En primer lugar, hay que tener en cuenta la rápida expansión del imperio de ultramar formal, sobre todo en África. La antropología física, que prescindía de la cultura o de la historia como base de la diferencia, tuvo gran auge y se popularizó mediante exposiciones sobre los pueblos «primitivos» y la creación de museos etnográficos. (Para el caso de la Alemania de en torno a 1900, cfr. Honold, 2004; Zimmermann, 2004.)
En segundo lugar, los argumentos raciales adquirieron fuerza renovada tras la publicación de El origen de las especies de Darwin, en 1859[45]. La popularización de la idea de lucha necesaria, que conducía a «la supervivencia del más fuerte», podía entenderse en términos raciales[46]. La idea de raza, tanto en su forma darwiniana como en la no darwiniana (que negaba un origen común a las razas), radicalizó y dotó de esencia a la distinción, justificando la jerarquía, la segregación y, en último término, el exterminio[47].
En tercer lugar, los argumentos raciales estaban muy extendidos por toda Europa y los utilizaban los pueblos eslavos, germánicos y latinos para plantear sus exigencias o para explicar las cualidades raciales específicas de los judíos[48]. El rápido crecimiento de la industria y de las ciudades, junto a la inmigración transfronteriza, reunió a pueblos de diferente procedencia étnica que se disputaban a menudo alojamiento y puestos de trabajo. Alemania se había convertido en un país de inmigración neta en la década de 1890, justo cuando se empezaron a aplicar las ideas raciales a inmigrantes polacos, rusos y judíos. A la inversa, las persecuciones de judíos en la parte occidental de Rusia, que contribuyeron a que emigraran, también se justificaron aludiendo a argumentos raciales. El rápido desarrollo de la política de masas se asoció al nacionalismo populista, reactivo ante el nacionalismo de elite, y a los credos de clase y confesional de los partidos laborista y católico. El nacionalismo radical, incluido el antisemitismo, ocupaba un lugar destacado en este tipo de políticas populistas[49].
Sin embargo, en 1914 muy pocos percibían las diferencias nacionales en el seno de Europa como una cuestión biológica. En Europa Occidental se asumía la mezcla entre razas avanzadas, de manera que no cabía hacer programáticas esas ideas y, fuera de Europa, el sentimiento y la práctica de la superioridad blanca estaba tan arraigado en el gobierno imperial que no precisaba de programa alguno. Cabría pensar que, en Europa Central y del Este, se podían haber usado las ideas raciales en un sentido clasista, pero lo que se gestó allí fue una idea de diferencia nacional basada en una amalgama de factores históricos, culturales y étnicos, aunque el antisemitismo constituía la gran excepción. En torno a 1914 la nación, entendida a modo de civilización, historia o etnia, constituía la base de todos los discursos y programas políticos, pero la nación como raza no había llegado a tanto[50].
LA NACIONALIDAD COMO NORMA DOMINANTE
En 1914, el lenguaje del nacionalismo dominaba el discurso político. La formación de estados-nación en Europa había dado alas al proceso. En asuntos internos el crecimiento de los partidos de masas, reunidos en parlamentos influyentes e incluso soberanos, promocionó una retórica política especializada y unas organizaciones pensadas, en consecuencia, para promover los intereses del electorado («nación»). Esta retórica fue retomada por grupos de presión y representantes de intereses sectoriales en los florecientes medios de comunicación impresos.
En cuestiones internacionales, la unificación de Alemania y el creciente poder del Estado alemán obligaron a una realineación diplomática. Aunque gobernantes y políticos de elite seguían conduciendo la política internacional, ellos también recurrieron a la retórica nacionalista para justificarse ante la opinión pública interna. Una vez se demonizaba públicamente al enemigo (p. ej. en la publicidad antialemana de la Gran Bretaña de 1900) o una política se decretaba vital para los intereses nacionales (p. ej. la construcción de la flota de combate alemana), a los gobiernos les costaba mucho contravenir lo establecido (Kennedy, 1980).
Cada grupo adaptaba el lenguaje nacionalista a sus propios intereses. Es irrelevante discriminar entre nacionalismo «auténtico» (ideas étnicas o raciales) y otras creencias (distinción entre patriotismo y nacionalismo, o entre nacionalismo cívico y étnico)[51]. Las diferencias indican más bien la existencia de intereses distintos. Un nacionalista francés defendía el imperio de ultramar por considerarlo vital, otro afirmaba que era una distracción, cuando lo importante era la venganza por 1870-1871 y recuperar Alsacia y Lorena. Un nacionalista alemán insistía en conceder la ciudadanía a los hijos de alemanes para promover la «germanidad» en ultramar, otro se oponía cuando un colono alemán se casaba con una mujer local en el sudoeste de África (Gosewinkel, 2004; Weber, 1959). Más interesante es el consenso en primar el principio de nacionalidad en el discurso político. Los distintos grupos fueron adoptando diferentes elementos del discurso nacionalista a medida que lo requerían las circunstancias.
El propio Estado-nación nacionalizó el discurso político; el proteccionismo arancelario impuesto tras 1880 nacionalizó el espacio económico, y las restricciones a la inmigración nacionalizaron a la ciudadanía. La educación obligatoria promovió la enseñanza de la historia nacional. Las innovaciones en previsión social convirtieron a las pensiones y a la atención médica en bienes nacionales. Además, las crecientes tensiones entre las potencias europeas intensificaron el recurso a estereotipos nacionales.
La conducta de las naciones más poderosas sirvió de modelo a las demás. El zar dio inicio a políticas de rusificación y Francisco José reconoció las diferencias nacionales entre checos y alemanes. Los húngaros implementaron políticas de asimilación; Estados Unidos se unió a quienes conquistaban imperios en ultramar y Japón justificó su exitosa guerra contra China y Rusia en términos nacionalistas. Pero conviene señalar asimismo las carencias del nacionalismo. En primer lugar, cuando todo el mundo adopta un discurso nacionalista, lo que se vuelve importante en la política cotidiana son las diferencias internas. A otro nivel, la idea básica de nacionalidad, forjada a partir de formas de nacionalismo enfrentadas, contribuye a que el nacionalismo se reproduzca de forma «natural», banal, moldeando los valores políticos de un modo tal que, en caso de crisis, la apelación concreta al nacionalismo pueda tener éxito (Billig, 1995)[52].
En segundo lugar, el Estado-nación siguió siendo un objetivo más que un logro. Gran parte de Europa Central y del Este, y la mayor parte del mundo más allá de Europa, no estaba organizada en torno a parámetros nacionales. Para muchos súbditos de los estados-nación el interés nacional, sobre todo en ultramar, era una cuestión remota que les resultaba indiferente (Porter, 2004); adquiría más importancia a medida que se subía en la escala social hasta ámbitos cercanos al poder estatal.
En 1914 el Imperio Romanov seguía siendo fuerte. Los historiadores han afirmado que el Imperio Habsburgo era más estable de lo que, retrospectivamente, parecía tras 1918 (Cornwall, 1990). El Imperio otomano, tras perder los Balcanes, fue enérgico en la reforma del territorio que le quedaba (Macfie, 1998). Los tres imperios participaron en guerras masivas durante varios