Primera luz. Charles Baxter. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Charles Baxter
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874178473
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como si fuese un adivino—. La verdad es que me estoy pasando de la raya.

      —No se preocupe.

      —Seguramente usted, bueno, debe imaginar que, aparte de Dios, hay alguna manera de acceder al espíritu y es probable que se diga que toda esta estructura —hace un amplio gesto con el brazo derecho que engloba la nave de la iglesia— es un fraude colosal. Pero —añade—, de todos modos aquí está.

      Los dos hombres intercambian sonrisas y esperan.

      —Quería hablar de mi hermana —dice Hugh de repente.

      —¿Qué pasa con ella?

      Todavía están de pie en el pasillo. En el exterior suena dos veces una bocina. Toca la bocina si amas… algo.

      —Va a venir de visita con su marido y su hijo. Mi hermana es muy brillante, es física de profesión. Ni siquiera sé en qué trabaja. No soy capaz de entenderlo. Pero, en ciertos aspectos, su vida ha sido muy dura y he tratado de ayudarla cuando le han ocurrido cosas. He tratado de ser un hermano. Nadie sabe cómo hacer eso en este país, cómo ser hermano. Pero ahora no estoy seguro de que ella haya necesitado mi ayuda. Creía que sí, pero tal vez no. He vivido pensando que ella necesitaba que la ayudara. Ahora no estoy seguro.

      —Debe de quererla mucho —dice el padre Duquesne.

      —La quería. —Hugh se corrige—. La quiero.

      —¿Qué significa para usted?

      —¿Mi hermana? ¿Qué significa? ¿Significa algo la gente? Una vez mi padre me pidió que la vigilara, que cuidara de ella. Lo intenté. Tal vez no sea algo que uno deba hacer, pero esas eran las instrucciones que me habían dado. Pienso mucho en ella. No es como estar casado. Es otra clase de amor. No tiene nombre. A veces pienso que me he pasado la vida vigilándola, velando por ella.

      —Ah —dice el padre Duquesne, y pregunta discretamente—: ¿Qué cosa tan tremenda hizo usted?

      —¿Cómo?

      —En su vida —dice el sacerdote, con expresión tensa en el rostro juvenil— …como para tener que velar por alguien que no lo necesitaba. —Sacude la cabeza—. Bueno, escuche, Hugh. Debo… tengo que ocuparme de algunas cosas, pero podemos hablar más, si le parece. Podríamos fijar una cita.

      —Tal vez.

      —¿Quiere ir a pescar algún día este verano?

      Hugh mira al sacerdote. Astuto.

      —Gracias, pero probablemente no.

      —Bueno, si quiere llámeme.

      —Lo haré. —Hugh sonríe—. Ahora déjeme conjeturar a mí.

      —¿Conjeturar? ¿Sobre qué?

      —Déjeme conjeturar sobre su vida. Usted lo hizo con la mía. No hay razón para que yo no haga lo mismo.

      El padre Duquesne se lleva la mano al cuero cabelludo, se da unos golpecitos en la zona calva que ha cubierto extendiendo el cabello desde un lado y mira por una de las ventanas emplomadas el tráfico que pasa en oleadas distorsionadas a través del vidrio grueso e irregular.

      Se encoge de hombros.

      —De acuerdo.

      —A ver qué me dice de esto. Probablemente su padre fuera campesino y su madre camarera cuando se conocieron. O bien él era granjero y ella vivía en el pueblo, leía libros y se conocieron en una clase del colegio. Uno de los dos era tosco, el otro no. —Tiene ímpetu, energía, sabe que puede ir tan lejos como quiera y, aun así, el sacerdote aceptará lo que diga—. Su padre fue quien le enseñó a pescar y era su madre quien generalmente iba a la iglesia. Era a ella a quien quería de verdad.

      El sacerdote se queda boquiabierto. Hugh no sabe si es debido a la sorpresa, el enojo o cierta curiosidad divertida, pero, de cualquier manera, está decidido a seguir.

