La difusión del principio intelectual se incentivó desde arriba en las autodenominadas nacionalidades históricas. La capitulación de los príncipes ante los movimientos populares en tierras alemanas, en febrero/marzo de 1848, arrojó como resultado unas elecciones pactadas, una Asamblea Nacional alemana y un sufragio masculino de base amplia. Se decidió que las elecciones se celebrarían en territorio de la Confederación Germánica, lo que incluía a los principados austríacos de Bohemia y Moravia. Quienes hablaban en nombre de la nación checa pidieron que se boicotearan las elecciones. Los hablantes de checo se declararon leales súbditos del emperador Habsburgo y de las provincias históricas de Bohemia y Moravia, y rechazaron las exigencias nacionalistas alemanas[33]. Una vez que los nacionalismos en lid se movilizaron y obligaron a la gente a elegir un bando, hubo una rápida polarización (Deak, 1979; Havránek, 2004).
El gobierno Habsburgo se dio cuenta de que podía enrolar a nacionalismos subordinados para defenderse de la amenaza más peligrosa: el nacionalismo dominante. Croatas y rumanos actuaron contra los rebeldes húngaros. Los nacionalistas húngaros se negaron a hacer concesiones a grupos étnicos a los que consideraban autónomos desde el punto de vista cultural, pero no políticamente (Okey, 2000, cap. 5). La Asamblea Nacional alemana hizo algo parecido al aprobar medidas para quienes no hablaban alemán sin reconocerlos políticamente[34].
Allí donde había habido un reconocimiento mutuo, la crisis política acabó minándolo. Los liberales prusianos habían apoyado la causa polaca antes de 1848 y concedido autonomía al Gran Ducado de Posnania, la parte de Polonia que había caído bajo dominio prusiano tras la partición de Polonia. Pero cambiaron de política, lo que suscitó conflictos nacionalistas en Posnania y condujo a una frontera étnica que favorecía a los alemanes. La decisión recibió el visto bueno de la Asamblea Nacional alemana (Breuilly, 1998b; Namier, 1948). Surgieron conflictos similares entre alemanes e italianos en el Imperio Habsburgo, y entre alemanes y daneses en Schleswig-Holstein. La revolución había estimulado el debate político público, la organización y la rápida elaboración de programas por parte de aquellos que se habían convertido, aunque fuera por poco tiempo, en políticos profesionales de la oposición.
De manera que «la primavera de los pueblos» se convirtió en «la pesadilla de las naciones» (Langewiesche, 1992). Tampoco hay que exagerar. El atractivo del nacionalismo variaba según las regiones y tenía poco eco popular. La historiografía nacional dominante pasaba por alto los problemas sociales y económicos[35].
El auge de los movimientos nacionalistas subordinados tuvo repercusiones significativas a largo plazo para el nacionalismo dominante. Los nacionalistas polacos empezaron a hacer énfasis en el catolicismo y en el pueblo, lo que debilitó su capacidad para concitar apoyos, por motivos históricos, en aquellas zonas donde no había una cultura popular polaca. La política se centró en tareas de corte social en diferentes territorios, y la contrarrevolución marginó al nacionalismo programático durante décadas. El auge de 1863 únicamente se apreció en la Polonia rusa, y a los nacionalistas les costó coordinar sus acciones en los territorios fragmentados. Sólo el colapso del poder imperial tras la Primera Guerra Mundial dio alas a un nuevo programa para la independencia polaca (Davies, 1962).
En Hungría, radicales como Kossuth aprendieron en 1848 la lección de que había que construir un programa federalista y multicultural que atrajera a los no magiares. Pero Kossuth estaba en el exilio, y el nacionalismo populista sólo ganó puntos en Hungría tras su muerte. En cambio, la estrategia de la elite, tras la derrota de Austria a manos de Prusia, fue buscar la autonomía interna. Los húngaros procuraron una asimilación forzosa de los no magiares manteniéndolos a su vez en posiciones subordinadas.
