Algunos de los pequeños se chocaron conmigo y se aferraron a mis piernas, y me rogaron que los protegiera del lobo malo que los perseguía.
Un cachorrito –un niño llamado Tony– trepó por mis piernas y pecho, y me abrazó. Me torció las gafas mientras me gritaba que no quería ser comido, ¡sálvame, Robbie, sálvame!
Me reí y lo hice girar; los demás niños me rodearon y me pidieron que también los alzara. Les gruñí juguetonamente, mostrándoles los dientes. Me imitaron.
–No sé si puedo salvarte –le expliqué a Tony–. Quizá tengas que salvarme tú a mí.
–¡Puedo hacerlo! –exclamó Tony–. ¡Lo he aprendido! ¡Mira!
Entrecerró los ojos y apretó los dientes hasta que su rostro comenzó a cobrar una tonalidad rojiza alarmante. Y entonces, por un breve instante, sus ojos ardieron naranjas.
–Guau –me asombré–. Mírate. Lo estás haciendo genial. Algún día te convertirás en un lobo increíble.
Chilló de placer y se retorció tanto entre mis brazos que casi se me cae. Los otros niños también querían mostrarme sus ojos, y la mayoría lograba mostrar el destello naranja brillante. Los que no podían parecían decepcionados, pero les expliqué que sucedería cuando estuvieran preparados, y sonrieron.
La loba que los había estado persiguiendo –la maestra– gruñó por lo bajo, y dejé a Tony en el suelo. Los niños se marcharon rumbo a la escuela.
–Vaya grupito, ¿eh? –le comenté a la loba.
Resopló y se apretó contra mí, y los lazos que nos unían se encendieron. Era como si una cuerda tensa punteara en la oscuridad y reverberara en mi cabeza. Cerré los ojos al sentir su peso y…
(te veo)
Retrocedí un paso al oír la voz extraña en mi mente.
No sabía de quién era. No la reconocía. No venía de nadie que yo conociera. Nadie en el complejo, al menos. Resonó en la oscuridad, y luego desapareció.
La loba ladeó la cabeza para mirarme y sentí su pregunta sin palabras.
–Estoy bien –dije, con una sonrisa forzada–. No dormí bien anoche. Un día importante. Ya sabes cómo me pongo.
La loba resopló y arañó el suelo. Se apretó contra mí una vez más; su aroma era dulce y tibio. Alzó la cabeza y me empujó las gafas sobre la nariz. Las lentes se empañaron brevemente; fruncí el ceño y ella resopló de nuevo.
–Sí, sí. Tienes una clase que dar, Sonari. Apúrate.
El hilo que nos unía volvió a sonar, y ella partió al trote tras los niños.
Me la quedé mirando. Sentí el comienzo de una migraña. Me froté el cuello y luché contra el deseo de transformarme y correr hacia los árboles. Era un ansia que no podía satisfacer. No aún. Tenía un trabajo que hacer.
La gente –lobos y brujos por igual– me saludaba mientras caminaba por el complejo. Los saludé, pero no me detuve a charlar. Tenía lugares a los que ir, personas que ver. No les gustaba cuando llegaba tarde.
Algunos lobos me ignoraban, pero estaba acostumbrado. Ocupaba una posición que ellos creían inmerecida, dado el poco tiempo que había pasado allí. Me importaba una mierda lo que pensaran. Contaba con la confianza de la Alfa de todos y de su brujo, y eso era todo lo que importaba.
Pero la mayoría eran amables. Pronunciaban mi nombre como si estuvieran felices de verme, como si yo importara. Respiré el aire del complejo y del bosque, oí a los lobos moviéndose a mi alrededor, el día apenas comenzaba. Era como siempre había sido desde mi llegada a Caswell. Animado, con muchas partes trabajando juntas.
Había una casa apartada de todas las demás, entre los árboles. Los niños no se le acercaban. La mayoría de los adultos tampoco. Era una casa normal, con persianas verde oscuro y el revestimiento pintado de blanco. Pero estar cerca de ella me hacía sentir bajo el agua, y me hacía estornudar.
Un lobo estaba frente a la casa, apoyado contra la puerta, los brazos cruzados sobre un pecho imponente. Me saludó con la cabeza.
–Robbie.
–Ey, Santos. ¿De guardia de nuevo?
–Cuestión de suerte –afirmó, entrecerrando los ojos.
–Parece que siempre estás de suerte, entonces.
–Alguien tiene que hacerlo –se encogió de hombros e indicó con la cabeza en dirección a la puerta–. No es difícil. El tipo apenas puede moverse. Siempre y cuando no lo tenga que lavar después de que se caga encima, no tengo problema. Hay trabajos peores.
Las protecciones alrededor de la casa me hacían hormiguear la piel y picar la nariz. No sé cómo Santos soportaba estar tan cerca de la barrera mágica. Un código, una especie de botonera metafísica de la cual solo algunos tenían la combinación, levantaba la barrera. La mayoría no entraba sin Ezra, e incluso entonces, entraban y salían lo más rápido posible. No te quedabas a pasar tiempo con el prisionero. Los monstruos debían permanecer bajo llave por el bien de todos nosotros. A pesar de eso, sentía curiosidad por él, por lo que había hecho. Muy pocas personas lo sabían. Yo no era una de ellas.
–¿Habla?
–Sabes que no –Santos negó lentamente–. Totalmente vacío. Ni siquiera sabe quién es, menos dónde está.
Santos tenía una expresión extraña en el rostro. No era de maldad, pero sí desagradable.
–¿Por qué te interesa?
–No sé… No me interesa –respondí, frunciendo el ceño.
–Por supuesto que no –repitió, con una mueca despectiva. Le caía mal a Santos–. ¿No tienes que estar en otro lado? Ezra pasó hace un largo rato, lo que quiere decir que estás llegando tarde.
Largué un insulto.
–No sé por qué no me esperó.
–Sabe cómo eres por la mañana.
–Ya, ya. Sigue así, Santos. Veremos cuán lejos llegas.
–Por supuesto, Robbie –se rio, burlón.
Me despedí saludándolo con la mano. Eché otro vistazo a la casa por encima del hombro. Me pareció ver movimiento en una de las ventanas, pero me dije que era solo un juego de luces y sombras.
La casa más grande del complejo era una cabaña de dos plantas con un largo porche cubierto que daba al lago. Las ventanas estaban abiertas para dejar pasar el aire fresco. Subí las escaleras al porche; la madera crujía bajo mis botas. Dudé por un instante antes de abrir la puerta.
El interior de la cabaña era amplio. Un fuego ardía en el hogar y los lobos se movían con rapidez por la planta baja. Algunos me echaron una mirada, pero la mayoría me ignoró. Estaban ocupados, y la Alfa de todos prefería que fuera así.
Subí la escalera que conducía al primer piso; me aparté hacia la baranda cuando una mujer que conocía de vista bajó corriendo. Me sonrió al pasar, pero no se detuvo. La casa era ruidosa y siempre estaba en movimiento, con gente yendo y viniendo.
Llegué al final de la escalera. A mi izquierda, cinco puertas