La persona de Cristo. Donald Macleod. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Donald Macleod
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Религия: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788412335217
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humana de Jesucristo, no debido a la naturaleza de la vida sexual, no debido a su pecaminosidad, sino porque toda generación natural es la obra del hombre dispuesto, actor, creador, soberano.39

      No obstante, el nacimiento virginal arroja una luz significativa sobre la carencia de pecado de Cristo.

      Lo hace, antes que nada, al enfatizar el papel del Espíritu Santo. Sin embargo, hay dificultades en el modo en que la teología ortodoxa ha formulado esto habitualmente. Casi invariablemente, aquellos que abordan el tema hablan de que la naturaleza humana de Cristo fue santificada o purificada por el Espíritu Santo. Esta idea es al menos tan antigua como Agustín: «Pues lo que Él adoptó de la carne, lo limpió para poder tomarlo o lo limpió por el hecho de tomarlo».40 Calvino habló en la misma línea: «libramos a Cristo de toda mancha no porque fue engendrado en su madre sin mediar la cópula con un hombre, sino porque fue santificado por el Espíritu, de modo que esa generación fuera pura y sin mácula, como lo hubiera sido antes de la Caída de Adán».41 Ésta se convirtió en la forma estándar de explicar la falta de pecado del Señor.42

      Obviamente, el motivo detrás de este lenguaje es encontrar alguna manera de soslayar la dificultad que surge de la condición pecadora de la propia Virgen. Esto es totalmente loable, y uno duda a la hora de enfrentarse a una batería tan formidable de talento teológico. Pero hay que formular algunas preguntas: ¿Qué fue santificado y cuándo? ¿Fue el óvulo sin fertilizar? Seguro que no. No tiene mucho sentido hablar de la santificación de una porción de tejido. ¿Fue el óvulo fertilizado o el propio feto? Parece imposible hablar de que esto se santificara sin decir que, antes de semejante santificación, era impuro o pecaminoso. Gracias a Shedd —quizá el abogado más poderoso de la idea de que la naturaleza de Cristo fue santificada en su concepción— vemos claro que esto nos conduce a unos problemas teológicos graves. Shedd se ve forzado a argumentar que la naturaleza humana de Cristo fue también justificada y, además, sobre el fundamento de la expiación. «La naturaleza humana de Cristo», escribe, «fue tanto justificada como santificada antes de que asumiera su unión con el Logos; justificada prolépticamente, como lo fueron los santos del Antiguo Testamento, sobre el fundamento de una expiación que aún debía producirse».43 Unas páginas más adelante encontramos una afirmación parecida:

      Toda naturaleza que exija santificación exige justificación; porque el pecado es culpa, además de contaminación. El Logos no podría unirse con la naturaleza humana adoptada de la Virgen María, y transmitida desde Adán, a menos que previamente hubiera sido librado de la condenación y del poder del pecado.44

      Éstas son afirmaciones que ponen los pelos de punta, porque no sólo sugieren que la humanidad de Cristo existió durante un tiempo sin unión con el Logos, sino que incluso presentan al Señor como alguien con necesidad de su propia expiación.

      Creemos que es mejor eludir un lenguaje que nos meta en semejantes dificultades. No hace falta decir más que la humanidad de Cristo fue creada por el Espíritu Santo, en lugar de procreada mediante el acto sexual, y que como tal participó del carácter esencial de todo lo que crea Dios: era muy bueno. Si el énfasis recae sobre la creatividad divina, entonces toda pecaminosidad adherida a la humanidad de Cristo debería atribuirse al Espíritu Santo, su Creador, lo cual es impensable. La única sofisticación que sería prudente añadir es pensar en la santidad del Señor como co-creada. Esto implicaría que fue dada en y con la creación de su propia humanidad. De la misma manera que Dios hizo al primer hombre perfecto, a pesar de haberlo tomado del polvo de la tierra (Gn. 2:7), al Último Hombre también lo hace así, aunque haya nacido de una madre pecadora.

