Uno de los detonadores de la revolución de 1910 fue el trata- miento tan desigual que recibían los trabajadores extranjeros y los nacionales; pensemos, por ejemplo, en la huelga de Cananea. Sin ese antecedente no se entiende el artículo 32°. Sin embargo, en ocasiones, la respuesta a esa injusticia se mezcló con un sentimiento xenófobo, que tiene hondas raíces en un país como México. Durante la Revolución, el odio al extranjero quizá no tuvo la misma intensidad que durante la Independencia y los primeros años de la República. Aunque hubo algunos incidentes lamentables, en especial, en contra de la comunidad china. Sin embargo, el nacionalismo revolucionario no fue una manifestación de odio irracional, sino la respuesta a una situación de abuso y humillación sufrida por el pueblo de México.36 A los mexicanos se les discriminaba dentro de su propio país, se les hacía sentir que eran menos que los extranjeros.
El nacionalismo del periodo revolucionario tuvo dos dimensiones que no quedaron expresadas en la Carta Magna de 1917. Una fue el nacionalismo cultural, que promovió y enalteció las manifestaciones de la cultura mexicana, incluso las de la cultura popular y fomentó la creación de un pensamiento genuinamente mexicano. Si bien el nacionalismo cultural había comenzado desde mediados del siglo XIX, la Revolución le dio un nuevo impetú y le añadió nuevos acentos. Además, la síntesis entre las vanguardias artísticas y el nacionalismo cultural generó obras que muy pronto adquirieron un carácter universal por su originalidad y calidad.
La Revolución también desarrolló un nacionalismo social, que consistía en la doctrina de que, como México todavía no se había podido consolidar como una nación, había que tomar medidas para impulsar la cohesión, unidad e identidad nacional. Aunque esta doctrina nació con nuestra vida independiente y adquirió tintes de urgencia por las desgracias del siglo XIX, después de la Revolución adoptó nuevas modalidades. Por ejemplo, el carácter mestizo del pueblo mexicano se subrayó más que nunca, pero también se reivindicó a los pueblos indígenas como no se había hecho antes. Desde el gobierno, y por la influencia de intelectuales como Manuel Gamio, se formó un plan de incorporación gradual y respetuosa de los indígenas a la corriente de la vida nacional. Tampoco hubo en el texto de 1917 un mexicanismo ideológico, éste se conformaría después y por otros medios. En cambio, en algunos de los discursos del Congreso de Querétaro se puede encontrar un espíritu latinoamericanista muy fuerte.37
Liberalismo social
Desde el gobierno de Carranza, pero sobre todo, desde el de Obregón, el discurso oficial sostuvo que el programa de la Revolución mexicana quedó plasmado en la Constitución de 1917, es decir, que en ella se encuentran expresados de manera sintética los fines de la Revolución mexicana y se ofrecen los medios que tendría que seguir el Estado nacional para alcanzarlos. Un oponente podría argumentar que la Constitución no puede describirse como el programa de la Revolución mexicana, puesto que en su deliberación no estuvieron representados todos los sectores de la Revolución, por lo que, a lo mucho, expresaría el pensamiento de los constituyentes, o sea, el de un grupo de varones, en su mayoría de clase media, profesionistas y, sobre todo, con impecables credenciales carrancistas. No obstante, podría responderse que en la Constitución quedaron plasmados los objetivos de otros actores que no estuvieron presentes en Querétaro: los liberales potosinos, los anarquistas magonistas, los sindicalistas católicos, los maderistas, los zapatistas, los villistas y los anarquistas de la Casa del Obrero Mundial. Por lo anterior, podemos afirmar que la Constitución de 1917 sí formuló de manera sintética el programa revolucionario. Pero aunque se conceda que la Constitución es el programa de la Revolución mexicana, se podría replicar que no todo programa merece ser descrito como una ideología. Por ejemplo, un grupo heterogéneo de individuos debe ponerse de acuerdo acerca de un programa político muy particular y de corto plazo sin que ello responda a una ideología compartida por ese grupo. Ese fue el caso, se nos diría, del Plan de Guadalupe, que si bien proponía metas políticas concretas, fundadas en principios generales, no estaba basado en una ideología particular.
