–Leí Los de abajo en la secundaria, como todo el mundo, ¿o no? –dijo Rosalía.
–Sí, yo también.
–A mi madre le extrañaba verme siempre llevando un libro para todos lados, no me hacía comentarios al respecto, pero imaginaba que las cosas no estaban en su sitio –Rosalía recargaba los codos sobre la mesa y entrecruzaba sus manos.
–Me imagino que no erraba en sus presentimientos, querida Sor Juana.
–Sí, por supuesto. A ella le gustaba la música. Ponía un disco en las mañanas y bailaba. Cuando dejó de hacerlo se murió.
–Si renuncias a la música que te ha acompañado en la vida es que estás diciendo adiós –añadí, dramático. Preferí no mencionar que eso mismo había sucedido con mi madre.
–Estás diciendo adiós –repitió para sí Rosalía.
–Nada menos.
–Cuando te conocí, en Tijuana, pensé que eras un conocedor de libros, un bibliófilo, pero veo que…
–No puedo leer como antes, me distraigo.
–Sí, ese es tu problema, la falta de concentración y dedicación.
–No me parece un problema, ¿cómo puede una persona concentrarse? –dije. El mesero, un hombre gordo y sonriente puso encima de la mesa dos cervezas más.
–Para leer se requiere concentración.
–Hace varios meses compré una novela solo para enterarme por qué una obra a la que un escritor ha dedicado toda su sabiduría se remata a mitad de la calle en diez pesos.
–Debió ser malísima.
–No, de ninguna manera, se llama Una soledad demasiado ruidosa.
–¿Quién la escribió?
–¿Vamos a seguir buscando edificios famosos?
–Sospecho que te has cansado.
–Estoy cansado, déjame esperarte en la cervecería.
–Bueno, pero no te emborraches. Qué mala compañía eres, Orlando.
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