–No, por supuesto. Si le comunico que soy escritor de novelas es porque cuando tengo deseos de matar a uno me dedico a hacer sufrir o matar a mis personajes.
–Es usted un hombre malo, señor…
–Me llamo Orlando Malacara, y no soy un hombre malo, más bien un escritor malo.
–Es usted un hombre perverso, señor Malacara, aunque se oculte tras sus palabras.
VIRTUDES DE ROSALÍA
Me incomoda hacer observaciones innecesarias, pero esa que en ocasiones denomino mi mujer es nada menos que Rosalía Urdaneta. Desde que la conocí en un bar en Tijuana su cabello me pareció más que hermoso y atractivo: podría ser considerado, el cabello, un serio aspirante para cualquier anuncio de champú. Además de sus virtudes evidentes, Rosalía podía considerarse dentro de cualquier ámbito una mujer elegante; al menos dentro del bar asqueroso donde nos conocimos sus maneras pasaban por ser más que refinadas.
Qué poco valor tiene el refinamiento en quienes acumulan dinero o han recibido de sus familiares herencias cuantiosas. Efectivamente, es un arrebato socialista, el mío, pero a excepción de la gente pobre que intenta a toda costa ser elegante, el resto de la humanidad me tiene sin cuidado. Cuando Rosalía conoce a una persona que le atrae habla un poco más de lo necesario: tal vez porque sabe que sus palabras nos traen noticias frescas de su ropa interior. Yo qué sé. Rosalía fue a la Universidad Iberoamericana donde se hizo de varios diplomas que su padre, especialista en seguridad nacional, colocó en las paredes de su oficina. Pero en este asunto no voy a detenerme. De la universidad brota un nutrido manantial de seres que presumen contar con un lugar asegurado en el mundo. ¿Para qué sirven los estudios universitarios?: para tener una silla en el comedor, un lugar donde acomodar el trasero, ¿o no es así?
Una reunión, siete personas, todos comen y conversan. Si durante esta comida se hace una broma es imprescindible, desde mi punto de vista, que uno de los comensales tome la responsabilidad de soltar una o más carcajadas, cualquiera, de preferencia el que no está masticando o bebiendo líquidos. Insistir en mantenerse serios, o simplemente evitar una sonrisa hace que después de la broma todo sea más ordinario. Debemos reír hasta de las bromas más estúpidas. En estos casos aprender a simular la risa, en caso de que la broma sea mala, es un asunto serio, por no decir de vida o muerte. Que una mujer posea el talento de comunicarse, como lo hacía Rosalía, con médicos tan prestigiosos como el doctor Castellanos Mont, o reírse en la mesa cuando escucha una broma anodina son valores que considero sumamente imprescindibles. ¿Qué virtud tiene la risa si no es simulada? La risa sincera es un ladrido amistoso, un eructo que se produce en el estómago del espíritu. Comunicarse con los médicos, soltar una carcajada en la mesa, conversar con los vecinos acerca de las tuberías, las cuotas, la limpieza de los espacios comunes: junto a estas milagrosas virtudes asuntos como el amor devienen insulsos y no me resultan necesarios para vivir. Sin esa clase de mujeres funcionales no habría podido sobrevivir en esta ciudad donde, a causa de una herencia equivocada, soy dueño de una casa en la colonia Hipódromo Condesa, una casa con dos puertas a la calle, además de tres ventanas que se mantienen casi siempre cerradas, excepción hecha de cuando me dedico a espiar a los transeúntes. Así es: también yo soy un heredero. Es una casa de dimensiones considerables si pensamos en que los hombres modernos aceptamos vivir como roedores dentro de una caja de cartón que denominamos departamento. El caso es que una desconfianza patológica me dice que estos departamentos son ideales para que los compañeros de casa, sean estos padres, hijos, amigos, amantes, hermanos, nos ensarten una daga en el pecho mientras dormimos. Y no creo ser fatalista. El cine se ha equivocado infinidad de veces en estos asuntos porque no son las casonas abandonadas en los bosques, las cabañas levantadas en el pico de la montaña, o las fabricas deshabitadas las que te invitan a cometer desvaríos: ¡Son los departamentos! Y no puedo evitar sonrojarme cuando, hojeando el diario en la sección Inmuebles, me encuentro con un anuncio que dice: “Se renta precioso departamento”. Me pregunto cómo puede considerarse precioso un departamento. ¿Qué mente perversa puede llamar precioso a un cubo de ochenta metros cuadrados? ¿Puede una caja de zapatos ser preciosa? ¿Puede un asqueroso bote de basura ser precioso? Estoy exagerando, sin duda.
