El liberalismo de la Restauración francesa puede definirse, a grandes rasgos, como la voluntad de impugnar las exigencias legitimistas demandando el imperio de la ley y un gobierno representativo. Todo ello se pedía desde presupuestos impecablemente antirrevolucionarios. Había que denunciar cualquier conjunto de ideas salpicado de ateísmo, materialismo o egoísmo –nociones vinculadas inexorablemente a los excesos revolucionarios en la resbaladiza pendiente del debate de la Restauración–. Sin embargo, los idéologues y sus seguidores ligaban orgullosamente la metodología de la economía política francesa a la filosofía sensualista del siglo XVIII. De manera que la economía política participó con desventaja en los debates de la Restauración[4]. De hecho, lo más característico del liberalismo francés posrevolucionario fue, en palabras de George Kelly, «una reespiritualización de su base filosófica; un distanciamiento de la idéologie de Destutt de Tracy y un acercamiento a una versión más voluntarista e idealizada de la libertad humana» (Kelly, 1992, p. 2). Inspirándose en la filosofía alemana, los liberales más influyentes de la academia y la política compartían las eclécticas sensibilidades filosóficas de Victor Cousin.
Estos liberales no se oponían en absoluto a las bases jurídicas del orden liberal, ni a los derechos económicos, pero rechazaban el método de la economía política y les repelía la idea de centrarse en el interés propio como fundamento de regularidades cíclicas en la vida social. Su característica defensa de la propiedad y de la búsqueda de la riqueza estaba imbuida de una preocupación casi obsesiva con la reconstrucción de las virtudes de la responsabilidad personal y el deber público. Defendían una idea peculiar de los derechos de propiedad, que consideraban por ejemplo necesarios para la plenitud de los deberes propios del esposo, de la mujer y de los niños. El esfuerzo individual y la búsqueda del propio interés eran algo natural, pues resultaban imprescindibles para garantizar la seguridad y la independencia de la familia[5]. Los doctrinarios liberales se distanciaron del «egoísmo» económico y se centraron en la idea del deber moral. También hicieron una importante crítica a los métodos de la economía política, calificándolos de ahistóricos y parciales. François Guizot, por ejemplo, desarrolló una perspectiva de la historia en la que el progreso moral y político se veía limitado por las posibilidades inherentes a la situación social de un pueblo: sus clases, sus relaciones de propiedad, las interacciones económicas, las costumbres y tradiciones. Los pensadores políticos debían analizar el Estado social democrático surgido en Francia y organizar una expresión política adecuada del pouvoir social. Considerada al margen de una visión más completa del état social, la economía política era una ciencia estéril. Incluso cuando la definición del ámbito de lo «social» por parte de los doctrinarios reforzó su aceptación en los debates posrevolucionarios, la atención que dedicaban al cambio institucional desde una perspectiva histórica los distanció de consideraciones transhistóricas o transculturales de las leyes sociales y, de paso, de cualquier aproximación científica a la sociedad y a la economía.
De manera que, excepción hecha de una pequeña secta librecambista deudora de Say y de los idéologues, los liberales franceses eligieron la teoría moral ecléctica o el relato de los doctrinarios de una civilización progresiva, en vez de recurrir a elaboraciones científicas de la sociedad o la economía para plantear sus exigencias de reformas políticas[6]. Quienes más debatían en torno a las pretensiones científicas de la economía política eran los reformistas sociales católicos, a veces con impecables vínculos legitimistas. Este grupo también planteó una alternativa explícita al interés de la economía política por el individuo: una concepción de lo «social» como base del entendimiento netamente científico de la interdependencia humana.
