CONCLUSIONES
He intentado mostrar cómo y por qué el principio de nacionalidad pasó de ser algo marginal a convertirse en el corazón del discurso político. He hecho hincapié en el discurso político porque fue la fuerza impulsora del auge del nacionalismo.
No tengo espacio suficiente para entrar en complejos debates sobre el nacionalismo (una buena introducción en Smith, 1998). Sin embargo, sí creo necesario distinguir entre ideas, sentimientos (es decir, el afecto emocional de la identidad nacional) y política. Están estrechamente interrelacionados, pero pueden aparecer de forma independiente y no existe una única relación ni una relación dominante entre estos tres aspectos del nacionalismo. El principio de nacionalidad como ideología no es ni la causa ni el efecto de sentimientos políticos o nacionalistas.
La constatación empírica de que la nación existía hubo de adaptarse cuando se aplicó a la sociedad en su conjunto en vez de sólo a una elite o a la alta cultura. Este concepto empírico de nacionalidad estaba estrechamente vinculado a cambios que, como el rápido crecimiento de la agricultura comercial y de las manufacturas, habían acabado minando diferencias sociales que se creían inmutables. También estaba relacionado con la necesidad de diseñar lenguajes políticos especializados e instituciones para coordinar y movilizar a sectores diversos y mayores de la población.
La afirmación normativa de que la nacionalidad es un valor que exige lealtad y compromiso nos obliga a especificar esas cualidades en términos de historia, cultura, lenguaje, religión y costumbre. El argumento nacionalista mezcla exigencias democráticas y culturales.
Por último, la inclusión en los programas del principio de autodeterminación supone concebir la autonomía como una serie de estados territoriales diferentes (a veces unidades federales en el seno de un Estado). Un programa de este tipo puede llegar a ser un rasgo esencial de la política únicamente en estados democráticos y soberanos con territorios bien definidos y exclusivos.
Nos hallamos, por lo tanto, ante un discurso político que apela al pueblo (democracia) de forma glorificadora y autorreferencial (la nación) y se fija como meta la autodeterminación nacional. Es un ejercicio ideológico que mezcla, a conciencia, postulados empíricos y normativos de forma que resulten imposibles de refutar. Invoca diferentes elementos para identificar y venerar a la nación: civilización, historia, instituciones, lengua, religión, cultura, raza… y se adapta a las circunstancias cambiantes haciendo hincapié en un rasgo u otro. Su mayor éxito en los tiempos modernos es que ya no lo consideramos un principio sino un hecho.
[1] Mi agradecimiento a Monika Baar, Stefan Berger, Mark Hewitson, Peter Mandler, Gareth Stedman Jones y Oliver Zimmer por los comentarios que han hecho a los borradores de este ensayo.
[2] Sigo de cerca la definición de nacionalismo que utilicé en Breuilly, 1993, pp. 3-4, a su vez influida por la noción de «doctrina nuclear» (core doctrine) de Smith, 1971, p. 21. También guarda semejanza con la de Gellner (2006, p. 1) y Kedourie (1966), de manera que no se trata de una definición excéntrica.
[3] Es una afirmación similar, aunque no idéntica, a la formulada por Elie Kedourie en la primera frase de su libro sobre nacionalismo: «El nacionalismo es una doctrina que se inventó en Europa a principios del siglo XIX (Kedourie, 1966, p. 9). La diferencia es que yo no afirmo que la invención de la doctrina sea la causa del surgimiento de sentimientos y movimientos nacionalistas ni de los estados-nación. Este ensayo se centra en ideas y doctrinas, pero creo hacer una distinción clara entre ellas y la nacionalidad encarnada en sentimientos, movimientos u organizaciones políticas. Mi crítica a Kedourie en Breuilly, 2000 y mis argumentos sobre las distinciones anteriores en Breuilly, 1994.
[4] Una obra relevante sobre estos temas, que llegó a mis manos demasiado tarde como para incorporarla a este ensayo es la de Leersen, 2006, sobre todo la sección sobre el siglo XIX, «The Politics of National Identity».
[5] Algunas obras relevantes sobre las ideas de nacionalidad anteriores a 1800: Bell, 2001; Fehrenbach, 1986; Scales y Zimmer, 2005; Schönemann, 1997.
[6] Cfr. el ensayo de Constant «The Spirit of Conquest and Usurpation and their Relationship to European Civilisation» (Constant, 1988c). Cfr. asimismo el ensayo de Jeremy Jennings que forma parte de este volumen.
[7] Una traducción de Herder (2004) al inglés parece un buen lugar para empezar, porque puede que sea la primera vez que se utiliza el término «nacionalismo». «Cada nación porta un núcleo de felicidad, al igual que toda pelota tiene su centro de gravedad […] así, cuando dos naciones cuyas inclinaciones y círculos de felicidad colisionan, lo llamamos prejuicio, vandalismo o nacionalismo estrecho de miras» (Herder, 2004, p. 29). Sobre Herder cfr. Barnard, 1965; 2003.
[8] Interpretaciones de Fichte en Abizadeh, 2005. El texto original en alemán de los Discursos, en Fichte, 1845 y la traducción inglesa en Fichte, 2008. Para un estudio reciente sobre las reacciones de los prusianos ante Napoleón, cfr. Hagemann, 2002.
[9] Podemos datar este cambio de percepción en las elites de manera bastante precisa gracias a una tira cómica publicada en Punch justo antes de la manifestación cartista, que refleja una gran ansiedad; tras la manifestación se editó otra en la que se ridiculiza al cartismo. Cfr. Punch, 14/353, 15 de abril de 1848 y 14/355, 29 de abril, reproducidos en Breuilly, 1998a.
[10] Mandler, 2006, p. 69 cita la crítica de Mazzini a Carlyle: «La sombra arrojada por estos gigantes parece eclipsar en su visión [la de Carlyle] todo vestigio del pensamiento nacional –del que estos hombres serían los únicos intérpretes o profetas– y todo rastro del pueblo, relegado a mero depositario».
[11] Una estimulante comparación entre el trato dado por los intelectuales la noción de «carácter nacional» en Gran Bretaña y Francia durante el siglo XIX, en Romani, 2002.
[12] Weber, 1976 ha sido muy citado por haber establecido poco menos que categóricamente la inexistencia de una cultura nacional estándar en Francia hasta finales del siglo XIX. Sin embargo, puede que en la obra de Weber se exagere la diversidad (por ejemplo, era normal que los integrantes de la elite fueran bilingües en francés y en el idioma o dialecto local). Además, nos habla más de las diferencias a nivel de cultura popular que de la cultura o política de las elites. Estudios más recientes sobre el tema en Ford, 1993 y Lehning, 1995.
[13] El texto fundamental es Mill, 1977b, sobre todo el capítulo XVI, «Of Nationality, as Connected with Representative