Lo narraba como si hubiese sido un simple espectador, como si no hubiera tenido que desmontar los asientos para hacer sitio a los cadáveres, como si para moverlos no hubiera resultado imprescindible que ayudase al oficial encargado de empujarlos. Seguramente temía que su confesión lo incriminara si describía todos los detalles. Pero bastante era que hablara para expulsar de su cabeza los fantasmas que lo atormentaban.
—¿A quiénes correspondían esos cuerpos?
—Eran detenidos políticos, de eso estoy seguro. Pero lo único que yo sé de ellos es que estaban muertos y atados con alambre a trozos de rieles de ferrocarril. De la forma en que los ejecutaran no tengo idea. Tampoco pude ver sus caras ni su aspecto, porque estaban tapados. Una de las veces, incluso me hicieron alejarme para que no presenciara cómo los subían. Porque de hacer eso se encargaban civiles, aunque yo creo que eran militares que no vestían uniformes, gente de la DINA[2]. Uno de ellos venía también en cada vuelo.
—¿Escuchó usted a sus compañeros hablar del número de prisioneros eliminados de ese modo?
—Sí, pero nadie estaba seguro. Tuvieron que ser centenares porque eso duró como siete años. Empezó en 1973 y, por las conversaciones que tuvimos, entre el 74 y el 75 fue cuando se echó más gente al mar. A mí me tocaron de los últimos, todavía en 1980. Fueron muchos, aunque no sé cuántos. Podría decirle que unas cuatrocientas personas, pero a lo mejor me quedo corto. Centenares.
—¿En qué zona eran tirados al mar?
—Eso sólo lo sabían con exactitud los pilotos. En las dos oportunidades que yo estuve fueron arrojados cerca de aquí, casi central a Santiago. Se operó de igual forma. Y en los dos vuelos vino la misma persona de la DINA.
—¿Ha intentado usted identificar quién era?
—Sí, pero, aunque me mostraron fotografías, no pude reconocerlo. Creo que tal vez fuera uno de los que vi en las fotos... Pero no me atrevo a decir «sí, efectivamente éste es». Porque tendría que haber estado seguro al cien por cien para no perjudicar a otra persona.
Ambos ignorábamos que, pocas semanas antes de nuestra conversación, había empezado a dar fruto una investigación judicial sobre los «vuelos de la muerte», tras pasar un año varada por las trabas administrativas con que el Ejército aún pretendía ocultarlos. El juez Juan Guzmán descubrió aquel método criminal en el curso de sus pesquisas sobre un antiguo caso de detención y desaparición de dirigentes clandestinos del Partido Comunista. Entre ellos se encontraba Marta Ugarte[3], cuyo cuerpo apareció en septiembre de 1976 en la playa La Ballena. Aunque la prensa pinochetista afirmó entonces que había sido víctima de una venganza pasional, la autopsia reveló que acusaba numerosas huellas de tortura, además de fractura de columna, e hígado y bazo reventados a golpes. Pasarían 27 años hasta que la Justicia demostrara la procedencia de su cadáver. Uno de los mecánicos del helicóptero declararía que aún agonizaba cuando fue embarcada, y que el agente de la DINA Cristian Álvarez la remató, empleando para ahogarla el mismo cable que la sujetaba al riel de ferrocarril. Al parecer volvió a atarla de manera defectuosa, y el cuerpo se desprendió. El propio Álvarez reconoció los hechos y manifestó su «miedo de venganzas militares por hablar».
Juan Molina, que ya no mantenía lazos con sus antiguos camaradas, quedó al margen de las actuaciones del magistrado porque el proceso en curso se limitaba al periodo entre los años 1974 y 1978. Y a los periodistas todavía no nos habían llegado noticias precisas sobre los avances judiciales, ya que todas las partes se esforzaban en impedir filtraciones: los militares, para evitar otro escándalo, y la Justicia, para que el expediente no reventara antes de tiempo, cuando aún quedaban averiguaciones por hacer o confirmar.
—¿De qué modo le afectó la experiencia de aquellos vuelos, Molina?
—Mucho, moral y personalmente. Porque yo no sabía si esas personas eran culpables de algo o no, pero tampoco creo que nadie tenga el poder suficiente para decidir que se elimine y se haga desaparecer a otras personas, como pasó en esos casos. Me repetía: «Dios nos va a castigar, porque esto es delito». Y me costaba mucho dormir, porque me ponía a pensar que aquellos muertos tendrían hijos o familia. Por eso me planteé retirarme del Ejército en 1981. Entonces me tocó la muerte de mi hijo pequeño, y eso ya fue definitivo. Lo tomé como un castigo de Dios, sinceramente.