      —Usted era el inteligente de la familia —dice—, el brillante, el hijo en quien pusieron sus modestas esperanzas. Mayor, menor, en una familia católica eso no importa. Su madre lavaba los platos y siempre que usted estaba en casa ella decía sin volverse: ¿Dónde está el mejor de mis hijos? Y usted respondía: Aquí estoy. El mejor de los hijos está aquí. Sus hermanos y su hermana le pedían que los ayudara a hacer los deberes. Usted siempre estaba estudiando. —Hugh oye todo esto, como si se lo dictaran—. No salía mucho. Todos eran peores que usted. Siempre se metían en líos, pero usted no. Usted no formaba parte de ningún equipo y…

      —No —lo interrumpe el padre Duquesne—. Eso no es cierto. Jugaba al básquetbol.

      —De acuerdo. —asiente Hugh—. Hay un aro y un tablero fijados en el techo del garaje. En cualquier caso, usted fue el primero de la familia que llegó a la universidad. Tomó distintos cursos, pero sobre todo los de psicología, a fin de poder comprender por qué había llegado a ser así, tan poco corriente. Le gustaban las chicas, pero no tanto como para no poder prescindir de ellas. No se quedaba despierto por la noche pensando en ellas, como les ocurría a sus amigos. Después de graduarse, tomó los hábitos. Toda su extensa familia, todos sus primos asistieron a su… ¿cuál es la palabra?

      —Ordenación.

      —Eso es. Ordenación.

      Hugh se detiene. Ha ido demasiado lejos. La cara del sacerdote ha enrojecido —en el fondo funciona la alquimia facial— pero ahora Hugh ve que el color aparecido en manchas variopintas, allí donde el acné ha dejado cicatrices que hacen pensar en un mapa estelar, refleja humor y regocijo. El sacerdote se está riendo. La risa surge impetuosa desde el estómago. Pone la mano en el alféizar de la ventana para apoyarse un momento. Tose dos veces. Busca a tientas un pañuelo en el bolsillo de la sotana. Se limpia la boca.

      —Sí que tiene el don —dice.

      —¿He acertado?

      —En parte —dice el sacerdote—. Algo de lo que me ha dicho es cierto, no le diré qué. Pero hay una última cosa que me gustaría saber. ¿Dónde ha aprendido a hacer eso?

      —Lo aprendí de mi madre. En mi familia abundan los videntes fracasados. Y soy vendedor. —Le tiende la mano y el cura se la estrecha—. Gracias por dedicarme su tiempo, padre.

      Hugh gira sobre sus talones y, aspirando por última vez el aroma a madera de pino, se dirige a la puerta cuando el sacerdote le dice:

      —¿Seguro que no quiere ir de pesca uno de estos días?

      —Lo llamaré —responde Hugh, sin volverse. Luego, cediendo a un impulso, sí se vuelve para echarle una última mirada al sacerdote—. No vaya a bendecirme —dice—. No rece por mí.

      Hugh cree oír que el cura replica «no lo haré», pero a lo mejor solo es su imaginación, porque ya está a medio camino del coche, que irradia oleadas de calor bajo el sol veraniego. Al abrir la puerta mira la iglesia y ve al padre Duquesne en la ventana trasera, mirándolo a su vez, con la cara reticulada y coloreada por los segmentos de vidrio repartido. El sacerdote sonríe y agita la mano que, atravesada por los marcos del vidrio, parece quebrada y espasmódica, como vista en una película empalmada una y otra vez que ha sido pasada demasiado a menudo por el proyector.

      Conduce a lo largo de treinta kilómetros desde Five Oaks en dirección sur por la autopista interestatal, hasta que se desvía por una salida a la altura de un Holiday Inn. Es al comienzo de la tarde. Toma una habitación simple, da la vuelta con el coche hasta la puerta de acceso y entra. Enciende el aire acondicionado. Se quita los zapatos, se tiende en la cama y yace durante casi media hora. Le encantan las habitaciones de motel, siempre le han gustado. Contempla el papel de la pared, con el dibujo de un canal veneciano, sin que falte la góndola ni el gondolero, en burdo y rudimentario estilo impresionista. Marca un número, no obtiene respuesta y marca otro. Al cabo de una hora oye golpes en la puerta. Se levanta de la cama, abre y franquea la entrada en la habitación a una mujer alta, de aspecto discreto y muy elegante. Una vez adentro, se besan. Ella lleva una pequeña bolsa de