Durante el sexenio del Presidente Adolfo López Mateos, en torno a la celebración del cincuentenario de la Revolución mexicana, se defendió desde el gobierno, la tesis fuerte de que la ideología de la Revolución mexicana quedó plasmada en el texto de Querétaro.38 Esta ideología revolucionaria, además, no le pedía nada a ninguna otra formulada antes o después. Es más, podía considerarse como un modelo para la transformación de otras naciones, ya que había sabido combinar armónicamente la libertad individual con la justicia social. De acuerdo con esta visión de la historia de México, que podría calificarse como “oficial” –por lo menos en ese periodo– la Constitución de 1917 había sido el resultado de muchos años de lucha del pueblo mexicano que, a manera de un autor colectivo, había logrado plasmar en la ley suprema sus aspiraciones más hondas. Éste es el leitmotiv de El liberalismo mexicano de Jesús Reyes Heroles: hay en la historia mexicana un largo proceso político, social e ideológico orientado hacia la obtención de la libertad y la realización de la justicia.39
La Independencia, la Reforma y la Revolución son tres momentos integrados de un mismo proceso ideológico y teleológico. Y la Constitución de 1917 es el documento que compendia esos ideales históricos o, dicho de otra manera, el texto más puro y concentrado de la identidad nacional que se había ido construyendo desde el 16 de septiembre de 1810. Reyes Heroles bautizó a esa ideología como liberalismo social. Este nombre combina las dos tendencias más destacadas de la Constitución de 1917, liberalismo y socialismo, y las ubica dentro del mapa político e ideológico de principios del siglo XX. Vista dentro de este mapa, la Constitución de 1917 estaría emparentada con el reformismo liberal propugnado en los primeros quince años del siglo XX en países como Alemania, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos. Este movimiento pretendía acabar con el laissez-faire del liberalismo clásico por medio de una legislación que protegiera a las clases trabajadoras de los efectos nocivos del capitalismo avanzado, pero sin por ello abandonar el núcleo básico de las libertades individuales. Esta fue la ideología que sirvió como base al llamado estado benefactor que más adelante se instauró en esos países y que, en el caso mexicano, inspiró la política social del Estado posrevolucionario hasta las reformas salinistas de los años noventa.
Sin embargo, me parece que el término liberalismo social no captura del todo un aspecto crucial de la Constitución de 1917. Los partidos reformistas que estaban en el poder durante el primer decenio del siglo XX, como el Liberal Party de Asquith en Inglaterra, el Parti Radical de Clemenceau en Francia o el Republican Party de Roosevelt en los Estados Unidos habían hecho suyas varias de las demandas de los partidos socialistas, como la jornada de ocho horas y el derecho de huelga. Además, impulsaban políticas públicas de educación y salud e incluso combatían a los monopolios, pero nunca pusieron en suspenso el derecho a la propiedad privada de la tierra. Esa fue la gran diferencia entre la Revolución mexicana y el liberalismo social de principios del siglo XX. Es por eso que el artículo 27 de la Constitución fue el único que preocupó desde un principio al gran capital nacional e internacional, que veía en aquél una seria amenaza a sus intereses. La expropiación petrolera de 1938 fue la comprobación de que la inquietud de las compañías extranjeras tenía fundamento. Si fuera sólo por el artículo 27, la ideología de la Constitución mexicana podría calificarse de socialismo liberal en vez de liberalismo social.
Más allá de los membretes, ¿podemos aceptar que lo que se conoce en México como el liberalismo social, inspirado en la Constitución de 1917, es la ideología de la Revolución mexicana? Esta cuestión es, en alguna medida, terminológica. Si por “ideología” se entiende un cuerpo de textos teóricos redactados por un grupo de políticos e intelectuales, hay que conceder que la Constitución de 1917 no es una ideología en ese sentido. Los constituyentes no se reunieron para formular una ideología, mucho menos para escribir un tratado sobre la sociedad y el ser humano, sino para redactar, y con muchas prisas, una Constitución revolucionaria. Aunque la Constitución de 1917 tiene entre sus antecedentes muchos planes, manifiestos y libros, no es claro que exista un conjunto bien definido de textos teóricos que hayan determinado de antemano su orientación. Las influencias fueron muy diversas y diferentes entre sí. Por ello, podría decirse que la Constitución