Circe. Eduard All. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eduard All
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418996870
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      —En este minuto estás confundida, es comprensible. Cuando lleguemos a la Casa de las Patentes podrás aclarar tus dudas con el director.

      —Discúlpeme, señora, ni siquiera le he preguntado cómo se siente después del encuentro con su hermano.

      Nélida bajó la mirada.

      —¡Cómo podría sentirme! Corvus es mi hermano menor. Siempre fuimos muy unidos…

      —Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué la odia tanto?

      —El poder, mi niña. El poder lo transformó en ese ser despreciable que es hoy… Yo recuerdo que desde su adolescencia procuraba ser líder entre sus amigos. Ansiaba sentirse poderoso, ocupar un trono y ser servido por muchos súbditos. Intenté que desistiera de esa locura y le propuse que se uniera a mis investigaciones científicas, pero nunca logré persuadirlo... Un día misteriosamente desapareció…

      —¿Así, sin más?

      —Así, sin más... Al cabo de largos años de incesable búsqueda oí unos rumores de un hombre que había hecho un pacto con una criatura espantosa y que esta alianza solo se quebraría con su muerte. Al instante supe que se trataba de mi hermano… —hizo una pausa—. Estuve indagando sobre esta criatura, pero hasta el día de hoy no tengo una noción clara de su identidad. Lo único que sé es que dotó a Corvus de habilidades increíbles, aunque al mismo tiempo volvió su corazón de piedra. Mi hermano nunca me hubiera lastimado, ¡créelo! Él no lo hubiera hecho. —Sus ojos estaban llorosos. Se esforzaba por mantener controladas sus emociones.

      —No se ponga así, señora. Debe haber algo que usted pueda hacer.

      —Precisamente ese «algo» no consigo descubrirlo. He buscado sin encontrar al causante de este cambio en mi hermano.

      —Pues si realmente lo ama, continúe buscando, porque el que busca, halla; al que llama le es abierto y al que pida, se le dará. —Nélida se sorprendió.

      —Claro —añadió Circe—, si sabe buscar correctamente, tocar en la puerta precisa y pedir a la única persona en quien a ojos cerrados se puede confiar.

      —Tus palabras me son difíciles de entender.

      Ella asintió.

      Continuaron avanzando en silencio hasta que Circe otra vez habló:

      —Quiero darles las gracias a ambos, por haberme rescatado. Tú, hombrecito, me defendiste como todo un gigante.

      —Siempre que lo necesites podrás contar conmigo. —Gudy la miró con los inconfundibles destellos de la curiosidad—. Ahora solo dime una cosa. ¿Cómo es posible que prevalecieras ante Corvus?

      La pregunta turbó a Circe.

      —En mi mente surgió una voz… —recordó— y en un abrir y cerrar de ojos ya había trazado un plan. Tenía que hacer algo, Corvus iba a matarnos. ¡Créanme! ¡Yo no quería hacerlo! ¡No quería convertirme en una asesina!

      —No te angusties, mi niña. —Gudy sacó un pañuelo—. Corvus no está muerto. Su derrota no será tan simple.

      —¡No está muerto! ¡Pero esa lámpara…!

      —¡Esa lámpara no es suficiente para acabar con el líder del Ejército Oscuro! Corvus, no sabemos cómo, dejó de ser una persona común y corriente.

      —Lo que sí sabemos —puntualizó Nélida— es que no descansará hasta tenerte. Por eso te llevaremos a un lugar seguro.

      Las palabras de Gudy tranquilizaron su alma. No era una asesina. Sin embargo, el comentario de Nélida perpetró una preocupación mayor. Si Corvus vivía no estaba a salvo. Aún corría peligro de muerte.

      Pensando en esto arribaron a las fronteras de un poblado. Un cartel gigantesco rezaba: «Bienvenidos a Rimbaut, la ciudad de la ciencia». La carreta prosiguió por una superficie de adoquines.

