Con todas sus fuerzas, con su formidable inteligencia, Vicente intenta captar en estos crueles seres los mecanismos mortíferos de destrucción de los demás, y del odio que los animó. Diálogos despiadados, rechazo de todo perdón, voluntad absoluta de comprender los crímenes sangrientos. Vicente Romero, testigo obstinado. ¿De dónde viene la efectividad de su cuestionamiento, la verdad de estos diálogos? ¿Por qué conversan los diablos con él? La fuerza que alienta en todo el libro es la empatía indeclinable que el interrogador mantiene por las víctimas. Ellas no hablan en estas páginas, pero están presentes en cada línea como objetos de la crueldad de los monstruos. Al confesarles sin piedad, Vicente arranca del olvido a decenas de miles de sus víctimas. ¡Para siempre!
Queda una pregunta: ¿por qué los verdugos, conscientes de sus crímenes, acceden a hablar, a entregarse? Las respuestas son múltiples: primero, está la fama de Vicente. Los verdugos se sienten honrados de debatir con el célebre periodista español. Luego está el placer perverso de los criminales al enfrentarse a un hombre que saben un adversario ideológico irreductible. Finalmente, existe –como una constante– la voluntad de los monstruos de intentar legitimar los actos abominables que cometieron. Cualquiera que sea la intención de sus discursos, cualesquiera fuesen sus motivaciones internas –obediencia a la jerarquía, opciones y convicciones políticas, disfrute del poder ejercido sobre los demás, venganza, placer sádico–, Vicente los escucha y registra sus palabras frente a un café, con la exigente atención del investigador sin par que ha sido a lo largo de su vida.
Romero encontró a Prak Khan en su modesta casa de campesino en el agro camboyano, donde vive en paz con su esposa y cinco hijos. Cuando era un joven de veintitantos años, había sido en Phnom Penh uno de los torturadores más feroces de la antigua escuela de Toul Sleng, transformada en principal centro de interrogatorios del Gobierno de los Jemeres Rojos, el S-21 (hoy día, Museo del Genocidio). Allí, en tres años, se dio muerte a más de 14.000 hombres, mujeres y adolescentes entre atroces sufrimientos.
«Casi todos llegaban llorando y juraban que eran inocentes», explica Khan. A diferencia de los monstruos chilenos o argentinos, no sentía personalmente odio alguno hacia sus víctimas. Tenía una tarea que cumplir, para la que había sido específicamente entrenado. Punto. Era un funcionario estatal. ¿Su cometido? Quebrar –mediante la mutilación, el dolor– la voluntad de su víctima, forzarla a «confesar», es decir, a jurar sumisión a los Jemeres Rojos. Prak Khan, que se reconvirtió en agricultor en los regadíos del Mekong, hace su relato sin emoción ni arrepentimiento alguno. Recuerdos de juventud, nada más.
Cafés con el diablo es una lectura absolutamente fascinante. Vicente Romero nos revela, en estas conversaciones sutiles, las patologías singulares de algunos de los monstruos más espantosos de los últimos tiempos. Pero otros siguen matando, torturando, con toda indiferencia, de Damasco a Rangún, de El Cairo a Juba.
Francisco de Goya, que pintó los terribles fusilamientos de El tres de mayo de 1808 en Madrid, dio en 1799 el siguiente título a uno de los grabados de su serie Caprichos: «El sueño de la razón produce monstruos». Y en la entrada del Museo Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, en Ginebra, se exhibe esta frase sacada de Los hermanos Karamazov de Dostoievski: «Cada uno de nosotros es responsable de todo frente a todos».
Depende, en efecto, de cada uno de nosotros y de nuestra razón despierta que los monstruos asesinos desaparezcan para siempre de la faz de nuestro planeta.
Vicente Romero ha escrito un libro de una importancia histórica mayor. Le debemos admiración y gratitud profunda.
