Malacara. Guillermo Fadanelli. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Guillermo Fadanelli
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078667697
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madera oloroso a lápiz, cartoncillo, goma y pegamento donde so ñé por primera vez con una mujer mayor. ¿Qué tan mayor?, no lo sé, pero aun si mi profesora hubiera sido una adolescente yo la recuerdo desde el presente como una mujer de veinticinco años coronada por un peinado abombado, negro, abundante. Carmen se parecía tanto a Elsa Aguirre que me gustaría preguntar si Elsa Aguirre, esa belleza cínica e imbatible, no fue maestra de primaria antes de ser actriz. Sí, era un timorato menor de edad, pero ya desde aquellos días me hipnotizaban las piernas femeninas. Si uno viniera al mundo solo a mirar y acariciar las piernas de las mujeres yo me sentiría bastante satisfecho y estoy seguro de que renunciaría a toda clase de especulaciones éticas o bienes terrenos: es una exageración y hasta un piropo vulgar reconocerlo, pero siento placer al decirlo.

      Me sentaba frente a mi maestra, justo en el pupitre delante de su escritorio y me concentraba en sus tobillos, ajeno a las oscuras lecciones que Carmen nos ofrecía con la noble tranquilidad de una mujer samaritana. Ninguna división de tres guarismos resultaba importante cuando frente a mí se manifestaba la belleza concentrada en esos tobillos torneados, cubiertos de vellos dóciles y solo perceptibles para mis ojos y mi hambre de cernícalo. Lo tengo que decir: en cuanto veo a una mujer hermosa sé de inmediato para qué vine al mundo, como lo sabe cualquier armadillo cuando mira correr entre los prados a la señora armadillo envuelta en su caparazón tornasolado. ¿Cómo podía Carmen creer que al mostrar, descaradas, esas piernas, podíamos concentrarnos los niños en las su mas de tres dígitos? Acaso seis más tres, pero nunca una suma de trescientos más ciento cuarenta y cuatro. Esa honrosa distracción de párvulo continúa afectándome cuando converso con una mujer de piernas agraciadas. En cambio, tratándose de otros temas he mudado de parecer millones de veces y mis ideas al respecto no se mani fiestan más que como el preámbulo de otras ideas las cuales en el futuro serán completamente diferentes. Un ejemplo: en mis años veinte sufrí inclinaciones hacia al anarquismo, pero en cuanto el tiempo transcurrió me volví un socialista moderado que desembocó después en un pesimista melancólico que en breve se transformó en un loco que, si pudiera, ordenaría más de un fusilamiento. Hoy no tengo convicciones a la mano para persuadirme de casi nada, y mis ideas han perdido su columna vertebral: ¿se puede sembrar trigo pensando de esta manera?, no, por supuesto, la única manera de sembrar trigo y sobrevivir es teniendo un pensamiento más o menos campesino o inocente. Así que a olvidarse de los fusilamientos y de perpetrar crímenes en nombre de alguna causa. Ahora, consecuencia de mis traumáticas experiencias, sé que para modificar mis convicciones solo necesito que el tiempo pase. Quiero pensar que si los hombres poseen ideales es porque no vivirán más que unos cuantos años. De lo contrario no se harían los importantes: miserables e imbéciles mortales, migajas pretenciosas, veo ya en su cara el ajetreo de los gusanos. Si un ser llamado Orlando Malacara puede responder a su nombre, no es de ninguna manera a causa de que posee un pensamiento o cerebro capaz de hacer de su nombre una entidad singular: Orlando Malacara existe porque, como las semillas de tantas plantas silvestres, germinó a orillas de un camino arcilloso que bien pudo estar en Marsella o en los confines de las hermosas tierras riojanas.

      ACUSACIÓN

      Como cualquier persona mediocre y sustituible temo que la paz momentánea que reina en mi casa sea destruida en un momento inesperado. Es esta la razón que me hace temblar cuando una visita espontánea e inesperada toca a mi puerta. ¡Esto es lo más ingrato que puede sucederme! No se me puede convencer de que pese a los supuestos progresos humanos continuemos propinando violentos golpes a las puertas como simios impacientes que exigen entrar o salir de sus gavias. Así sucedió en un mayo pasado cuando varios estrepitosos coscorrones cimbraron la puerta de mi domicilio. Habito el número veintiséis de la calle Ciencias en una casa que, a simple vista, podría pasar por una bodega desvencijada, pero que una vez salvada la puerta es cómoda e incluso podría considerarse refinada.