Hablaba despacio, visiblemente turbado. Veintidós años después aún se le nublaban los ojos al recordar aquella tragedia familiar. Hizo una pausa, apuró el café y prosiguió con palabras vacilantes, evitando mirar tanto a la cámara de Juan Pangol como a Fabio Díaz o a mí, que le escuchábamos en el más respetuoso silencio.
—Se me murió ahogado en un tarro[4] con agua. Y dije: «Qué pasa aquí, algo está pasando». Lo de los vuelos lo sabían únicamente mi madre y mi abuelita, que en las dos oportunidades me vieron tan afectado que ni siquiera pude comer. A mi señora no se lo conté hasta que falleció el niño y le dije: «No sé, esto a lo mejor es un castigo de Dios». Yo sabía que no era culpable de aquellos hechos, pero había sido testigo presencial y eso me atormentaba.
—¿Qué edad tenía su hijo?
—Tenía un año y siete meses, estaba recién empezando la vida. Un año y siete meses… Y ya andaba por todos lados. Mi señora lo encontró caído dentro del tarro, con los dos zapatitos afuera. Fue un día domingo, cinco minutos que se descuidó y el niño... Se ve que intentó sacar un cepillo que se le había caído al agua jugando, quiso alcanzarlo y... Cinco minutos fueron suficientes para que muriera. Dicen que falleció en el hospital, pero yo sabía que estaba muerto cuando lo saqué y quise darle respiración artificial para reanimarlo. Entonces me vino de inmediato el recuerdo de lo otro, porque era todo tan cruel... El día lunes, cuando sepultamos al niño, salí en la mañana para ir al Ejército y encontré una carta hecha con recortes de diarios pegados en un papel, que me decía «Para que te des cuenta de lo que se siente cuando se ahoga un ser querido». Nunca supe quiénes lo mandaron. Acaso unos vecinos, aunque nadie conocía las operaciones en que yo había participado. Pero tuvo que ser alguien que sabía algo... o tal vez vinieron del Ejército. No sé. Pero eso rebasó los límites. Y dije: «No sigo más».
—¿Comentó con alguien que asociaba la muerte de su hijo con aquellos dos vuelos?
—Se lo comenté a un psicólogo del hospital militar. Y me dejaron internado durante un mes para estabilizarme, porque estaba demasiado alterado. Me sentí detenido, como en una cárcel; sólo podía ver a mi mujer una vez por semana y prohibieron que mis compañeros me visitaran. El día que me dieron de alta me informaron que el coronel había dicho que «borrón y cuenta nueva» y que siguiera trabajando igual que antes. Yo contesté: «No, tengo que irme». Todo aquello hizo que yo no quisiera continuar en el Ejército.
—¿Solicitó formalmente la baja?
—Sí. Pero no me concedieron baja voluntaria, sino «baja en lista 4» para no pagarme, o sea, para dejarme en la calle. No me dieron ni un peso. Además, yo vivía en un departamento de propiedad estatal y cuando fui a buscar mis cosas no había nada. Se habían llevado todo. Lo único que quedaba eran estos muebles de comedor que están ustedes viendo, y tardé tres años en recuperarlos. Todo lo demás se lo repartieron. Desde entonces quedé totalmente al margen de lo militar y traté de rehacer mi vida trabajando en otras cosas.
—¿Por qué ha decidido usted contar su participación en los vuelos, tanto tiempo después?
—Porque pasan los años y seguimos recordando el golpe de 1973. Fue algo que nos afectó tanto a las víctimas como a los victimarios, y todos los chilenos quedamos divididos. Si no se puede olvidar lo que pasó es porque hubo un daño demasiado grande. Los responsables directos tienen en sus conciencias cosas que todavía no han podido entregar. Y me pongo en su lugar: se sienten culpables, no duermen tranquilos, deben estar sufriendo como también sufren las personas que tienen seres queridos desaparecidos. Aquí hay que hacer un examen de conciencia. Esto no se va a calmar hasta que no se sepa toda la verdad. Yo hablo porque quiero liberarme de la presión que supone el que