aun así, mostraba un patrón de evolución similar. «El derecho norteamericano surgió de la necesidad, no de la sabiduría de los individuos», escribió George Bancroft (quien había estudiado en Alemania) refiriéndose al periodo de la Revolución norteamericana. «No fue un legado de ultramar; surgió de la mente americana como algo natural e inevitable, pero por medio de una evolución lenta y gradual. La idea sublime de una nación unida aún no había nacido» (Bancroft, 1876, IV, p. 568).
En vísperas de la Revolución francesa, el pensamiento político alemán bebía en la tradición jurídica de diversas formas. La idea del Estado de derecho (Rechtsstaat), acuñada por K. T. Welcker en 1813 y popularizada por Robert von Mohl, era una alternativa atractiva (y en cierto sentido apolítica) al Estado absolutista o arbitrario (Polizeistaat) y al basado en la voluntad popular (Volksstaat) de Rousseau y Robespierre. Esta ciencia jurídica del Estado (Staatswissenschaft) sugería la posibilidad de una vía media entre progreso y reacción, y se vio reforzada por la labor de constitucionalistas como K. S. Zachariae, que defendía la «antigua constitución» germánica con sus libertades anejas comparables a las alabadas por ingleses y franceses (Kreiger, 1957, p. 253; Stahl, 1830; Whitman, 1990, pp. 95-96, 141-143).
Cuando intentaron dilucidar la base adecuada para un gobierno tan moderado surgieron desavenencias en las filas de la Escuela Histórica y del «nuevo profesorado» del siglo XIX. Por un lado, estaban Savigny y sus partidarios, que afirmaban que la «recepción» del derecho romano había empezado en el siglo XV y que la tradición «moderna», al basarse en la recepción del usus modernus Pandectarum de Justiniano, requería una estructura jurídica romanista. Por otra parte, estaban los disidentes, incluidos el antiguo discípulo de Savigny Jacob Grimm, que consideraba que lo importante era la costumbre alemana creada por el pueblo, y su excolaborador Eichhorn, que fundó una nueva revista «germanista» en 1839 (Mittermaier, 1839). Según C. J. A. Mittermaier, otro desertor del bando de Savigny: «Nuestro derecho es contrario a la conciencia nacional, a las necesidades, las costumbres, las actitudes y las ideas del pueblo»[8]. Su concepción democrática del derecho no tenía nada que ver con la del seguidor de Savigny G. F. Puchta, que en su libro sobre derecho consuetudinario afirmaba que la costumbre era en realidad una creación de los juristas, no del Volk, aunque entendía que, aun así, encarnaba el espíritu nacional (Beseler, 1843; Puchta, 1828).
CONSERVADURISMO Y RADICALISMO EN INGLATERRA
En Inglaterra existía una estrecha y venerable alianza entre la historia y el derecho, inherente a la tradición del derecho común y de la «constitución antigua». Para Edmund Burke, en cuya obra se basó Savigny, la historia era «un gran libro […] desplegado para nuestra instrucción, del que extraer los materiales de la sabiduría futura de entre los errores del pasado y las flaquezas humanas» (Burke, 1969, p. 247; Blakemore, 1988). Burke comparaba 1789 con 1688. «Nuestra revolución», afirmaba, «se llevó a cabo para preservar nuestras antiguas e indisputables leyes y libertades; la Ancient Constitution, en la que se basa nuestro gobierno, es nuestra única garantía de ley y libertad» (Burke, 1969, p. 117). Burke hacía una comparación injusta entre el ejercicio del derecho en Francia e Inglaterra, señalando que la «ciencia de la jurisprudencia […] es la razón acumulada de los tiempos», no una tarea que emprender con la «mera apoyatura de la metafísica de un estudiante, o las matemáticas y aritmética de un recaudador de impuestos» (Burke, 1969, pp. 193, 299).
Burke hablaba de política al modo francés, pero podría haber aplicado sus críticas a las doctrinas utilitaristas de Jeremy Bentham, cuyas ideas sobre la codificación lo distanciaban tanto de la escuela filosófica como de la histórica. El concepto de derecho de Bentham se basaba en una teoría psicológica que soslayaba o evitaba toda noción de conducta colectiva más allá de los impulsos y metas individuales. «¡Oh, extraña simplicidad!», exclamaba, «al servicio de la belleza, la sabiduría, la virtud, ¡de todo lo que es excelente!»[9]. Aunque rechazaba las ideas jacobinas sobre la naturaleza humana, Bentham se mostraba conforme con algunas de sus nociones radicales en torno a la reforma jurídica. Le gustaba sobre todo la eufórica sugerencia planteada por Adrien Duport en los debates sobre el «nuevo orden judicial» de 1791, de que la nueva sociedad podría prescindir de los profesionales del derecho: «¡No más jueces!», exclamaba. «¡No más tribunales!»[10]. Esto casaba bien con el ideal benthamiano de que «todo hombre es su propio abogado».
Bentham despreciaba a los abogados profesionales y su cauto tradicionalismo. Ridiculizaba la «sabiduría de nuestros ancestros», a la que calificaba de «cuento chino», y denominaba al miedo a la innovación «el argumento del coco [hobgoblin]» (Larrabee, 1952, pp. 34, 43). Bentham consideraba a William Blackstone un mero expositor y anticuario cuya doctrina, más que falsa, carecía de sentido.