Se ha dicho que la Revolución francesa y las guerras napoleónicas difundieron el principio de nacionalidad más allá de Francia, pero la misión universal de la grande nation dejó de resultar atractiva cuando adoptó la forma de imperialismo militar. Los adversarios de Napoleón creían que la única forma de derrotarlo era emulando sus movilizaciones en masa y su modo de hacer la guerra: para ello había que apelar a la nación. Al rechazar los argumentos sobre la razón universal y la superioridad de las naciones civilizadas sobre las atrasadas, los pensadores fueron formulando argumentos sobre las naciones como algo único y natural (Dann y Dinwiddy, 1987).
Lo anterior no nos debe llevar a pensar que la idea nacional inspiró una resistencia popular significativa contra Napoleón. Las reacciones más eficaces contra el emperador se inspiraron en el uso, más provechoso, de valores e instituciones antiguas; pensemos, por ejemplo, en el rechazo a la revolución atea por parte de los clérigos. Además, los reformadores ilustrados importaron principios franceses, como el derecho individual a la propiedad o la necesidad de contar con ministerios eficaces. Los nacionalistas románticos y demócratas acabaron marginados, aunque los gobiernos no dejaron de explotar su retórica. Allí donde se gestó resistencia popular al gobierno de Napoleón fue porque se guiaron por valores tradicionales que no casaban bien con el principio de nacionalidad; y allí donde las ideas ilustradas o románticas sobre la nacionalidad cobraron protagonismo, quedaron confinadas a las elites. La posterior construcción de mitos nacionalistas exageró la importancia del nacionalismo de elite y de la resistencia popular, amalgamándolos (Rowe, 2003).
Sin embargo, en lo que a la doctrina nacionalista respecta, el imperialismo napoleónico estimuló nuevas ideas, asociadas con el Romanticismo político alemán de Herder y de Fichte, que, si bien no tuvieron importancia política en el momento, posteriormente causaron un impacto mayor. Herder criticó duramente los juicios ilustrados, con sus diferencias entre atrasado y avanzado, progresista y reaccionario. Detestaba especialmente a Voltaire, cuya contabilidad histórico-moral denunciaba sin freno. Afirmaba que las naciones eran únicas. Sus argumentos se basaban en la inconmensurabilidad de las lenguas, pero Herder los fue extendiendo a otras prácticas sociales. En vez de considerar que el carácter nacional era el resultado de un condicionamiento común (la idea de David Hume, 1994a), lo entendía en calidad de espíritu vital o principio animador[7].
Herder murió antes de que el imperialismo napoleónico alcanzara su culmen. Sus argumentos antifranceses y antiilustrados hallaron eco en sectores de las elites alemanas. Fue en unas conferencias pronunciadas por Fichte en 1807 en la ciudad de Berlín, a la sazón ocupada por los franceses, cuando este realizó una adaptación asombrosa de sus ideas a la nueva situación política; en sus Discursos a la nación alemana afirma Fichte que los alemanes son la única nación teutónica que ha conservado su auténtica lengua original. Existe un acalorado debate sobre si la nación de Fichte es de carácter étnico, cultural-lingüístico o cívico, pero, al margen de esa cuestión, el interés de Fichte por el grupo natural, prepolítico, llevó al principio de nacionalidad a una conclusión clara y extrema. El problema era que la nación había olvidado su auténtico yo (de ahí que no pudieran resistir a la conquista francesa), pero la situación se podía arreglar por medio de la educación y la creación de una identidad colectiva basada en la lengua común. Más tarde, otros intelectuales, como Jahn y Arndt, quisieron encarnar la «alemanidad» en deportistas y soldados voluntarios, expresando asimismo un odio virulento hacia los franceses[8].
El censor francés permito a Fichte pronunciar sus conferencias ante una audiencia cerrada, de elite, ante las que habló de educación y de reforma de la lengua, no de guerrillas ni de insurrecciones populares. Tuvo poca influencia en su época. Las ideas de Herder, con su hincapié en la cultura popular, los campesinos y los artesanos, tuvieron una influencia mayor en el nacionalismo de pueblo pequeño. En Alemania fue la amalgama liberal de progreso y nacionalidad cultural lo que dominó el discurso nacionalista durante gran parte del siglo.
