Primera luz. Charles Baxter. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Charles Baxter
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874178473
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luchadora, dice ella.

      ¿Lucha? ¿Cómo lo hace? No entiendo.

      No lo sé, responde Dorsey. Seguramente el que lucha es el macho.

      ¿Y esto?

      A esto le llaman cono alfabético.

      ¿Dónde están las letras?

      No son letras de verdad. Solo parecen letras, dice ella.

      Quiero quedármela.

      ¿Por qué?

      Para dársela al tío Hugh.

      ¿Por qué quieres hacer eso?

      Porque lo quiero, dice Noah con las manos: el pulgar en el corazón, el índice de un lado a otro de la frente, los brazos cruzados, el índice hacia fuera.

      Dorsey mira la cara de su hijo. Noah es un chico corriente, de cabello revuelto, con costras en los codos y agujeros en la boca, ahí donde aún no le han salido los grandes dientes, en grupos irregulares. Tiene salido del pantalón el lado izquierdo de la camisa. Lo mismo que los caballos, necesita una cepillada. Y además es sordo, un hecho que Dorsey nunca olvida pero que ha conseguido no convertir en obsesión. Insiste en considerarlo un chico normal con una inteligencia por encima de la media y solo se asombra en momentos como este, cuando su hijo muestra una generosidad y un afecto gratuitos.

      Dorsey toma la caracola. Es tan suave al tacto que parece artificial. Se la acerca a la nariz, confiando en percibir un dejo oceánico, salobridad de percebe y ostra. Pero en su largo recorrido desde el océano hasta Ohio el agua hirviente o el jabón la han despojado del olor. Se inclina sobre el recipiente de veneras y luego sobre el de caracolas en espiral. «¿Dónde está el maldito océano?», musita para sus adentros. Todavía con el cono alfabético de Noah en la mano, pasa al recipiente de lapas, conchas en forma de sombrilla amontonadas como coches de juguete de plástico en una tienda de chucherías y, una vez más, intenta percibir algún olor oceánico a varias brazas de profundidad, un aroma picante y primigenio. Pasa ante los recipientes de gastrópodos de concha redonda y lisa, las almejas venus, los buccinos pigmeos. Entonces encuentra las piedras. Desliza la mano suavemente por la malaquita, el cuarzo rosado, las sanguinarias, el jaspe y el ónix, las ágatas con franjas de México y las ágatas con ojos de Brasil. Toca la hematites pulida, las puntas de flecha y los trozos de pedernal. Hunde la mano en un montón de mica alisada y se lleva las piedras a la nariz. No huele nada, las piedras y las conchas no tienen ni rastro de aroma.

      Se acerca al mostrador y paga setenta y cinco centavos por el cono alfabético al propietario de aspecto furibundo. El hombre está metiendo el dinero en la caja registradora cuando ella le dice:

      —Sus caracolas no huelen a nada.

      El hombre sacude la cabeza sin mirarla.

      —Las han limpiado —dice—. Se las compramos limpias al proveedor.

      Introduce la caracola en una bolsita de papel marrón, la cierra y se la da.

      —Debería dejar algunas sucias —le dice Dorsey, tratando de hacerse oír por encima del estrépito de la radio—. A sus clientes les gustarían más.

      El hombre la mira, su cuello ancho y musculoso se enrojece. Los ojos oscuros la examinan de arriba abajo y, casi con la misma rapidez, la ignoran.

      —Es antihigiénico —dice.

      Se lleva de nuevo el cigarro a la boca y lo enciende.

      Ella se da cuenta de que es arrogante, con toda la agresividad sin objetivo del hombre físicamente fuerte que dirige un negocio que anda mal. Decide decir lo que piensa.

      —Dígame, ¿qué demonios es una caracola sin el maldito mar?

      —Cuida las formas, Dorsey.

      Simon, que está detrás de ella, lleva en la mano una taza de café que tiene impresa en un costado la imagen del cardenal, el ave que representa el estado de Ohio.

      —Aquí no aceptamos esa manera de hablar —dice el propietario, al tiempo que se levanta y apunta a Dorsey con su abdomen protuberante—. Será mejor que se pongan en camino.

