La persona de Cristo. Donald Macleod. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Donald Macleod
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Религия: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788412335217
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no quiere decir que merezca nuestra adoración, pero sí nuestra gratitud.

      Capítulo 2. La Preexistencia de Cristo

      La preexistencia de Cristo se afirma claramente en el Credo de Nicea: fue «engendrado del Padre antes de todos los mundos». La doctrina implica, claramente, que en un principio Cristo no fue como nosotros; que sólo llegó a ser como nosotros al compartir voluntariamente nuestra vida; que, como el individuo particular que era, existió antes de la Creación; y que esta existencia como hombre fue continua con su existencia previa como ser celestial.

      La preexistencia en Juan

      Durante el siglo XX, esta doctrina se ha puesto mucho en duda incluso dentro de la misma iglesia. Pero hay una cosa sobre la que existe un consenso mayoritario: la doctrina se enseña en el Evangelio de Juan. La encontramos en el prólogo y en las primeras palabras: «En el principio era el Verbo». El verbo usado es importante. Era contrasta con se hizo (en el v. 14). El Verbo nunca se hizo en el sentido de llegar a ser. Simplemente, era. Juan usa el tiempo imperfecto (notemos de nuevo el contraste con el aoristo del v. 14), para indicar no tanto la continuidad como el final abierto de este estado existencial. Se corresponde con el Yo soy de Juan 8:58 («antes que Abraham naciera, yo soy») y al ho ōn («el que es y que era», Ap. 1:8) de Apocalipsis. También resulta interesante que Juan vincule esto (sin duda no por accidente) con las primeras palabras de Génesis: «En el principio». Es evidente que quiere enfatizar que, «en el principio», cuando todo lo creado llegó a ser, el Verbo no empezó a existir, porque ya existía anteriormente.

      En el resto del Evangelio de Juan hallamos frecuentes alusiones a la preexistencia de Cristo. En Juan 8:57-58, por ejemplo, los judíos desafían a Jesús: «Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?». Jesús contesta que ha visto a Abraham, porque «antes que Abraham naciera [genesthai], yo soy [egō eimi]». El tiempo presente es notable, tanto porque subraya la cualidad atemporal, de final abierto, de la existencia de Cristo, como porque señala la continuidad entre su vida encarnada y su pasado pre-encarnado. También le vincula de una forma impactante con «el Dios de vuestros padres», quien, cuando Moisés le preguntó su nombre, repuso: «Y dijo Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel: “YO SOY me ha enviado a vosotros”.» (Ex. 3:14).

      Muchos especialistas consideran que es muy improbable que Jesús hubiera afirmado semejante pretensión a la divinidad.1 Sin embargo, sin duda es necesaria una afirmación así para explicar la crucifixión, ¿no? Jesús debió decir y enseñar algo tremendamente ofensivo para los gobernantes judíos: algo que se señalase como algo más que un mero reformador social o político. Según Marcos 14:62, fue condenado por blasfemia. Para los oídos judíos, unas palabras como las de Juan 8:58 caerían, sin duda, dentro de esta categoría.

      La mejor ventana que tenemos para conocer la opinión que tenía Jesús de sí mismo es la oración de Juan 17. Manifiesta una intimidad especial debido a las circunstancias (en el umbral del Calvario), y debido a la compañía (nadie más que los discípulos). Por lo que respecta a nuestro propósito, por el momento las palabras más impactantes son las del versículo 5: «y ahora, glorifícame tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera». La doctrina de la preexistencia de Jesús relumbra a través de estas palabras, sin ninguna ambigüedad. Jesús tuvo gloria antes que el mundo fuese: y la tuvo en la presencia del Padre (para soi, «contigo»). Ruega a Dios que le devuelva a la posición que ocupaba antes de la encarnación.2

      También tenemos las afirmaciones de Juan sobre el Hijo del Hombre. En dos de ellas se afirma firmemente la idea de la preexistencia. Una es Juan 3:13: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, es decir, el Hijo del Hombre [que está en el cielo]». Aunque, como hacen algunos editores, omitimos la última frase, la postura está clara: el Hijo del Hombre está presente en la Tierra sólo porque ha descendido del cielo. La otra aseveración relevante sobre el Hijo del Hombre es Juan 6:62: «¿Pues qué si vierais al Hijo del Hombre ascender adonde antes estaba?». Aquí la idea es similar a Juan 17:5. La ascensión no supone el acceso a un tipo de existencia nuevo y desconocido, sino un regreso a lo que el Señor había conocido antes.