Jean Ziegler
Advertencia previa
Cafés con el diablo ofrece al lector dos partes claramente diferenciadas. La primera presenta cinco momentos históricos de otros tantos países, a modo de posibles ejemplos del ingrediente fundamental de una receta eterna para imponer o mantener el dominio de la sociedad, mediante el despliegue de aparatos represivos y, sobre todo, militares. En la segunda, se profundiza con mayor detalle en todos los aspectos del ejercicio del mal por parte de la dictadura militar argentina. Chile, Vietnam, Nicaragua, Camboya y los Estados Unidos de Norteamérica constituyen una muestra de situaciones de violencia radicalmente distintas. Argentina, convertida en paradigma del terrorismo de Estado, permite evidenciar con mayor detalle los «antivalores» y consecuencias comunes del recurso a la fuerza, el atropello de los derechos humanos y la ausencia de planteamientos éticos. Podría haber incluido otras descripciones y testimonios de barbarie extrema que me ha tocado conocer en mi largo ejercicio de la profesión periodística, desde el genocidio de Ruanda y la limpieza étnica de Bosnia hasta el terror militar en Liberia o Sierra Leona. No me ha parecido necesario extender la «galería de los horrores» que constituye este libro, con el riesgo de saturar al lector.
Introducción
Descenso a los abismos del mal
La capacidad humana para la maldad, la crueldad y la perversión carece de límites. Pero hay situaciones que la potencian, llevando el ejercicio del mal a un paroxismo aterrador. No hace falta recurrir a elementos imaginarios para producir pesadillas. Basta con narrar situaciones reales –por increíbles que parezcan– que retraten la naturaleza perversa de nuestro mundo y la infamia de entidades y personajes detentadores de distintos poderes sobre la sociedad. Los más irrenunciables principios éticos, básicos para que la vida transcurra con un mínimo de dignidad, son sistemáticamente violados por poderosos ejércitos que conciben la victoria como aniquilación del enemigo, por gobiernos autoritarios que atropellan los límites de la razón, por organizaciones políticas que propugnan utopías transformadoras del hombre, y por grupos económicos que recurren a delitos de lesa humanidad como parte de sus estrategias comerciales.
Desequilibrado y radicalmente desigual, el orden mundial representa un sistema criminal, con el terror y la miseria como elementos consustanciales, donde paz y guerra se imbrican en un común «despliegue de maldad insolente». La imposición de condiciones sociales aberrantes supone un logro económico; el sometimiento del adversario, incluso su exterminio, representa un triunfo político, y la muerte constituye una finalidad militar. Todo ello forma parte de los conjuntos ideológicos dominantes, arraigados en movimientos que se consideran fieles a rancias civilizaciones basadas en una religión –cristiana o musulmana– de supuesta validez universal o a unos «ideales revolucionarios» que pretenden transformar el mundo. En definitiva, modelos malignos que proclaman la «imposición» por la fuerza de los mismos conceptos que degradan o liquidan: libertad, justicia, democracia, equidad, respeto… Y regidos por dirigentes con el alma anestesiada por reglamentos sacralizados, manipuladores de convicciones falsificadas, al servicio de sistemas despiadados.
Por frío y desprovisto de detalles morbosos que trate de ser, el relato veraz de algunos acontecimientos provocados por ese orden criminal resulta insoportable para cualquier persona con sensibilidad y valores morales mínimos. Jean Ziegler asegura que, si nos atreviésemos a ver el mundo como realmente es, nos volveríamos locos. Pero desviar la mirada o cerrar los ojos ante el horror conduce a una locura aún mayor: la pasividad, porque la inacción incuba complicidad. Hace falta conocer cómo se produce el mal para enfrentarse a él, e incluso escuchar a algunos de sus practicantes para comprender, que no explicar o justificar, las causas que les empujaron a la máxima ignominia.
Cafés con el diablo no es un libro fácil de leer, como tampoco lo ha sido de escribir. Porque trata de presentar una visión, dura aunque sucinta, de algunos «abismos del mal» entre los que ha transcurrido y aún transcurre nuestra existencia, a los que sólo nos asomamos de forma ocasional y somera en telediarios, reportajes de televisión y artículos de prensa escrita, cuya brevedad –y, últimamente, escasez– no nos permite mantenernos conscientes de su gravedad ni, por tanto, combatirlos. Estas páginas han sido tejidas con recuerdos