Un par de semanas después del golpe, con los múltiples lugares de detención abarrotados –incluido el Estadio Nacional, donde se hacinaban 7.000 prisioneros–, las autoridades castrenses se dieron cuenta de que, en aras de una mayor eficacia, resultaba imprescindible mejorar la coordinación entre las distintas secciones de las Fuerzas Armadas, sistematizando la información y cruzando los datos de diferentes fuentes. El Estado Mayor de la Defensa Nacional convocó una reunión para crear un organismo que se encargara de establecer una metodología de trabajo. Ese día, Contreras deslumbró al alto mando con un detallado plan que, sobre todo, encandiló a su antiguo maestro y amigo Augusto Pinochet. Tanto, que el jefe de la Junta decidió saltarse el sagrado escalafón y, pasando por encima de los generales, apostó por el ya entonces coronel Contreras como máximo responsable de la represión en que habría de basarse su gobierno.
Así nació la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), cuyo personal militar y civil –escogido directamente por Contreras– comenzó inmediatamente a trabajar en las oficinas de las plantas altas del Congreso, como una afrenta más a la democracia, hasta su instalación definitiva en un edificio de la calle Marcoleta. Los tentáculos del nuevo organismo, a partir de su constitución oficial en junio de 1974, crecieron y se extendieron a través de varios centros neurálgicos que se harían rápidamente famosos, como Villa Grimaldi o Cuatro Álamos. El número de sus víctimas se multiplicaría de forma vertiginosa, hasta acabar superando los 40.000 detenidos y cerca de 3.000 muertos a lo largo de su existencia.
Al principio, el enorme y creciente poder adquirido por el coronel suscitó celos y suspicacias entre los generales, que defendían las prerrogativas de los departamentos de Inteligencia de las Fuerzas Armadas y del cuerpo de Carabineros. La DINA quedaba situada por encima y su jefe disponía de mayor autoridad que sus superiores en rango; incluso podía ordenar la muerte de detenidos políticos sin informar más que a Pinochet, de quien dependía directamente. Un profundo malestar se hizo visible en los más elevados círculos castrenses. El propio general Lutz, director del Servicio de Información Militar (SIM), se enfrentó a Contreras negándose a entregarle sus prisioneros, y terminó cesado.
Peor suerte corrió el general Óscar Bonilla, pese a haber sido ministro del Interior en el primer gobierno de la Junta golpista y, después, detentado la cartera de Defensa. Bonilla se atrevió a ordenar la destitución del titular de la DINA tras presentarse de improviso en Tejas Verdes e inspeccionar sus calabozos. «En mi recorrido me encontré con hombres que estaban tendidos boca abajo en el suelo, otros desnudos y amarrados, algunos colgados de los brazos y con su cuerpo en el aire. Cuando comprobé que la realidad era más horrible de lo que me habían dicho, llamé al subcomandante y le comuniqué que él asumía el mando y que el coronel quedaba arrestado.» Bonilla pagó aquel error con la vida: el 3 de marzo de 1975 moría en un extraño accidente de helicóptero[10].
El rocoso coronel Mamo ganó todas las batallas contra sus rivales sin ceder un ápice de terreno, porque no defendía su carrera militar sino un deber histórico que creía tener encomendado. Sembró el terror y dejó un reguero de sangre, pero cumplió su misión, recurriendo a los métodos más despiadados. En pocos meses logró diezmar a los sindicatos, anuló a los movimientos sociales y desmanteló el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Después, a lo largo de los dos años siguientes, liquidó al Partido Socialista y al Comunista, las dos grandes organizaciones históricas de la izquierda chilena, facilitando que Pinochet gobernara en la paz y el silencio de los cementerios.
