Las aventuras de Contreras terminaron de manera más pacífica y confortable de lo que hacían esperar sus méritos como amo y señor de las tinieblas de Pinochet. La tranquilidad de su vejez sólo se vio alterada tras el retorno de la democracia a Chile en 1990, cuando los jueces empezaron a inquietarlo con investigaciones sobre una multitud de denuncias. No valió de nada que su amante esposa y sus dulces hijas atacaran a golpes y arañazos a los agentes de policía encargados de detenerlo en su domicilio. Las consecuencias judiciales del error Letelier se le vinieron otra vez encima. En 1993 fue condenado a siete años de reclusión por homicidio y uso de pasaporte falso, aunque no ingresó en la prisión de Punta Peuco hasta 1995. Se le amontonaron los procesos, algunos por casos tan graves como el asesinato del general Prats o la Operación Colombo, que causó las muertes y desapariciones de 119 militantes de varias organizaciones de izquierda en 1975. Dos lustros más tarde volvió a la cárcel, aunque esta vez se alojó en una de las confortables cabañas del Penal Cordillera, con una sentencia de doce años por el secuestro del mirista Miguel Ángel Sandoval. Sus ochenta y seis años de vida ejemplar finalizaron en una cama del hospital militar, con sus enemigos rezando para que Dios hiciera justicia y no le permitiera descansar.
El estadio del terror
El 11 de septiembre de 1973 se extendió un denso manto de terror sobre el mapa de Chile. El país entero se convirtió en un inmenso campo de concentración, con la práctica de detenciones colectivas, ejecuciones sumarias y torturas sistemáticas. La Junta Militar logró imponer el silencio sobre cuanto ocurría mediante un riguroso toque de queda, una censura extrema y un cierre total de las fronteras. Miles de prisioneros se hacinaron en cárceles improvisadas en cuarteles, buques de la Marina y comisarías, pero también en recintos polideportivos, almacenes portuarios y viejas instalaciones industriales. Incluso se utilizaron como mazmorras algunas cuevas naturales de la isla Quiriquina.
Un mes después del golpe, ya mediado octubre de 1973, un informe de la CIA aseguraba que las denominadas «operaciones militares de limpieza» habían causado 1.400 muertes, de las cuales «entre 320 y 360» se debían a «ejecuciones sumarias». El número de detenidos se cifraba en «más de 13.500», entre los que se encontraban muchos «habitantes de chabolas» por el mero hecho de serlo, junto a militantes políticos y sindicales. Aquel primer balance de la represión, elaborado por los padrinos políticos de Pinochet, también señalaba que la ciudadanía sólo conocía algunos de los muchos lugares de confinamiento. Y destacaba entre ellos el Estadio Nacional, donde fueron confinados 7.612 prisioneros políticos, según una primera contabilidad que comprendía únicamente el periodo entre el 11 y el 20 de septiembre. La cancha donde se jugó la final del Campeonato Mundial de Fútbol de 1964 quedaba así señalada en la Historia como campo de concentración y exterminio.
La «desclasificación» de los informes secretos elaborados para el Departamento de Estado norteamericano permitiría, al cabo de los años, disponer de una fuente de información fehaciente sobre la barbarie desatada por el Gobierno castrense. Sus contenidos también resultan reveladores de los métodos empleados por la Junta Militar para deshacerse de sus víctimas: a falta de datos concretos, el texto citado informaba de que los cuerpos habían sido «enterrados en lugares secretos, lanzados al río Mapocho o al mar, y abandonados en las calles durante las noches».
