Primera luz. Charles Baxter. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Charles Baxter
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874178473
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es que me importe tu hermano —le dice Simon, aferrando de nuevo el volante con fuerza—. Lo que no me gusta es cómo se comporta. Ni su aspecto. Esas cejas juntas. Es tan serio. Y encima tan decente. Sabes que no soporto la decencia. Me pone los pelos de punta.

      Pasan ante una granja, donde el maíz llega a la altura de la cintura, es verde claro y está seco. Al borde del campo hay un letrero de Dekalb, con la marca grabada en una mazorca y las hojas abiertas a los lados como alas. Dorsey se mira las uñas.

      —No te gusta la gente predecible, cariño —comenta—. Eres un fetichista de la sorpresa.

      —No es fetichismo. Es un antojo. Es distinto. No es que tu hermano sea soso. La sosería no me importa, incluso a veces me gusta. La sosería puede ser bella. ¿Recuerdas a Sandra?

      —¿La Sandra de Sausalito? —pregunta Dorsey.

      Simon asiente.

      —Era enternecedoramente sosa —suspira.

      —No, no lo era —objeta Dorsey—. Era lánguida. Es distinto. ¿No recuerdas? La conocí. Una vez los agarré. Estaba acurrucada en el sofá, tomando esa bebida con alcohol que preparabas y llamabas sangría. Ella usaba una falda de seda violeta y blusa sin corpiño. Sí, la recuerdo. Pero escucha, no tienes que esforzarte por ser sociable. Puedes quedarte en la habitación y estudiar tu guion. Nosotros nos vamos a entretener. No tienes por qué interactuar, cariño. Puedes quedarte en tu habitación.

      Simon vuelve a asentir, complacido por la idea, y empieza a tararear «In my Room» de los Beach Boys. Se le ha despejado el rostro. Tiene una cara más ancha de lo corriente, apropiada para el escenario, de frente alta y una mata de pelo sin nada de particular. Todos dicen que Simon se parece… a alguien que están seguros de haber visto antes. Unos dicen que a Alan Arkin. Otros que a Anthony Perkins o a Glenda Jackson. Siempre lo reconocen, pero sin saber de dónde. Simon posee esa característica: normalmente se parece a otra persona. Como un industrial muñeco de plástico, carece de semblante propio. No deja nada en la memoria visual.

      —Toda la gente sosa y formal debería juntarse en una convención —dice Simon, girando el volante para tomar una curva suave en forma de S alrededor de un lago turbio y verdoso, donde solo se ven dos embarcaderos en una minúscula ensenada cubierta por las hojas flotantes de los lirios de agua—. Podrían elegir a tu hermano rey supremo de la sosería. No —dice, y de repente parece animado—, no el rey supremo. El papa. El terrible papa del letargo.

      Dorsey lo mira.

      —Odio cuando te esfuerzas por encontrar adjetivos malintencionados. No es una característica precisamente seductora.

      Simon se ríe con la boca cerrada, en silencio. Finge encorvarse sobre el volante como un troll satisfecho de su propia vileza. De repente, unas manos que se extienden desde el asiento trasero golpean los hombros de los dos. Dorsey se vuelve y ve que Noah señala muy excitado un cartel publicitario al lado de la ruta, tres líneas de texto sobre tres tablas rojas.

      Ciudad de las Caracolas

      Maravillas de las profundidades

      3 kilómetros

      Noah levanta las manos en el aire. ¡Paren ahí!, dicen las manos. Dile a papá que pare ahí.

      Dorsey se vuelve a mirarlo.

      ¿Tienes que ir al baño?, pregunta.

      No. Quiero parar. Quiero ver las caracolas.

      —¿Qué es lo que quiere? No puedo leerle las manos en el retrovisor.

      —Quiere que paremos en el lugar ese de las caracolas.

      —Ah.

      La expresión de troll desaparece del rostro de Simon y adopta aire de padre satisfecho e interesado. Toma el volante con la mano izquierda y levanta la derecha.

      Pararemos, indica la mano.

