–Estás bien –dijo una voz amable–. Robbie. Estás bien. Fue solo un sueño. Estás a salvo.
Parpadeé rápidamente e intenté recuperar el aliento.
El hombre junto a mi cama parecía preocupado, las líneas profundas de su cara arrugada bien marcadas. Estaba vestido con ropa de dormir y tenía los pies descalzos, delgados y huesudos. Hacía tiempo que su pelo había desaparecido y tenía manchas en el cráneo y en las manos. Estaba encorvado, más por su edad avanzada que por la preocupación. Pero su mirada era límpida y cariñosa, y él era real.
Ezra.
Me calmé de inmediato.
Sabía dónde estaba.
Estaba en mi habitación.
Estaba en la casa que compartía con él.
Estaba en casa.
–Por Dios –musité, bajando la vista hacia la maraña de ropa de cama que me rodeaba las piernas y la cintura. Estaba sudando y el corazón me galopaba en el pecho. Me pasé la mano por la cara e intenté quitarme las imágenes residuales que me bailaban en los ojos.
–¿Los sueños de nuevo? –me preguntó Ezra, sacudiendo la cabeza.
–Sí –respondí, dejándome caer sobre la cama y cubriéndome los ojos con el brazo–. De nuevo. Pensé que ya lo había superado.
La cama se hundió cuando se sentó junto a mí. Aunque yo me sentía acalorado, el aire de la habitación era fresco. La primavera tardaba en llegar este año y aún quedaban manchones de nieve en el suelo a comienzos de mayo, aunque en su mayoría era nieve medio derretida y sucia. La luna casi nueva seguía tironeando de mí, cual gancho, en los confines de mi mente.
Ezra me apartó con suavidad el brazo de la cara y luego apoyó la parte posterior de la mano contra mi frente.
–No puedes forzarlo, Robbie –sentía el ceño fruncido en su voz–. Cuanto más lo intentes, peor será.
Titubeó.
–¿Pasó algo hoy? Estuviste callado durante la cena. Te escucho, querido, si quieres hablar de eso.
Suspiré mientras él movía su mano. Abrí los ojos y contemplé el cielorraso. El latido de mi corazón se estaba calmando y el sueño se desvanecía. Me sentía… más tranquilo, por alguna razón. Podía pensar. Sentía que era por el hombre a mi lado. Me mantenía con los pies sobre la tierra. Era lo más parecido a un padre que había tenido, y tenerlo cerca bastaba para traerme a la realidad. Giré la cabeza para mirarlo. Se lo veía preocupado. Me estiré y él me tomó la mano, y sentí los huesos viejos debajo de la piel delgada como el papel.
–No es nada.
–Me resulta difícil creerlo –resopló–. Quizá puedas engañar a todos los demás, pero no soy como ellos. Y lo sabes. Inténtalo de nuevo.
Sí, lo sabía. Busqué las palabras adecuadas.
–Es… –sacudí la cabeza–. ¿Alguna vez has pensado que puede haber algo allí afuera? ¿Algo más?
–¿Más que qué?
–Que esto.
No encontraba otra manera de poner mis pensamientos confundidos en palabras coherentes. Él asintió lentamente.
–Aún eres joven. No es raro que pienses eso –bajó la vista hacia nuestras manos unidas–. De hecho, me parece bastante normal. Yo era igual cuando tenía tu edad.
Me sentí un poco mejor.
–¿Unos siglos atrás?
Su risa sonó oxidada y seca. Era un sonido que no oía tan seguido como me hubiera gustado.
–Atrevido. No soy tan viejo. Al menos, no aún –su risa se apagó–. Me preocupo por ti. Y sé que me dirás que no lo haga, pero eso no me detendrá. No estaré aquí para siempre, Robbie, y…
–No de nuevo –gruñí–. No irás a ningún lado. No te dejaré.
–No sé si tienes mucha influencia en el asunto.
–¿No? Ya veremos.
La idea me ponía incómodo. Era tan frágil, tan rompible. Los humanos solían serlo, y no soportaba la idea de que le fuera a pasar algo. Era un brujo, sí, pero la magia tenía sus límites. Una vez, le pregunté qué sucedería si se dejara morder. Le dije que correríamos juntos bajo la luna llena y él me abrazó y me frotó la espalda mientras me decía que los brujos no podían ser lobos. Su magia no lo permitía. Si alguna vez lo mordía un Alfa, me dijo, la magia del lobo y la magia del brujo lo destrozarían. No volví a preguntárselo.
–Sé que harías mucho por mí… –me apretó la mano.
–Cualquier cosa –lo corregí–. Haría cualquier cosa.
–… pero debes prepararte. No debes estancarte, Robbie. Y eso quiere decir que tienes que pensar en lo que te espera. Es ese algo más que acabas de mencionar. Y, por más que me gustaría estar contigo para siempre, no será así.
–Pero no será pronto, ¿verdad? –insistí.
Puso los ojos en blanco; lo quise tanto por eso.
–Estoy bien. Todavía me guardo algunos ases en la manga. Nada por lo que debas preocuparte.
–Es gracioso que tú digas eso.
–No creas que no me di cuenta de cómo has dado vuelta la conversación para hablar de mí –me espetó con el ceño fruncido.
–No tengo idea de qué hablas.
–Espero, de verdad, que no esperes que me lo crea. ¿Qué pasó en el sueño esta vez?
Corrí la cara. No podía mirarlo y hablar de esto. Se sentía, extrañamente, como una traición.
–Lo mismo.
–Ah. Los lobos entre los árboles.
–Sí –tragué–. Ellos.
–¿El Alfa blanco?
–Sí.
–¿Qué crees que significa?
–No lo sé –respondí, encogiéndome de hombros–. Podría significar cualquier cosa. O nada.
–¿Lo reconociste?
Negué.
–Y había otros. Muchos. Y estaban aullando.
Cantando, casi se me escapa, pero me contuve en el último instante.
–Es como si me estuvieran llamando.
–Entiendo. ¿Había algo más? ¿Algo distinto?
Sí. El lobo gris con franjas negras en la cara, que llevaba una piedra entre los dientes. Nunca lo había visto antes. Aparté mi mano de la del brujo y me froté el espacio entre el cuello y los hombros.
–No –dije–. Nada más.
Me pareció que me creía. ¿Y por qué no lo haría? Yo siempre era sincero con él. No tenía razón para pensar otra cosa.
–Siempre te ha costado encontrar tu lugar. Quizá sea solo la manifestación de querer tener un lugar de pertenencia.
–Este es mi lugar. Contigo.
Las palabras sabían a quemado. A humo y ceniza.
–Lo sé. Pero eres un lobo, Robbie. Necesitas más de lo que yo puedo darte. Los lazos que