Gran Bretaña: más civilización que nacionalidad
En la Europa posterior a 1815 primaba el principio nacional liberal y su combinación de alta cultura, propiedad individual y gobierno constitucional. Cabría pensar que esto sería tanto más así en Gran Bretaña, donde las instituciones respondían más claramente a estos principios. Pero, aunque el nacionalismo liberal francés se expresó en un lenguaje combativo contra las amenazas de la revolución y la contrarrevolución, en Gran Bretaña retuvo el carácter empírico que le imprimiera David Hume. El pensamiento político británico hacía hincapié en los logros civilizatorios a los que había dado lugar la formación del carácter de las elites (Mandler, 2006, esp. la «Introducción»). La idea nacional era demasiado envolvente, demasiado inclusiva y democrática, demasiado continental. Tras 1848, los pensadores políticos británicos afirmaron que el genio nacional residía en una conducta empírica, basada en el sentido común, y en una reforma cuestión a cuestión (Grainger, 1979). Fue el resultado de una comparación autocomplaciente entre el estallido de la revolución en el continente y el fracaso del reto cartista en 1848[9]. Carlyle formuló una visión de la nacionalidad alternativa, inclusiva, pero expresada a través de líderes heroicos. Tuvo poca influencia, excepto por el hecho de que suscitó gran admiración hacia líderes del nacionalismo extranjero como Kossuth y Garibaldi[10]. Esta perspectiva explica también la falta de interés por los asuntos constitucionales: el diseño detallado era algo continental, inferior a una constitución «no escrita». Los argumentos políticos de corte moral procedían en la Inglaterra victoriana del radicalismo y del cristianismo evangélico, no del nacionalismo (Mandler, 2000). A medida que los grupos excluidos de la «nación» (es decir, sin derecho a voto) fueran adquiriendo las cualidades empíricas de las clases superiores podrían ser admitidos en su seno. De manera que en los debates sobre el sufragio se hablaba en términos de «respetabilidad». La democratización se inscribió en la historia en forma de progreso nacional, pero se evitó el uso de un lenguaje doctrinario o que pudiera plantear conflictos. Hubo autores que criticaron estos valores por autocomplacientes, enmarañados y etnocéntricos, como John Stuart Mill, George Elliot o Matthew Arnold, pero con sus críticas sólo reforzaron la idea de que en Gran Bretaña la nacionalidad funcionaba así (Collini, 1988; Varouxakis, 2002). La idea de la nación inclusiva fue tenida en cuenta, pero conceptos como identidad cultural y carácter nacional fueron frágiles, siempre a punto de ser desbancados por las nociones de civilización, liderazgo de elite y cristianismo (sigo en gran medida a Mandler, 2006)[11].
LA NACIÓN COMO FENÓMENO HISTÓRICO
El discurso
Fuera de Gran Bretaña y de Francia no se daba esa convergencia entre alta cultura, economía de mercado y gobierno parlamentario que la nacionalidad, en cuanto civilización (empírica y misionera), decía poder describir y justificar. De manera que en otros lugares la perspectiva civilizatoria de la historia se proyectaba hacia el futuro.
Estas ideas fueron retomadas por elites que actuaban en nombre de nacionalidades culturalmente dominantes. Los nacionalistas alemanes e italianos decían disponer de una alta cultura digna de respeto que querían expresar en un Estado nacional (Breuilly, 1996, cap. 2; Riall, 1994). Los magiares de la mitad oriental del Imperio de los Habsburgo, asustados por la profecía de Herder de que se verían atrapados entre las ruedas de molino de la nacionalidad alemana por el norte y de la eslava por el sur, en 1848-1849 exigieron la autonomía a Viena y el control sobre los no magiares, e incluyeron en su programa nacionalista el impulso del comercio y la reforma agraria (Barany, 1968; Okey, 2000, cap. 4). La nobleza polaca quería sacudirse el dominio de los Romanov, Hohenzollern y Habsburgo basándose en un nacionalismo aristocrático, aunque para ganarse a los liberales franceses y británicos se presentara como un movimiento progresista pugnando por la libertad (Snyder, 2003).
Los defensores de la nacionalidad histórica presuponían una íntima conexión