Hungría pudo permitírselo gracias a los golpes contra la autoridad de los Habsburgo, en 1859 y 1866, que acabaron con su expulsión de Italia y Alemania. El imperio se fraccionó en sus partes constituyentes nacionales, tal y como habían vaticinado que ocurriría los defensores de la nacionalidad histórica en 1848, aunque no fue como ellos habían predicho.
En el Imperio Habsburgo el principio de nacionalidad justificaba el conflicto interno: entre alemanes y checos, entre magiares y sus adversarios eslavos y rumanos. En el Imperio otomano, la creación de nuevas comunidades políticas –en Grecia primero y en Serbia y Rumanía después– dotó al principio de nacionalidad de una nueva función: legitimar la creación de estados. Cada nuevo Estado se consideraba el núcleo de un futuro Estado-nación mayor, y sus gobernantes usaron el argumento nacional para justificar una política exterior que les causaba problemas con sus vecinos. El nacionalismo en los imperios otomano y Habsburgo también tuvo puntos de contacto, como cuando Serbia y Rumanía reclamaron el territorio «nacional» en el Imperio Habsburgo, o cuando las elites nacionalistas occidentalizadas de dicho imperio elaboraron la ideología utilizada por los estados autónomos[36].
Los movimientos separatistas obviaron las dificultades de formular un programa y cubrieron el expediente exigiendo independencia y libertad a un extranjero opresor. Sin embargo, los movimientos nacionalistas más exitosos de la década de 1860 fueron los movimientos de unificación de Alemania e Italia. La unificación es más compleja que la secesión, pues requiere algo más que el colapso de un Estado o una victoria militar. La unificación implica cooperación entre un Estado existente (Piamonte, Prusia) y un movimiento que ha hecho suyo el principio de nacionalidad. Para mejorar esta cooperación, era esencial redactar una constitución que extendiera el principio monárquico del Estado dominante a todo el territorio nacional al tiempo que daba expresión al principio de nacionalidad. La constitución ordenaba la creación de un parlamento electo, lo que convertía a la «política nacional» en algo rutinario. Este modelo fue utilizado por otros movimientos nacionalistas, que apelaban a estados-nación existentes para que los ayudaran a establecer estados-nación similares (Breuilly, 1993, cap. 4).
LA DIFUSIÓN DEL DISCURSO NACIONALISTA
He descrito el auge del principio de nacionalidad: de las proclamas civilizatorias de Francia y Gran Bretaña a los argumentos sobre la nacionalidad histórica de alemanes, italianos, magiares y polacos, así como a los grupos culturales subordinados que utilizaban nociones como la cultura vernácula, la religión popular y la etnia. La función, cada vez más populista, del lenguaje político empujaba al discurso en dirección etno-cultural, incluso allí donde existía una tradición previa de formular la nacionalidad en términos elitistas. El éxito de la unificación italiana y alemana volvió atractivo el principio de nacionalidad y lo convirtió en un modelo programático para otros. Los opositores políticos también se apropiaron de él para justificar sus exigencias, aunque fueran básicamente de carácter religioso o social. Los autodenominados estados nacionales recurrieron a argumentos nacionalistas para justificar la implementación de políticas a nivel interno y externo.
Tradición y nacionalismo
El auge del principio de nacionalidad obligó a los conservadores no nacionalistas a subirse al carro. El principio de nacionalidad siempre se había asociado a valores liberal-democráticos y radical-populistas que no gustaban a los conservadores. El zar era el padre del pueblo, el emperador Habsburgo estaba por encima de los orígenes nacionales. Los imperios empezaron a pensar en la estrategia de dar alas a las nacionalidades para que se neutralizaran entre sí, pero los disuadió la posibilidad de que fuera una amenaza para su ideal de orden. Los Habsburgo no emanciparon a los campesinos de Galitzia en 1846 tras haber acabado con el nacionalismo de los terratenientes polacos. Tampoco lo hicieron en Lombardía-Venecia después de 1848 (Sked, 1979). Los británicos sostuvieron a la clase anglo-irlandesa