      Por reflejo, aprieta el puño de la mano derecha. Los mira furibundo. Como cinta que se desenrollara sale de su boca el humo azul del cigarro.

      —Vámonos —dice Simon. Deja bruscamente la taza sobre el mostrador y, seguidos por Noah, conduce a Dorsey al estacionamiento de la Ciudad de las Caracolas, bajo la luz cegadora del sol. Antes de que Dorsey pueda decir palabra, Simon la rodea con los brazos—. Por eso lo llaman trampa para turistas, cielito. Cuando caes en ella, te parte el corazón.

      —Todas esas piedras y caracolas, Simon —dice ella—, son reliquias, parecen reliquias, no existe ninguna razón para que estén aquí, no quieren estar aquí, deberían volver a la tierra, al mar. Sin etiquetas de precio, sin pulido, sin limpieza. Vender conchas marinas en Ohio… es tan… Dios mío, es tan norteamericano…

      Simon se rasca el cuello.

      —Y dices que yo me esfuerzo por encontrar adjetivos malintencionados. —Le dirige una mirada estudiada, ve que está enojada pero no abatida, la besa y la suelta—. Te vi husmear esas conchas como un cerdo en busca de trufas y me dije: «Simon, saca de aquí a la mujercita y el pequeño león y retomen la pantomima rutera».

      Suben al coche, Simon lo pone en marcha y salen a la ruta. Dorsey extrae la caracola de la bolsa y la coloca en el tablero, sobre las rejillas del desempañador, donde rueda a su gusto de un lado a otro cada vez que hacen un giro repentino en su deambular a través del norte de Ohio, a fuerza de prueba y error, aproximándose poco a poco a la casa de Hugh en Five Oaks, Michigan, donde pasarán el 4 de Julio.

      3

      El 1 de julio, Hugh está sentado con los pies sobre la mesa en su cubículo de vidrio de Bruckner Buick, poniendo a prueba las frases que podría utilizar al día siguiente o el jueves, cuando lleguen Dorsey y su marido. Mide esas frases por la gravedad específica de su estupidez. «Dorsey… cuánto me alegro de verte… ¿qué tal el viaje…? Simon… tienes buen aspecto… estás… como eres». Cada palabra que se le ocurre, cada frase de buena voluntad y de bienvenida, le parece sosa y bobalicona. Aunque la llegada de Dorsey y Simon es inminente, Hugh no sabe con exactitud cuándo va a ser, porque el par se niega a viajar por autopistas, a pedir indicaciones y a usar mapas. «Simon… qué agradable…». Enunciar frases de esta manera le hace pensar en su cuñado, el actor, el hombre de plástico, el experto en observaciones ingeniosas y cortantes. Con Simon no te das cuenta de que estás sangrando hasta dos o tres minutos después. Te encuentras en la escalera o en el baño y de repente comprendes cómo te ha menospreciado… Y ahí estás, sufriendo una hemorragia de orgullo y confianza en ti mismo, aleccionado una vez más.

      «¿Cómo te ha ido, Dorsey? ¿Qué tal…?».

      «Bienvenida a casa, Dorsey».

      «Bien, bien».

      Palabra a palabra las frases se encogen hasta quedar en nada. Hugh teme la llegada de Dorsey y Simon. Es un temor irracional: se siente más fuerte, más grande y más hombre que su cuñado. Si a Simon pudiera pegarle, golpearlo sin más, se sentiría bien. Pero aquí está, practicando su papel, él mismo convertido en actor. «Dorsey». Mira la carretera a través del ventanal. «Dorsey», repite, mientras contempla las vaharadas de calor que despide el asfalto. «Vamos a comprar fuegos artificiales».

      Al otro lado de los siete grandes ventanales de vidrio de Bruckner Buick, el sol del mediodía veraniego hace que los transeúntes, agobiados y sudorosos, se apuren a buscar la sombra. No es día para comprar coches, ni para venderlos. En primer lugar, los autos exhibidos se han calentado al sol, la pegajosidad de los volantes es molesta y no es posible enfriarlos conectando el aire acondicionado unos momentos antes de que el cliente suba. Con este calor, el funcionamiento de los motores puede ser errático y hay que aumentar tanto la velocidad de los ventiladores que el cliente no puede oír al vendedor.

      Aunque