–Está bien. No voy a lastimarlos –dijo.
Estábamos en el territorio de otro lobo.
La mujer nos llevó a la Alfa, en una cabaña vieja que tenía dos chimeneas.
Mi madre me mantuvo cerca suyo.
Los ojos de la Alfa brillaron, rojos.
Mi madre tembló.
–¿Tienen comida? Tenemos hambre –dije yo.
–Sí. Creo que sí –sonrió la Alfa–. ¿Te gusta el pastel de carne?
No sabía qué era el pastel de carne. Se lo dije.
La sonrisa se desvaneció.
–¿Por qué no probamos a ver si te gusta? Si no, podemos preparar otra cosa.
Me gustó muchísimo el pastel de carne. Me pareció que nunca había comido algo tan rico antes. Comí hasta que me dolió el estómago.
La Alfa se alegró.
Nos quedamos.
La primera noche, mi madre durmió enroscada alrededor de mí.
–¿Qué te parece, cachorro? –susurró, besándome la cabeza.
Bostecé. Estaba cansado, y dormir en una cama por primera vez en un largo tiempo se sentía bien.
–Sí –confirmó ella–. Pienso lo mismo.
Pasaron los días. Las semanas.
–¿El padre? –preguntó la Alfa.
Yo dibujaba en la mesa de la cocina. Me habían dado montones de crayones. Había marcadores, también, pero estaban casi todos secos porque les faltaban las capuchas.
–Cazador –susurró mi madre con la voz estrangulada–. Pensé que era… Pensé que él era mi…
Alcé la vista y vi que lloraba. Lo sentí al fondo de la garganta. Había un olor amargo en el aire, como si algo estuviera podrido.
No reconocí qué era.
Más adelante lo sabría.
Era vergüenza.
Antes de que pudiera acercármele, la Alfa se levantó y la abrazó. La abrazó con fuerza y le dijo que entendía.
El olor amargo se desvaneció después de un rato.
Tuvimos meses. Meses en los que nos quedamos quietos y parecía que habíamos encontrado nuestro lugar. Éramos como un árbol, nuestras raíces crecían en la tierra y se fortalecían con el paso de los días. Nuestra cama empezó a oler a nosotros. Daba gusto.
No duró.
Ardió todo.
Me desperté por el olor, y no era vergüenza.
Era fuego.
Los lobos aullaban.
Mi madre me alzó de la cama.
Tenía los ojos como platos, aterrados.
Hubo un estruendo fuerte en alguna parte de la cabaña y oí gritos de hombres. Era la primera vez que oía una voz masculina en mucho tiempo, porque la Alfa no permitía hombres en su manada. Decía que no le servían para nada; me guiñaba el ojo y me decía que yo iba a ser la excepción. Me hacía feliz, más feliz de lo que había estado en un largo tiempo, porque iba a ser un buen hombre. El mejor de todos. Mi madre me lo decía.
Nos acercamos a la ventana. Estaba oscuro cuando me dejó caer al piso. Uno de mis pies descalzos aterrizó en una roca y me corté.
Grité, aunque ya empezaba a sanar lentamente.
Madre me cubrió la boca con la mano y me alzó en sus brazos.
Corrió. Nadie podría correr más rápido que mi madre. Siempre había creído eso.
Pero, esa noche, no pudo correr lo suficientemente rápido.
El árbol al que me llevó era viejo. Antiquísimo. Denise me había dicho que era especial, que era la reina del bosque y que protegía a todo sobre lo que se alzaba.
En primavera, llegaban los zorros y tenían sus crías en la oquedad que había en su base. Estaba vacía cuando mi madre me metió en ella. Había hierba y hojas muertas dentro, y era mullida.
Mi madre se agachó, el pelo negro le enmarcó la cara. Tenía hollín en ella, en las manos. Usaba gafas aunque no las necesitaba. Decía que la hacían sentirse mejor. Más inteligente. Creía que era una tontería, pero en ese momento me pareció la persona más hermosa que había visto.
–Quédate aquí –me dijo–. Hagas lo que hagas, oigas lo que oigas, no salgas hasta que yo venga a buscarte. Aunque alguien te llame por tu nombre, no te muevas. Es un juego, lobito. Estás escondido y no puedes permitir que nadie te encuentre.
Asentí porque ya había jugado a este juego antes.
–Silencioso como un ratón.
–Sí. Silencioso como un ratón. Ten, guárdame esto –se quitó las gafas y me las puso. Me quedaban demasiado grandes y se me caían de la nariz. Estiró la mano y me tocó la mejilla–. Te amo. Siempre.
Y, entonces, se transformó.
Su lobo era gris como las nubes de tormenta. Tenía rayas negras en el hocico y entre las grandes orejas. Me miró una vez más, y sus ojos ardían naranjas.
Desapareció.
Me quedé en el árbol. Era un juego, y no quería perder.
Incluso cuando oí lobos aullando de dolor, me quedé.
Incluso cuando oí hombres gritando, me quedé.
Incluso cuando oí disparos, me quedé, pero me tapé los oídos.
Me quedé incluso cuando oí una voz llamándome por el nombre, cuando el cielo empezaba a clarear.
Una voz masculina.
Y familiar, como si la hubiera oído antes.
–Robbie –decía–, ¿dónde estás, hijo? Sal, sal, sal.
–¿No me reconoces? –decía.
–Robbie, por favor. Soy tu papi.
Silencioso como un ratón, me quedé.
Por fin, las voces se apagaron.
Pero me quedé igual.
Luego, me dirían que estuve en el hueco durante tres días. No recuerdo gran parte, solo momentos breves, como cuando encontré una bellota y me la comí porque tenía hambre. O cuando tenía que orinar, así que lo hice en un rincón; el olor me dio nauseas por horas.
Los lobos me encontraron, por fin.
Me taparon los ojos cuando me sacaron. Me preguntaron quién era. Qué había sucedido. Quién había hecho todo eso.
–Soy silencioso como un ratón –les dije, cuando me cargaban–. Tengo sed. ¿Tienes agua? Mamá debe tener sed. Corre muy rápido. La encontraré. Soy bueno para buscar rastros. No se esconderá de mí.
Vi lo que quedaba de la cabaña, quemada y aún humeante.
No volví a ver a Denise ni a su compañera.
Tampoco vi a la Alfa y a su compañera.
Pero sí vi a mi madre una vez más.
Tenía sangre en el pelaje, y les grité a las moscas que revoloteaban alrededor de su cabeza, pero los lobos me llevaron.
Los recuerdos son extraños. Los llevo como si fueran cicatrices.