Siempre tuve la sensación de que quedarse en Chile (con todos los respetos por quienes se quedaron), significaba quedarse en un frame, en un encuadre muy cerrado. Necesitaba tener la sensación de que iba a dejar de ser pobre, no quería depender de mis padres, y quedarme en Chile me daba la sensación de que no iba a poder nunca atravesar las clases sociales. Tuve cierta lucidez respecto a la realidad que me tocaría vivir si me quedaba. Solo quería salir del país, pero no pertenecía a ninguna militancia que me facilitara un exilio más protegido. En esa época eran muy pocas las chicas que con dieciocho años se iban a Europa literalmente solo con su maleta. Pensé que viajando iba a encontrar rápidamente un trabajo y que iba a poder mandar dinero a mi familia. Cosas de ser migrante, que se complementan con mi ser exiliada y con mi ser estudiante.
Los primeros trabajos que encontré en España me permitían mandar dinerito a Chile, incluso trabajando de camarera. Así que por un tiempo sostuve el mandato familiar chileno que dice que “siempre tendrás a alguien a quien ayudar”, alguien a quien pagarle la cuenta de la luz, o comprarle zapatos.
Me quise ir para tener más libertad, más autonomía. Y me encontré con un país que estaba efervescente, con muchas cosas que me facilitaban mi estar. Madrid salía de la dictadura, había gran libertad sexual y el movimiento gay y de lesbianas empezaban a cobrar visibilidad ganando la calle e interpelando el espacio político de la izquierda ortodoxa. Pero curiosamente comparando la generación de mis padres con los padres de mis amigas y amigos españoles me demostraba que mis padres chilenos, a su manera, eran veinte veces más modernos y de forma muy clara me espantó como las mujeres comunes y corrientes españolas de la generación de mi madre parecían de otro siglo con una moralidad muy tradicional y reprimida.
En los setenta también de Chile veníamos bastante más despiertos de lo que estaba la gente que vivía aquí en España, donde en mi curso de universidad la mayoría eran vírgenes. Y yo sin haber tenido tanta experiencia ya me había encargado de quitarme la virginidad de encima, no quería tener ese “carnet de identidad”. Así que en España se valoraba lo distinta que yo era, como ser latinoamericana, que en ese momento me hacía una persona más atrevida, atractiva y seductora, sensual, y esos eran instrumentos de poder. Es cierto que yo de alguna forma me podía situar como migrante “blanca”, no tenía muchos rasgos visibles de los pueblos indígenas y esa “facilidad” dada por el color también me permitió acceder al hábitat académico, a la universidad y al mundo del feminismo, cuya práctica viví por primera vez en ese momento. Creo que rápidamente me españolicé, o más bien, me madrileñicé, cuando Madrid empezaba en esa ruptura maravillosa con lo viejo, reprimido y católico. Esa etapa concluye cuando termino la universidad, en la facultad de Imagen. La universidad era malísima en esa época. Cuando terminé la carrera logré legalizar mi situación consiguiendo la nacionalidad española. Y apenas tuve la ciudadanía lo primero que quise hacer fue irme y poder moverme con ese pasaporte a otras partes de Europa y el mundo. Volver a Chile y revisitarlo a finales de los ochenta. El país ya había cambiado y explotaba la gran resistencia a la dictadura y al dictador. Salir de Madrid se me hacía urgente.
Si tuviera que hacer un sumario forense de la época que pasé en Madrid diría: llegué en 1977 a Madrid, en octubre. El año 78 se produce el atentado de Atocha, que es de los últimos atentados de la época de Franco. Iba a las fiestas del Partido Comunista que en ese momento era un espacio muy interesante en el que las personas chilenas éramos recibidas prácticamente con fuegos artificiales. La gente estaba muy interesada en lo que una pudiera contar, sobre todo les interesaba lo que fuera resistencia chilena aunque yo no fuera militante del PC. Los españoles (demócratas y de izquierdas) habían seguido todo el proceso político de Chile y la muerte de Allende y el golpe con una tristeza tremenda. Estremecidos por su paralelismo con el golpe militar de Franco en su Segunda República. ¿Cómo podía yo explicar todo ello?
(Después de hacer esta pregunta, de pronto el teléfono de Cecilia hace un ruido y es Siri, que le dice “lamentablemente no te puedo ayudar”).
