Volviendo al asunto del consultorio, no hubo necesidad de establecer un diálogo porque el doctor Castellanos no se mostró interesado en saber si contaba yo con opiniones acerca de su diagnóstico. Le importaba un pepino. La verdad es que me sentía muy complacido de que tanto mi mujer como el médico se portaran como seres educados y conversadores y no me incomodó que ella olvidara mencionar los ligeros temblores que se apoderaban a veces de mí en la madrugada. Era hasta cierto punto necesario mencionar los temblores en cuanto nada como ellos me causaba tanto temor a la muerte, pero no deseaba interrumpir aquella animada charla entre Rosalía y Castellanos Mont.
Comúnmente los temblores a los que aludo se apoderan de mí ya un tanto entrada la noche, cuando las televisoras, además de sus infomerciales obtusos, comienzan a transmitir películas de vaqueros o de policías rurales mexicanos. En cuanto aparecía en la pantalla el rostro de Mario Almada sabía que me encontraba en medio de una noche tormentosa y que ni el más astuto alguacil podría remediar con sus proezas la incertidumbre de mi estado físico. Cuando los estertores se tornaban más intensos comenzaban mis preocupaciones. ¿En qué condiciones encontraría el cadáver mi mujer la mañana siguiente? Las personas no se detienen a pensar demasiado en estas cosas, no le encuentran sentido: finalmente el cuerpo sin vida será problema de los vivos que deberán hacer serios esfuerzos a la hora de abandonar el fiambre en un lugar adecuado. Si Rosalía me encontrara sobre mi cama en posición fetal, seguramente pensaría que había pasado frío en la madrugada. Ni siquiera su corazón de ardilla podría advertir que ese hombre enconchado en su propio cuerpo la había palmado en algún momento de la noche. Rosalía tendría que soportar, además de un cuerpo tieso, un olor que en vida me cuidé mucho de expeler. Cómo me incomodaba pensar que justo en el momento de la muerte mi rostro adquiriría un rictus funesto cuya imagen mi mujer tendría que conservar en su mente para siempre: nunca sus sentidos se habrían visto tan estimulados como cuando su hombre se convirtiera en una cosa sin vida.
–Rosalía, he estado pensando que una mujer de tu carácter no debe tener ningún inconveniente en vestir a un cadáver.
Ella se encontraba sentada en la mesa del comedor haciendo sumas en una libreta. A juzgar por su rostro la suma parecía favorable.
–¿Qué? ¿Un cadáver, dices? No entiendo.
–¿Te preocupa la edad?
–Me atemoriza llegar a vieja, pero en treinta años seré una anciana; no deseo enfermarme, pero me enfermaré, no me importa, ¿por casualidad tienes una sumadora?
A las mujeres bellas debería permitírseles todo, incluso matar. Rosalía me dio largas temporadas de sosiego sin saber qué recibiría ella a cambio. Es inquietante pensar que han existido personas cuya muerte las sorprende sin saber si recibieron algo a cambio de sus esfuerzos, pero me consuela reconocer que tal diatriba sucede con casi todos. ¿Qué recibió mi padre a cambio de su esmerado trabajo, sino un hijo estúpido que incluso le escatimó la admiración que debe mostrar todo vástago ante la figura de un padre laborioso? Creo, a expensas de sentirme culpable, que Rosalía todavía no está segura si ha recibido de mí algo valioso para presumir en los años venideros.