      Uno de los pocos escritores que cuestiona si Juan enseñó realmente la preexistencia personal de Cristo es John A. T. Robinson. La esencia de su argumento es que, a pesar del énfasis que hace Juan sobre la «otredad» de Jesús, «el lenguaje que usa para designar a Cristo en su relación más profunda con el Padre es el mismo que aplica en un sentido más endeble y general a los hombres».3 Por ejemplo, la idea de «entrar en el mundo» se usa de manera idéntica para hablar de Jesús, «el profeta», el Mesías y «todos los hombres». La designación «de Dios» (para theou) no sólo se aplica a Jesús, sino a «cualquiera que sea devoto y obedezca la voluntad [de Dios]» (Jn. 9:31-33). La designación Hijo de Dios debería aplicarse a todos los hombres: e incluso la designación dioses se aplicaba, en el Antiguo Testamento, a algunos hombres (Sal. 82:6).

      Pero esto es un alegato muy especial. El lenguaje que usa Juan para hablar de Jesús —dice Robinson— es el mismo en un sentido endeble y más general que el que emplea sobre el resto de los hombres. ¿Cómo puede ser endeble y más general si son cosas diferentes? Además, los ejemplos son muy selectivos. Robinson omite casi todas las pruebas clásicas de la preexistencia. ¿De qué otro hombre dice Juan que fue en el principio, que estaba con Dios y que era Dios? ¿O que hizo el mundo y antes de que éste existiera tuvo gloria con el Padre? ¿En qué otros labios humanos pone las palabras del YO SOY eterno? ¿De qué ser humano dice que descendió del cielo y que después de la muerte ascendió adonde estuvo antes? Es cierto que Juan aplica a los creyentes un lenguaje demasiado exaltado, como también lo hace Pablo. Pero la clave de ese lenguaje en ambos casos no es la igualdad ontológica, sino el principio de la koinōnia («comunión»).

      En realidad, pocas dudas pueden caber sobre que el Evangelio de Juan enseña la preexistencia de Cristo y retrotrae esa doctrina hasta la propia consciencia de sí que tenía Jesús. Pero ¿cuán creíble es el testimonio de Juan? Dunn pregunta: «¿Podemos asumir que la intención de Juan fue la de ofrecer esas expresiones diversas como palabras del propio Jesús?»4. Dunn se muestra escéptico: la cristología clásica de H. P. Liddon5 dependía del cuarto Evangelio «hasta un punto crítico», pero la obra de Strauss y Baur imposibilitó esa dependencia (excepto para unos pocos conservadores ignaros). Según Dun, debido a su carácter patentemente teológico, el cuarto Evangelio es sospechoso si pretende ser una fuente histórica clara: «Sería casi irresponsable usar el testimonio juanino sobre la naturaleza de Jesús como Hijo en un intento de revelar la opinión que tenía Jesús de sí mismo».6

      Por supuesto, según los estándares modernos, la postura de Dunn no tiene nada de raro. Es la ortodoxia actual. Pero no debemos ignorar sus consecuencias. El cuarto Evangelio es canónico, y fue aceptado como tal desde el principio. Además, la iglesia primitiva jamás puso en tela de juicio su autoridad, aunque, como señaló J. B. Lightfoot, complicó la vida tanto a ortodoxos como herejes por un igual, «porque el lenguaje de este Evangelio tiene una incidencia muy íntima sobre incontables controversias teológicas que surgieron en los siglos primero, segundo y tercero de la era cristiana: y, por consiguiente, el interés directo de una u otra parte era negar la autoridad apostólica, si tenía fundamentos para hacerlo».7 El propio Dunn es un buen ejemplo del principio de Lightfoot. Tiene un interés teológico y académico para negar la validez (o al menos la naturaleza primitiva) de la doctrina de la preexistencia. El Evangelio de Juan es un obstáculo en su camino, y debe librarse de sus evidencias. Por lo tanto, Dunn osa hacer lo que nadie se atrevió a hacer en la iglesia primitiva. No niega explícitamente la canonicidad de Juan, pero la negativa implícita es enfática: fiarse de Juan es irresponsable. Debemos sin duda preguntarnos: si es irresponsable que un teólogo cristiano se fíe del testimonio inequívoco de un libro canónico indisputable, ¿qué criterio le queda?

      Pero ni siquiera éste es el verdadero alcance del problema. No cabe duda de que el cuarto Evangelio ejerció una tremenda influencia