      El segundo vínculo entre el nacimiento virginal y la ausencia de pecado en Cristo es que nos ayuda a comprender cómo este último puede carecer de la culpa de Adán. Tal y como señala Abraham Kuyper, «todo depende de la cuestión de si la culpa original de Adán se imputó también al hombre Jesucristo».45 Asumiendo por ahora la doctrina de la culpa adánica —tal como se define en la dogmática tradicional— es evidente que a Cristo no se le imputó esa culpa. El único factor disponible que puede ayudarnos a entender esta inmunidad es el nacimiento virginal. Adán engendró a un hijo a su propia imagen (Gn. 5:3). Pero Adán no engendró a Cristo. La existencia del Señor no tiene nada que ver con el deseo o la iniciativa adánicos. Como ya hemos visto, Cristo es nuevo. Viene de fuera. No es un derivado ni una rama de Adán. Es un paralelo al primer hombre, una nueva partida, y como tal no está afectado por la culpa que corre por el torrente originario. Sin embargo, al decir esto, no debemos olvidar que Él asumió voluntariamente esta culpa (He. 2:16). No obstante, incluso aquí el lenguaje de Hebreos relaciona a Cristo no con la semilla de Adán, sino con la semilla de Abraham.

      El argumento que dice que existe cierta conexión entre el nacimiento virginal y la ausencia de pecado en Cristo queda reforzado por el hecho de que una humanidad sin pecado es imposible sin que medie un milagro. El primer hombre fue santo porque Dios le hizo así; el nuevo hombre (el cristiano) es santo porque Dios lo hace así; el Último Hombre es santo porque Dios lo hace santo. La santidad sólo puede existir en la vida humana en virtud del acto divino y, por lo que respecta a Jesucristo, este acto tiene lugar en el mismísimo inicio de su existencia.

      Los papeles positivos

      Las exposiciones sobre el nacimiento virginal pueden degenerar fácilmente convirtiéndose en meras negativas, como si la doctrina conllevase solamente la exclusión de la paternidad humana. De hecho, también incluye roles muy positivos para María y el Espíritu Santo.

      Si abordamos primero el papel del Espíritu Santo, el lenguaje de Lucas 1:35 es muy significativo: «el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». El verbo episkiazein recuerda a la transfiguración, cuando una nube vino sobre ellos, cubriéndolos (Lc. 9:34). Como las nubes del Sinaí (Ex. 24:15) y las de la parousia, sugiere una presencia teofánica. También nos recuerda que, aunque la concepción de Cristo fue milagrosa, no es inexplicable. Queda explicada por el poder del Espíritu Santo, del mismo modo que la existencia del propio cosmos está explicada por el hecho de que el Espíritu Santo se movía sobre la faz de las aguas (Gn. 1:2). Sin embargo, una cosa se elude cuidadosamente: toda sugerencia de que el Espíritu Santo fuera el Padre de Jesús, o que el nacimiento de éste fuera el resultado de la unión sexual entre María y la deidad. La naturaleza humana de Cristo no fue engendrada de la esencia de Dios, sino creada de la sustancia de la Virgen. Si tanteamos reverentemente un poco más, podemos decir que un óvulo ordinario, producido de una forma natural, fue fertilizado milagrosamente por el poder y la bendición del Espíritu. Por lo tanto, Juan Damasceno46 tenía razón, aunque lo expresara de un modo curioso, cuando describió la oreja de María (su respuesta creyente) como el órgano físico de la concepción milagrosa.

      En aras de la precisión, y para evitar malos entendidos, sería mejor no hablar de Dios como Padre de la naturaleza humana de Cristo. Quizá ni siquiera sea útil hablar de Él como Padre de la naturaleza divina. Él es el Padre de la Persona eterna, el Hijo de Dios. Dado que Cristo no cambia ni renuncia a su identidad cuando se hace carne, Dios es el Padre del Hijo encarnado tanto como del Hijo preexistente. Pero no es el Padre de su naturaleza humana. Es su Creador.

      También el papel de María fue positivo. La humanidad de Cristo no fue creada ex nihilo, sino ex María: de su sustancia.47 Ella contribuyó a él igual que cualquier madre humana contribuye a su hijo: óvulo, genes, un desarrollo fetal normal y un parto común. Él era, en un sentido plenamente correcto, «el fruto de su vientre» (Lc. 1:42). John Pearson escribió que no hay motivo para negar a María «lo que se concede a otras madres en relación con el fruto de su vientre; al Espíritu no se le atribuye nada más que lo necesario para hacer que la Virgen realice los actos de una madre».48

      La contribución de María no concluyó con el nacimiento. Ofreció el hogar, el entorno y los cuidados con los que Jesús creció, y es posible que tuviera que hacerlo sin la ayuda de un marido. La ausencia completa de referencias a José durante el ministerio público de Jesús sugiere poderosamente que a esas alturas ya había muerto. Bajo el cuidado de su madre, Jesús creció física, intelectual, social y espiritualmente (Lc. 2:52);