He escuchado a casi todas las madres afirmar que, durante su juventud, gozaron de partidos interesantes los cuales despreciaron debido a su inexperiencia. Así también presumía mi madre; llevaba consigo un rosario de pretendientes cuyos atributos recitaba a la menor provocación: todos estos supuestos candidatos a su amor habían sido más guapos e interesantes que mi padre, todos ellos más varoniles, sensibles, cultos y trabajadores. Como nadie puede desmentir a las madres entonces ellas romantizan exageradamente al respecto e inventan incluso lo que fue cierto. Las mujeres tienen cientos de pretendientes en su juventud, pero se casan con el único que les estropea la vida. ¿No es esta una paradoja de lo más idiota? Siempre es así, sin embargo ¿qué podría rescatar Rosalía de mi persona cuando me describiera frente a una hipotética hija veinte años más tarde? Probablemente mi fingida serenidad o mi cortesía, pero es imposible saberlo porque lo más probable es que dentro de veinte años Rosalía recuerde de mí solo detalles anodinos y poco dramáticos. Le contará a su hija que su antiguo amante se engullía los gajos de mandarina sin escupir las semillas. ¿Cómo era posible que se tragara enteros los huesos de naranja? Su sorpresa estará bien justificada porque mi estómago ha debido soportar a lo largo de su vida cantidades inmensas de semillas de mandarina.
VUELVE LA ANCIANA
Cierto día, mientras me encontraba hojeando un diccionario en la sección dedicada a la letra W recibí una visita inesperada. Tocaron de manera tan discreta que por momentos dudé de que esos suaves impactos en la puerta fueran reales, ¿acaso la humanidad se había vuelto sensata y lo expresaba en aquel minúsculo acontecimiento? Recién había terminado los quehaceres rutinarios: lavar unos cuantos platos, sacudir el polvo de los muebles, asear el excusado con ácido muriático. De quehaceres rutinarios nada tenían, ya que podían sucederse varios días sin que pusiera mi vista una sola vez en la cocina. Asear mi casa es un acontecimiento que merece ser registrado en un diario íntimo. Sobre todo cuando disuelvo los miasmas o limpio con vinagre la duela del piso. Sin descorrer las cortinas atisbé, desde la ventana, una silueta conocida. La vieja que me había acusado de haber cometido un crimen estaba frente a mi casa en espera de que el asesino abriera la puerta. Dudé en hacerlo, pero la curiosidad se impuso a mi discreción. Fue entonces que tuve conciencia de mi error. Quien tocaba a mi puerta no era la anciana acusadora, sino su compañera, la discreta anciana que en aquella ocasión se había mantenido en silencio y a un paso atrás de los agentes.
–¿En qué puedo servirle, señora?
–Quisiera hablar con usted. Es muy breve lo que quiero decirle.
No consideré adecuado invitarla a pasar. Su abrigo de lana carecía de sentido en una tarde calurosa.
–Si es breve puede decírmelo aquí, señora.
–¿Es usted cristiano? –me preguntó. Debí haberlo supuesto. Esta señora iba nada menos que en busca de mi alma.
–No, señora. No me considero cristiano ni creo en los dioses que inventan los humanos. Como usted comprobará soy una persona de mente modesta. La idea de Dios no cabe dentro de esa mente diminuta.
No sé por qué he respondido así a una pregunta tan sencilla, acaso porque he querido resumir en una frase toda mi participación.
–Tiene razón, tampoco yo me considero cristiana, ni creo en dioses inventados–agregó. A sus palabras siguió un silencio que se extendió más de lo necesario. Después continuó:
–La policía no hará nada para detenerle. Son unos holgazanes y usted los ha convencido exagerando su seguridad.
–Los he convencido porque soy inocente –insistí, ¿para qué?
–Usted no tendrá castigo en esta tierra, ni tampoco en otro mundo. Usted quedará sin castigo por lo que hizo. Es afortunado.
–Afortunada usted, señora, que ha llegado a vivir tantos años sin caer en las redes de ninguna religión. Yo soy incapaz de hacer daño a nadie, si usted a su edad no se da cuenta de eso, entonces ¿qué puedo yo hacer?
–Solo vine a decirle que reprobamos lo que usted ha hecho. No nos ha engañado, pero tampoco podemos hacer nada. Somos demasiado viejas.
–De una manera u otra todos en esta ciudad somos desafortunados. Si quiere usted que le sea sincero me habría gustado estar en el lugar del hombre que asesinaron.
–El hombre que usted asesinó.
–En un aspecto no se equivoca usted, señora. Tengo enormes deseos de