La virtud comunicativa de Rosalía es más admirable en esta época donde la vida se precipita a velocidad desesperada rumbo a una conclusión nada prudente o misteriosa, a una especie de excusado metafísico sin límites precisos. Me pregunto, solo con el fin de amargarme: ¿para qué insistir en parlotear cuando es más honroso esperar el desenlace en silencio? Bueno, en primer lugar, nadie está esperando el desenlace, ¿de qué desenlace estamos hablando? Además, si uno habla es porque tiene miedo, y no hay nada más que discutir.
Casi todo aquí en el Distrito Federal carece de misterio, e incluso los papeles que vuelan empujados por el viento carecen de halo melancólico: son basura que va de un lado a otro, pero que siempre se queda en el mismo lugar. Es la basura más conservadora del mundo. El ruido es aterrador, como si diez millones de moscas zumbaran en cada esquina, y dejaran el cemento embarrado de huevecillos blancos, como, me imagino yo deben ser los huevecillos de las moscas: ¡estoy casi seguro de que son blancos! Las construcciones coloniales sostenidas en muros de tezontle que dieron casa a virreyes y cortesanos en las centurias pasadas no parecen representar ya un tiempo glorioso: se han transformado en bancos y casas de crédito. Al menos el dinero no ha cambiado de manos: durante la colonia lo poseían los virreyes, ahora los banqueros. Por otra parte, los edificios que procuró la época revolucionaria son un estorboso conjunto de túmulos que cierran el paso a quienes tienen prisa: malditos rinocerontes, piensa la gente. “El concreto es la letra, el verbo de la arquitectura contemporánea”, así pensaban los arquitectos entonces, e inspirados en estas palabras erigieron una estación de bomberos en la calle Revillagigedo, una central telefónica, en Victoria, un enorme frontón en La Tabacalera, y un edificio de seguros frente al Palacio de Bellas Artes.
Cuando fui niño mi padre me llevaba a montar bicicleta en la explanada que rodea el monumento a la Revolución y en uno de cuyos perfiles está el frontón recién nombrado, pero esas imágenes, necesariamente conmovedoras, oscurecen cuando recuerdo que a la sombra de este edificio se han realizado discursos de mala humanidad por parte de políticos y caudillos; como si el discurso de estos caudillos carcomiera las piedras o las oscureciera como hace el humo de los automóviles que a diario circula alrededor de la plaza. Cuántos asesinos han paseado sin prisa por allí, acaso meneando orgullosos un puro Cohiba entre los dedos, bajo el sol de esa hermosa explanada, haciendo rechinar sus zapatos lustrosos. Cuántas hermosas mujeres se han detenido a media mañana bajo la sombra del monumento para descansar unos instantes mientras prosiguen su camino hacia la avenida Reforma.
Recargado en el muro del antiguo frontón México, un franelero mira durante las tardes, cuando ya el sol comienza a retirarse, a esas mismas mujeres caminar ya sin sazón, medio jorobadas, hartas de su rutina. La misma Rosalía debió atravesar la plaza alguna vez con su paso venturoso y preciso, ocupada su mente en hacer sumas o en repasar el encabezado de un periódico vespertino. En ocasiones la imagino caminar encima de los muertos deteniendo sus pasos en cada osamenta para mirar, nunca temerosa, las cuencas de unos ojos que desde hace siglos esperaban verla pasar. ¿Qué voy a hacer con mis metáforas y remembranzas? Tengo un jodido cementerio dentro de la cabeza.
DIÁLOGO ENTRE ARMADILLOS
Se estaba bien en la cervecería Zacatecas, sobre todo después de haber concluido una intensa caminata. Rosalía decidió que un paseo por el barrio de Santa María la Ribera nos levantaría el ánimo. No tuve inconveniente, me calcé los zapatos más cómodos y me puse a su entera y total disposición. Después de vagar sin rumbo, admirar la casa donde había nacido Mariano Azuela, encontrar la casa del Dr. Atl, visitar la fundación Matías Romero y rodear varias veces la alameda, acordamos tomar un descanso. Atropellado por el entusiasmo de mi mujer no me atreví a comentar que varias generaciones de mi familia habían vivido en esta colonia. Mi bisabuelo trabajó con los hermanos Flores, fundadores del fraccionamiento de Santa María la Ribera, fue un magnífico administrador, puesto que le permitió adueñarse de varios predios. Su hijo, es decir mi abuelo, se contrató durante