      Tesoros de las profundidades

      Gigante que come almejas

      Ciudad de las Caracolas 1,5 kilómetros

      —Parece la clase de lugar que me gusta —dice Simon a Dorsey—. Estoy deseando ver a ese hombre que se come la almeja. Uno no ve gigantes que…

      —De todos modos necesitamos un descanso —dice Dorsey, interrumpiéndolo, haciéndolo callar—. Tal vez nos enteremos de dónde estamos.

      —Eso es hacer trampa —le dice Simon y se desliza la mano por el cabello con gesto petulante—. Eso sería un fraude. Ya conoces las reglas, cariño. Nunca les pedimos indicaciones a los desconocidos. Sabemos que estamos en Ohio, ¿no? Entonces, ¿a quién le importa dónde estamos? No te atrevas a preguntarles cómo llegar adonde vamos. De todos modos no lo sabrían.

      ¡40 000 conchas marinas!

      Agua helada gratis

      Ciudad de las Caracolas 500 metros

      Se detienen en un estacionamiento polvoriento en dos de cuyos lados hay una valla de estacas con la pintura descascarada. En el estacionamiento hay un solo vehículo, un Hornet desvencijado y oxidado color anaranjado; el paragolpes trasero está sujeto a la carrocería con alambre y sogas. La entrada a la Ciudad de las Caracolas está completamente abierta, como los puestos de frutas, y hay una vitrina llena de piedras pulidas junto a un exhibidor de postales circular, un carrusel de escenas del Ohio rural y urbano. Detrás de la caja hay un hombre corpulento y calvo, con una colilla de cigarro entre los dientes. La tonalidad rojiza de su cara, unida a varias manchas en la piel, le dan el aspecto de una manzana demasiado grande e irritada. Apoyado en el mostrador, fuerza una sonrisa cuando entran Simon, Dorsey y Noah. Sus enormes y musculosos antebrazos están abiertos sobre el periódico. Por encima de él, en un estante, la radio emite música country-western: Hank Williams, Jr.

      La Ciudad de las Caracolas es una única y amplia sala con mesas largas compartimentadas y ubicadas a ambos lados de los pasillos. Las caracolas grandes están dispuestas en hileras paralelas; las pequeñas, así como las piedras pulidas, están separadas sobre las mesas, de modo que las más baratas son las más cercanas a la puerta. Ceniceros turísticos en forma de manos con las palmas hacia arriba, relojes de broma cuyas agujas se mueven al revés, mantelitos individuales, saleros y pimenteros de cedro se agrupan a lo largo de la pared norte.

      Dorsey examina seriamente la pila de mantelitos plastificados en colores Kodachrome: el oeste de Colorado, la bahía de San Francisco, Mount Rainier. Los deja y mira el termómetro engastado en un perro de hierro colado que cuelga de la pared cerca de la entrada (28 °C en la Ciudad de las Caracolas) y se encamina al lugar donde está Noah, con los dedos dentro de un pequeño recipiente de caracolas. El aire huele a tierra fertilizada y a souvenirs de madera barnizados. La música country-western, ahora una canción de Tammy Wynette, parece mucho más alta que antes, mucho más alta de lo que tiene derecho a estar la radio en un lugar público. Dorsey se estremece ante esa alteración de la normalidad y empieza a oír los sonidos que producen todos los objetos de la Ciudad de las Caracolas. Pero en realidad lo que oye no es sonido, es una sensación inaudible de los artefactos de la tierra y el océano. Gastrópodos del Atlántico, conchas de ostras del Pacífico, ágatas pulimentadas del lago Superior, pepitas de oro de Nevada, del tamaño de una pulga, reluciente pirita de California, cristales de cuarzo amarillo procedentes de cuevas subterráneas, todo repercute en los oídos de Dorsey como un coro inanimado y silencioso de anhelo inorgánico de estar en cualquier otro lugar menos ahí, en ese sitio donde los han clasificado en grupos y puesto a la venta. Una violación de los elementos.

      Está a punto de ir a reunirse con Simon cuando Noah, que todavía sigue a su lado, toma una caracola de superficie lisa con manchas marrones.

      ¿Qué es esto, mamá?

      Ella mira la etiqueta. Las vibraciones de nostalgia se desvanecen. Es una voluta de Juno, dice ella, deletreando el nombre.

      ¿Qué es una voluta?

      Una espiral. Cualquier cosa que gire, responde ella. Como esto. Mantiene el dedo índice en el aire y, al