      Muy pronto comenzaron a ver las casas, diferentes en absoluto a las de cualquier comunidad. Una parecía un melón, en derredor tapiada; otra una bota; las siguientes eran cúbicas y esféricas; unas encimas de árboles; otras subterráneas; unas pocas como dulces; otras como panes. Todas celosamente adornadas. El césped de los jardines crecía como alfombra verde retoño y las flores germinaban de cuantos colores y tamaños existen.

      —Te noto observadora —le dijo Gudy—. ¿Te gusta la ciudad?

      —Sí, me gusta. —Miró a su alrededor con entusiasmo—. Un lugar hermoso para vivir.

      —Sí, pequeña. Tú te mereces una vida mejor. ¡Eres tan joven! Debe haber sido difícil para ti haber vivido tantos años en un orfanato.

      —Teodoro piensa lo mismo —intervino Nélida—. Lamento mucho la pérdida de tus padres.

      —Cuando conozcas al director Teodoro verás que es una estupenda persona.

      —Sí, de hecho, él nos está esperando —recalcó Nélida—. Apresura el paso, Gudy. ¡Parece que nos llevan hormigas en vez de caballos!

      Circe detuvo el pensamiento en aquella anciana. Ciertamente era presumida. Traía atuendos finos y llevaba el cabello peinado con esmero. A cada tramo se empolvaba el rostro y sacaba un espejo de bolsillo para contemplarse. También bruñía sus prendas como quien se rehúsa a tener parte con la mugre ni afinidad con la vejez.

      Luego tornó los ojos hacia las personas en las calles. Había quienes vestían traje y corbata, otros jeans y camisa; turbantes, velos y sombreros anticuados. Le maravillaba ver cómo los niños corrían de aquí para allá y de allá para acá libremente. No había autos, ni trenes, ni siquiera un bus de recorrido. Su carreta los hacía el centro de atención. Destacaban por ser el tono discordante. Finalmente se detuvo la carreta. Unas escaleras se desplegaban hasta lo alto de la Casa de las Patentes.

      —Cuando hables con Teodoro pregúntale todo lo que necesites saber. No existe alguien mejor para aclarar tus dudas —aseguró Gudy.

      —Por supuesto que lo haré

      Se apeó. En el portal de la Casa de las Patentes dos estatuas custodiaban la puerta de entrada. Después de estas iniciaba un salón, donde sus figuras quedaban reflejadas en lo pulido del piso. En los flancos se erguían diminutas estatuas incandescentes y había puertas de oficinas y salones.

      —¿No hay nadie aquí? El edificio está desolado —dijo Circe, quien esperaba ver a muchas personas de un lado para el otro.

      —Hoy es domingo. El personal está de descanso. Solo el director está aquí, justo detrás de esa puerta. —Los tres se detuvieron frente a una puerta acristalada—. Es hora de que conozcas a Teodoro… Adelante, entra. —Nélida la condujo por el brazo.

      Antes de que pudiera reaccionar ya la puerta se había abierto y ella estaba dentro. Volvió los ojos cuando esta nuevamente se cerraba.

      Se trataba de una oficina humilde y pequeña el despacho del director, llena de estantes y libros; solo dos sillas y una mesa sobre la que garabateaba su firma un señor de espejuelos y sombrero redondos. A pesar del sonido del llavín al trancarse, el anfitrión proseguía en sus quehaceres como si no hubiera notado su presencia.

      —Buenos días, señor. —El director dejó a un costado el bolígrafo y calmadamente se irguió a su estatura completa.

      —No me llames señor. Soy Teodoro Rabintoon. Si te parece bien puedes llamarme profesor Rabintoon, después de todo quizás aprendas algunas cosas de mí.

      —Estoy convencida de eso, profesor: Ahora si me permite, quisiera hacerle varias preguntas.

      —Como desees, toma asiento.

      —Está bien. —Se sentó—. Ahora dígame, ¿por qué quieren matarme? —El director se ciñó el sombrero y la miró fijo.

      —Verás, Circe, tú eres la chica de la que habla la profecía.

      —¡La profecía! ¿Qué