Los reformistas conservadores franceses, que se interesaban por la caridad pública, las prisiones y la sanidad pública, se ponían especialmente nerviosos cuando oían que las leyes de las ciencias sociales inevitablemente generaban pobreza industrial porque, en el contexto francés, la idea de una clase permanentemente empobrecida invocaba terroríficas imágenes del peuple revolucionario. A muchos de estos reformistas les obsesionaba y repelía a la vez el ejemplo inglés como presagio de las nefastas consecuencias de un desarrollo sin restricciones (Reddy, 1984). Situaban el origen de la plaga industrial del paupérisme en los efectos transformadores del desarrollo mismo y, de centrarse en la mendicidad del trabajador agrario (un tema recurrente en los pensadores del siglo XVIII), pasaron a hacerlo e incidir en la peligrosa situación del trabajador industrial urbano. Y lo que era más importante: llegaron a la conclusión de que había que revisar a fondo una «ciencia» de la economía política que consideraba semejantes resultados algo natural. Sismondi, por ejemplo, explotó con habilidad las amenazadoras contradicciones inherentes a una ciencia del placer que generaba dolor. Hizo un retrato de la población urbana predestinada por las leyes de la economía (no por las debilidades de su carácter) a caer en la amenazadora condición del proletariado moderno (Sismondi, 1975, pp. 158, 198). En su Mémoire sur la conciliation de lʼéconomie politique et de lʼéconomie charitable ou dʼassistance, P. A. Dufau comparaba la tarea de especificar un método para la economía política con perderse en un laberinto. Afirmaba que era contradictorio y, por lo tanto, acientífico sostener a la vez que la pobreza moderna era consecuencia del funcionamiento insoslayable de las leyes de la economía, y que la ciencia de la economía política no era capaz de diseñar formas de combatir la pobreza ni debía hacerlo, cuando la tarea más urgente de la ciencia social debería precisamente consistir en hallar una salida a toda esa confusión (dédale) (Dufau, 1860, p. 106). Muchos reformistas de clase media entendieron que este hilo teórico, que los sacaba del supuesto dédalo, era una forma de entendimiento científico diferente, denominada a menudo économie sociale. En la acepción de Sismondi, el término puede definirse como una ciencia que trasciende y a la vez reorienta a la economía política[7].
Se aprecia la existencia de ciertos temas comunes relacionados con las necesidades objetivas de la sociedad en los escritos de los denominados economistas franceses de las décadas de 1830, 1840 y 1850. De hecho, algunos historiadores han creído reconocer en sus escritos un discurso tendente a la intervención social (Ewald, 1986; Procacci, 1993). En una serie de informes y estudios, incluidos los de Villeneuve-Bargement (1834), DeGérando (1839), Frégier (1840), Buret (1840), Villermé (1840) y Cherbuliez (1853), se defiende la idea de que la ciencia de la economía social debía centrarse en el bienestar de toda la población garantizando una alimentación adecuada, ropa, alojamiento y asistencia a las clases más depauperadas. Además, desarrollaron la idea de que la pauperización era una amenaza social moderna, causada no por los pecados individuales, por la corrupción gubernamental o por negligencia, sino por las leyes del desarrollo económico tout court. Pero también recurrieron (incluso amplificaron) a una retórica muy familiar en el contexto francés: aquella que condenaba a los pobres por su sexualidad disoluta, su imprudencia, su pereza, su ignorancia, su insubordinación y su tendencia a la rebeldía. Las nuevas clases empobrecidas formaban una población degradada, que carecía de la simpatía de los intelectuales y de la sociedad, pero estaba imbuida de ese nuevo sentimiento de honor y confianza que constituía el desafortunado legado de la politización del pueblo durante la Revolución. Al igual que imágenes anteriores de pordioseros errantes y forajidos, en la visión que tenían de las clases bajas los franceses a principios del siglo XIX se difuminaban los límites entre clases trabajadoras y clases depauperadas hasta confundirse en la imagen de hordas peligrosas que «hacían temer por el orden social en su conjunto» (Sismondi, 1975, p. 157).
También en Inglaterra se tendía a pensar en los pobres como una población degradada. Armados con su nuevo entusiasmo por las investigaciones de carácter social, que generaban estadísticas con las que poder determinar lo que se precisaba y «mover a la comunidad y los gobernantes» a la acción, los reformistas sociales humanitarios querían trasladar las quejas de estos nuevos pobres a la opinión pública (Abrams, 1968, p. 35). En general se confiaba en la existencia de simpatizantes en el seno de la comunidad que podían ser movidos a la acción. Se ha dicho a menudo que en Inglaterra