En Madrid también me di cuenta de muchas cosas gracias a la Filmoteca y otros espacios de difusión cultural y política de solidaridad con Chile. Yo sabía que en Chile la cagada era bastante gorda, pero no sabía hasta qué nivel. Por ejemplo, pude ver la película de Mattelart, La Espiral (Armand Mattelart, Valérie Mayoux, Jacqueline Meppiel, 1976) a través de la cual tuve acceso a un montón de cosas que en Chile no sabía, fue como meterme dentro de una ola que me dio entera vuelta. La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1975-1979) que pude ver entera, porque se estrenó fuera de Chile. Te dabas cuenta de todo lo que no habías visto o de lo que no habías vivido en primera persona, pero que había sucedido a dos metros de ti, o lo que le pasó a tus amigos de izquierda que habían desaparecido. Cuando vi La Batalla de Chile pensé en tanta gente de mi entorno. Los que fueron derrotados y los que vencieron a costa de la muerte… También me pasaron cosas en otros sentidos, que abrían los ojos y la necesidad de otras libertades. Vi El último tango en París, que fue un evento histórico en España. Colas de gente en la Gran Vía para verla, después de haber levantado su prohibición. Al mismo tiempo empezaba a aparecer el feminismo como debate social públicamente en la prensa. También cobraba fuerza la movida gay en lugares de Madrid y Barcelona sobre todo. Coincidió con que para pagar la universidad trabajaba en un Vips, que era un local nocturno del centro de Madrid, en la calle Fuencarral y ahí llegaba parte de la llamada “movida madrileña” a cerrar la noche. Yo lo observaba en primera línea pero no participaba porque no era fácil entrar si no te drogabas y estabas en una onda relajada que te permitiera perderte de la responsabilidad del trabajo y la sobrevivencia. Para mí no era fácil consumir droga y luego no responder en el trabajo que me daba de comer. No tenía una familia que me protegiera. Tenía una responsabilidad de “movida obrera” que creo que fue otra y quizá más interesante en otros sentidos. La movida sirvió a personas que se convirtieron en personajes del estilo y universo de Almodóvar. Mucho más despolitizados.
Tuve conciencia de que yo no pertenecía aquí, de que mi espacio y mi identidad social no era la de esa clase media burguesa española que podía permitirse tomar drogas y meterse todo tipo de cosas en el cuerpo. Si a mí me pasaba algo, estaba totalmente sola. No me podía meter un pinchazo de heroína y quedarme tirada en una cuneta como los hijos de burgueses para que alguien de mi círculo me rescatara. Tenía un compromiso con mi familia que me había ayudado a venir, no podía meterme caballo (heroína) y tirarlo todo por la borda. La movida madrileña en ese sentido perteneció a una burguesía muy concreta y los que no eran burgueses, la mayoría se morían. En ese momento, tal como entró la apertura sexual, entraron las drogas. Y el sida, que también me lo podría haber cogido, porque había un despertar sexual en el que no teníamos ningún tipo de precaución. Tengo muchos amigos que murieron y yo tuve en ese sentido mucha suerte. También tuve un aborto, cuando aquí en Madrid estaba prohibido, y me fui a Londres como hacían todas las españolas.
En España en esos años era muy difícil hacer cine sin tener dinero. Todos los chilenos que conocí y que pasaron por acá, trabajaban temas relacionados con el exilio y eran apoyados por instituciones europeas, especialmente en Francia, Littin, Patricio Guzmán, Raúl Ruiz… Una de las razones por las que yo cuando jovencita quería estudiar cine era porque fantaseaba con ser la primera mujer en Chile que fuera cineasta. Pero desconocía las pocas mujeres mayores que yo que ya estaban dando sus primeros pasos. En Finlandia estaba Angelina Vázquez a quien después conocí cuando se vino a vivir a Madrid; en Francia conocí a Valeria Sarmiento; en Chile un par de veces estuve con Tatiana Gaviola, que era como de mi misma edad y hacía temas más de video arte; con Gloria Camiruaga coincidí en Madrid cuando con otras amigas organizamos el primer encuentro de mujeres cineastas y videoartistas. Queríamos encontrarnos para pensarnos en una dimensión propia y de ámbito iberoamericano. Años después, ya en los noventa, las muestras de cines de mujeres empezaron a proliferar por todas partes del mundo. Al final para mí si no se subrayaban otros aspectos de carácter más feministas o transidentitarios me dejaban de interesar. Y empecé a frecuentar muestras de cine o creación audiovisual en las que se abría el ámbito experimental, video arte, queer o disidencias y fronteras.
Cuando