      La casa conserva candiles de araña en las recámaras y en el comedor, candiles que de tan viejos se han convertido en novedad para la moda. Ojalá sucediera lo mismo conmigo y que todas las jóvenes del mundo voltearan a mirar a este polvoso candil fabricado en industrias Malacara. Cuando abrí la puerta me enfrenté a tres hombres que me observaban plenos de una curiosidad no disimulada. Pese a que en sus gestos asomaba una ridícula fiereza, husmearon en mi persona, como si se tratara de un trío de curiosas mujeres de lavadero: tenían la intención de intimidarme, pero no lo hicieron porque una vez que me decido a abrir la puerta lo menos que espero es una lluvia de puñaladas o culatazos: si abro la puerta lo menos que espero es la muerte y si no es la muerte quien me visita entonces ni el mismo cristo sangrante puede impresionarme.

      Los hombres vestían de manera informal, suéteres baratos, pantalones discretos y solo uno de ellos usaba anteojos. A primera vista me parecieron simples ciudadanos que el día de las elecciones para gobernador se levantan de su cama a depositar su voto en las urnas. Mi primera apreciación fue equivocada, aunque en seguida comprendí cuál era su función en la sociedad: representar la figura utópica de agentes judiciales. A su lado, dos ancianas hurgaban en mi persona como si jamás hubieran tenido la oportunidad de observar moluscos a tan corta distancia. La causa de la visita se debía a que una de estas mujeres afirmaba haberme visto golpear a un hombre hasta el extremo de causarle la muerte. Pese a la contundencia de las acusaciones el testimonio de dos octogenarias causaba serias dudas en la policía. Antes de enviarme un citatorio o aprenderme, los judiciales decidieron hacerme una breve visita.

      –Me imagino que estará al tanto del asesinato que ocurrió hace unos días, en esta misma calle –me dijo uno de ellos despertando en seguida mi curiosidad.

      Una curiosidad irreprimible, tal sentimiento me provocan las personas que comienzan una conversación, ya sea por placer o porque no toleran que el silencio se prolongue demasiado tiempo.

      –No conozco los detalles, pero desde mi ventana me di cuenta de que una ambulancia recogía el cuerpo –respondí.

      –Estas señoras, sus vecinas, afirman que usted cometió el crimen. Como puede ver, ellas también acostumbran mirar desde la ventana –me intrigaba que el sujeto me hablara de usted, ¿de dónde provenía semejante educación?

      –No sé si estas señoras, a quienes no conozco, se encuentren dispuestas a encarar un proceso por difamación. Me considero un hombre tranquilo que no guarda aversión hacia nadie en especial –dije, cortés, pero sobre todo solemne. Desempeñaba en ese momento el papel de un indefenso Kafka ante el inhóspito laberinto de los tribunales.

      –No estoy mintiendo –terció la anciana de menor estatura. Era odiosa.

      ¿Cuántas veces desde mi ventana la había observado pasear su escoba sobre la acera? Era probable que, antes de ocupar su ataúd, decidiera comenzar a barrer también con los vecinos.

      –La calle es oscura. No creo que estas mujeres hayan podido ver nada. Si desean esperar a que llegue la noche se darán cuenta de que estamos en una calle sin demasiada iluminación. Cuanto más si se está casi ciego –exclamé a sabiendas de que llamar ciego a un anciano causaría una mala impresión en las autoridades.

      –Según nuestra información, el muerto tenía su domicilio lejos de aquí –dijo otro hombre, sin rostro, unos labios que apenas se movían.

      –No sé nada, probablemente peleó con un transeúnte. Poseo escasa imaginación, así que los hechos que no puedo certificar con mis propios ojos no sé de qué manera imaginármelos. Estoy dispuesto a hacer las declaraciones necesarias, pero no me involucre porque dos ancianas ven elefantes en las noches.

      Me pareció, contrario a lo esperado, que mí última frase causó buena impresión en los policías, no así en la anciana acusadora que, furibunda, me increpó sugiriendo que los elefantes retozaban en la imaginación de mi madre. Estos insultos las hicieron aún más sospechosas: acaso el motivo de una acusación tan grave tenía que ver más con una riña entre vecinos que con un testimonio verídico. Llamar ciega a una anciana es cruel, pero escuchar a esta misma anciana lanzar insultos propios de un soldado deja también mucho que desear.

      –De entrada, nos parece bien que esté dispuesto a cooperar –retomó la batuta el agente dotado de mayor autoridad–; este caso no ha causado ruido en la prensa, de lo contrario estaría usted