Los periodistas chilenos habían quedado divididos en dos categorías: cómplices de la dictadura o perseguidos por ella. Los corresponsales extranjeros se enfrentaban a innumerables dificultades y fortísimas presiones oficiales que obstaculizaban su trabajo. Las mismas que tuvimos que arrostrar los enviados especiales cuando, al amanecer del 19 de septiembre, nos permitieron entrar en Chile en un vuelo chárter desde Buenos Aires, pese a que las fronteras permanecían clausuradas. Lógicamente, la Junta Militar no quería facilitar la información sobre sus atropellos. Nuestras crónicas tenían que alimentarse de los escasos datos que nos facilitaban Cruz Roja, la morgue o las embajadas –desbordadas por solicitantes de asilo– para contextualizar evidencias puntuales, como la aparición de decenas de cadáveres en las orillas del Mapocho o entre las callampas[14] del cinturón obrero de Santiago. La represión y el miedo se hacían visibles en las calles, ocupadas por las tropas; en barrios enteros, acordonados por soldados fuertemente armados; en los masivos registros domiciliarios y las detenciones constantes; en las requisas de volúmenes en las librerías; en algunas iglesias, cuyos parroquianos rezaban entre lágrimas; en los disparos que se oían durante las noches, cuando Santiago era una ciudad fantasma; en el silencio de gentes que caminaban siempre apresuradas, desde que el toque de queda era levantado con el amanecer hasta que volvía a caer con la tarde; incluso en el vestir, ya que no había mujeres con pantalones ni hombres de pelo largo o sin corbata. Y, sobre todo, en los alrededores del Estadio Nacional, al que en vano acudían personas desesperadas en busca de alguna información sobre sus familiares detenidos. Porque el uso que los centuriones habían dado a sus instalaciones era un secreto imposible de guardar.
El sábado 22 de septiembre, las autoridades militares organizaron una visita de periodistas al Estadio Nacional para mostrarnos «las buenas condiciones en que se encontraban los presos». Sería una experiencia demoledora, pese a las muchas precauciones adoptadas por los uniformados que nos escoltaron. Casi al mismo tiempo que nuestro autocar, llegó a las puertas del recinto deportivo un vehículo celular repleto de prisioneros. Los soldados les hicieron bajar a culatazos, sin ahorrar en malos tratos pese a la presencia de fotógrafos y cámaras de televisión de todo el mundo. «Esto es precisamente lo que debemos evitar que ocurra», comentó un oficial dirigiéndose a sus hombres. Nos condujeron directamente al terreno de juego, ocupado por soldados que apuntaban sus armas automáticas a las gradas, desde las que nos miraban centenares de presos con ojos asustados. Aunque nos prohibieron aproximarnos y entablar conversación con ellos, se produjeron breves diálogos cortados por la amenaza de los fusiles. Al principio, los reclusos guardaron silencio, pero enseguida se dirigieron a nosotros con peticiones elementales, como que insistiéramos en que la Junta Militar acelerase sus trámites –porque algunos llevaban más de una semana esperando ser interrogados– o que les facilitaran aspirinas y papel higiénico. Muchos gritaron nombres y números de teléfono, para que comunicáramos a sus familias que se encontraban vivos. Otros trataban de llamar la atención de los camarógrafos de la televisión chilena, con la esperanza de ser vistos e identificados en los noticiarios. Lo único que podíamos hacer por ellos era filmar sus rostros, apuntar sus nombres y teléfonos, y lanzarles los paquetes de cigarrillos, mecheros e incluso caramelos y chicles que llevábamos en los bolsillos.
El coronel Jorge Espinosa nos reunió junto a las pistas de competición para contarnos que cada día recuperaba la libertad cerca de un centenar de reclusos, a la vez que se producían nuevos ingresos. «Por eso», argumentó, «no podemos precisar cuántos prisioneros tenemos ahora mismo.» Sin embargo, afirmó que entre ellos figuraban 34 mujeres y 240 extranjeros.
De repente, alguien dio una voz de aviso y los fotógrafos se precipitaron hacia el túnel de entrada de atletas. Llegaba otro grupo de detenidos, encañonados, con las manos en la nuca. Durante unos minutos, mientras las formalidades burocráticas eran satisfechas, permanecieron inmóviles en la penumbra, observando a los reporteros como