Manuel Contreras no sólo estaba satisfecho de su obra, sino que gozaba desempeñando las funciones de sicario mayor de la dictadura. Incluso descendía a las cámaras de tortura para tomar parte en los rituales del interrogatorio a los prisioneros. Numerosos sobrevivientes de la represión lo reconocieron. Entre las figuras más populares que lo identificaron, destacan la actriz Gloria Laso Lazaeta y la presidenta Michelle Bachelet[11], ambas hijas de militares. Uno de los testimonios más contundentes sobre los procedimientos seguidos por la DINA en sus centros de detención lo prestó una sobreviviente llamada Luz de las Nieves Ayress Moreno, quien en 2004 declaró al diario La Nación:
—Me daban choques eléctricos en las partes más sensibles del cuerpo, como los senos, los ojos, el ano, la vagina, la nariz o los dedos. También me amarraban los pies y los brazos, me colgaban cabeza abajo y me aplicaban choques eléctricos. Además, me golpeaban con fuerza los dos oídos simultáneamente. Me torturaban desnuda y encapuchada, en presencia de mi padre y de mi hermano, y una vez me forzaron a intentar el acto sexual con ellos. Me obligaban a presenciar sus torturas y las de otros conocidos que estaban presos. Y varias veces me violaron.
Uno de sus interrogadores en las mazmorras de Tejas Verdes fue el Mamo Contreras.
—Pude verle la cara porque la venda que me cubría los ojos estaba floja, y después lo reconocí en fotos. Él daba las órdenes y supervisaba todo, pero también participaba directamente en la tortura.
En 1975, Manuel Contreras volvió a los Estados Unidos, invitado por la CIA a una estancia de quince días en Fort Langley. Cuando regresó a Chile, explicó a Pinochet su convencimiento de que la única forma realmente efectiva de aniquilar a la izquierda chilena consistía en perseguirla más allá de las fronteras. Y le planteó la necesidad de extender la actuación de la DINA a otros países, estableciendo una colaboración directa con dictaduras ideológicamente afines como las de Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y Bolivia. Argumentó que ello permitiría acabar también con las organizaciones subversivas de todo el Cono Sur, para facilitar el establecimiento de un modelo político y económico común. Y aseguró que el proyecto contaba con la bendición –e incluso el respaldo diplomático y financiero– del entonces todopoderoso secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger. Conseguido el beneplácito de Pinochet, el Mamo convocó una reunión secreta de sus homólogos de las naciones vecinas el 25 de noviembre de 1975. Y en ella se aprobó la creación de la Operación Cóndor, una red de inteligencia militar que facilitaría el intercambio de información, la entrega secreta de detenidos en el extranjero, así como de exiliados y prisioneros de otras nacionalidades, e incluso la realización de operaciones conjuntas para cometer atentados, secuestros y asesinatos más allá de las fronteras nacionales. Entre sus éxitos destacó el asesinato en Buenos Aires, el 30 de septiembre de 1976, del general Carlos Prats, que se había mantenido fiel al Gobierno constitucional de Allende. Su balance final sería de 50.000 muertos, 30.000 desaparecidos y 400.000 presos, según prueban documentalmente los denominados «archivos del terror», encontrados en Paraguay en 1992.
La soberbia y la falta de límites de Manuel Contreras precipitaron su caída en 1977, cuando, convencido de la absoluta impunidad de que disfrutaba, no supo valorar las contradicciones internas de la política estadounidense. Ordenó el asesinato de Orlando Letelier –antiguo ministro de Exteriores y embajador de Salvador Allende– en su exilio de Washington, ignorando que la Casa Blanca podía organizar, respaldar y financiar crímenes de Estado en otros países, pero no tolerarlos dentro de su propio territorio. El Departamento de Estado norteamericano montó en cólera al saber que el mortal atentado con bomba, el 21 de septiembre de 1976, había sido perpetrado por la DINA. Pocos meses más tarde, las presiones diplomáticas hicieron que Pinochet cesara a Contreras, lo mandase a retiro y cambiara el nombre de su policía política por el de Central Nacional de Informaciones (CNI), que pasó a depender del Ministerio del Interior[12]. Pero las consecuencias del escándalo no acabaron ahí. Porque Washington pidió su extradición y, aunque el fallo de la Corte Suprema de Chile fue negativo, el Mamo sufrió la humillación de esperar la sentencia en prisión durante catorce meses. Fuentes judiciales filtraron que, asustado por la dura reacción estadounidense, había destruido toda la documentación que lo incriminaba en el caso Letelier. Y, por si acaso, aportó pruebas médicas de padecer un cáncer intestinal.
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