Primera luz. Charles Baxter. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Charles Baxter
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874178473
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claro que hablan —dice ella, y los relámpagos restallan más cerca y más brillantes a sus espaldas—. Esta vez no hemos hablado, Hugh. ¿Cómo estás, en serio?

      Él la mira en la oscuridad.

      —Estoy bien.

      Se da cuenta de que no le cree. Su silencio lo demuestra.

      —¿Qué ocurre entre tú y Laurie?

      —Nada.

      —¿Por qué no disfruta de tocarte? Tengo la sensación de que ya no le gusta en absoluto.

      —Basta. No digas una palabra más. Hay ciertas cosas que no puedes preguntarme.

      —Eres demasiado decente, Hugh. ¿Cómo has llegado a ser tan decente? Antes no lo eras. No, eras calentón, vulgar y grosero. Te has vuelto esclavo de tu decencia, encanto.

      —Es un matrimonio como cualquier otro —dice él, e intenta ver a su hermana con más claridad—. ¿Qué más has descubierto hoy de mi vida?

      —Todo lo que estaba ahí —dice ella, sonriéndole con su peculiar y pícara sonrisa, sin mover más que la comisura derecha de la boca.

      Se levanta y va a reunirse con él junto a la ventana. Durante unos segundos contempla las descargas eléctricas, pero parecen aburrirla. Empieza a tararear. Hugh no reconoce la tonada. Tararea en voz más alta y marca un paso de baile al ritmo de su propia música.

      —Fox trot —dice rápidamente, procurando no romper el ritmo.

      Alza los brazos y dobla los dedos a la altura de la cintura. Sus pies desnudos susurran y rozan el suelo de madera. Una triple descarga eléctrica a kilómetros de distancia la ilumina en tres posiciones distintas.

      —A Simon le gusta bailar —dice—, pero yo me enseñé este paso. —Se detiene—. Tú ya no bailas, ¿verdad? —Él sacude la cabeza—. Eres tan serio —dice ella, y reanuda el baile—. Un adulto tan adulto. —Tararea «El Danubio azul» y da sola pasos de vals cerca de una mesita auxiliar. Vuelve a interrumpirse—. ¿Quieres probar?

      —No.

      —Es fácil —dice ella. A la distancia a la que estaría en una clase de danza, le toma la mano—. Observa. Un, dos, tres, un, dos, tres, vuelta, dos, tres, vuelta, dos, tres. —Él intenta seguirla, pero no puede—. Es tan simple… no hay que pensarlo mucho. Tiempo y espacio. Mueve el pie izquierdo hacia fuera, así. Un, dos, tres. ¿Ves? Vamos, Hughie. —Ella cuenta el ritmo dos veces más y luego se detiene. Aparta las manos, y el tarareo se desvanece—. Hay que bailar de vez en cuando —dice—. Sola o con desconocidos, no importa, hay que hacerlo. Incluso cuando no hay música. Especialmente cuando no la hay. —Respira con suavidad—. Crees que esto es muy propio de Dorsey, ¿verdad?

      Él se encoge de hombros.

      —Confía en mí por una vez. A veces hay que estarle agradecida a Simon por los pasatiempos que sugiere.

      —¿Hay que estarle agradecida?

      Ella está ante la ventana, mirando al exterior.

      —A quién ame es asunto suyo —dice Dorsey, dirigiendo las palabras a su hermano—. Asunto suyo. Sé quiénes son porque me lo dice. Ya no me importa que Simon ame a tantas personas distintas. Sé que esta vez no me lo has preguntado, pero me lo preguntaste antes, así que te lo digo ahora. Simon se enamora. Así me enganchó a mí. Para él el mundo es un jardín. Va por ahí arrancando esta flor, aquella, la de más allá. —Sus manos arrancan flores imaginarias—. Le digo: «Simon, no te agarres ninguna enfermedad». Él me asegura que tiene cuidado. Le creo. Eso es todo lo que te contaré.

      —Si las cosas son tan maravillosas, ¿qué haces aquí en plena noche?

      —No estoy durmiendo porque nunca duermo.

      Hugh hace un gesto de asentimiento.

      —Comprendo.

      —Y no estoy acostumbrada a esta casa —le dice—. Hay demasiados fantasmas. No me importa lo amables y cariñosos que sean.

      Él mira por la ventana. Piensa que en el campo, a lo largo de todo el condado, los agricultores están de pie ante las ventanas de los dormitorios, respiran ligeramente y contemplan el cielo con la esperanza del aguacero repentino, el chaparrón inesperado.

      —Lo único que siempre he querido —dice, de pronto, temeroso de su propia generalización— era tener la certeza… de que estabas bien. Ya sabes, a salvo.

      —Es tierno. Pero nunca servirá de nada. Conmigo no. Nunca ha servido. Además, no hay seguridad en la seguridad, así que no hay motivo para que no viva con Simon. Tú y yo, Hugh… nos hemos divorciado, ¿no? ¿Pueden divorciarse los hermanos y hermanas? Creo que pueden, y creo que nosotros lo hemos hecho.

      Besa a su hermano en la mejilla y sube a la planta alta.

      Él deja el vaso de leche sobre la mesa. ¿Por qué cada vez que hablo con ella me ataca por el lado más vulnerable?, se pregunta. Ha sucedido tantas veces que nadie sabe ya cuántas son. Todas las cuentas están saldadas.

      Mira la hierba y cree ver tenedores de plata tirados en el césped, iluminados por las descargas eléctricas que, a gran altura, dan aspecto de blanco y negro a la parte trasera del jardín, un paisaje de metal bruñido. Las llaves. Las llaves de Hugh aún están por algún sitio en el césped, al extremo de un arco que empezaba en el tejado. Impaciente consigo mismo mira al techo —«Amo mi paracaídas»—, abre sin hacer ruido la puerta trasera y sale al jardín. El cálido aire nocturno de la noche veraniega le pesa contra la piel como una zarpa. Por encima de él, junto a la ventana del primer piso, su hermana lo mira, y él la ve ahí, una pequeña figura familiar vestida de blanco, en la habitación donde creció mucho tiempo atrás. La saluda agitando la mano, pero ella se retira como si no lo hubiera visto. Cuando oye el trueno, Hugh se agacha y empieza a buscar sus llaves, las del coche, las de la casa, las del garaje, la de la puerta de su oficina, la que abre una cerradura que ha olvidado y la que se olvidó de devolver al recepcionista del motel a treinta kilómetros de la ciudad, y a la luz del relámpago siguiente ve una rana y lo que cree podría ser una culebra pero, cuando le cae la primera gota de lluvia en la espalda, no ha encontrado lo que busca aunque sabe que lo encontrará en cualquier momento.

      2

      —Vino blanco común y corriente —dice Dorsey cuando Simon le pregunta por su bebida alcohólica predilecta.

      Recorren otros ochocientos metros antes de que Simon le pregunte por la marca de sus caramelos preferidos. Antes de responder, Dorsey mira un silo, el armazón de madera putrefacta de una valla publicitaria que, sin la superficie, solo enmarca los pinos achaparrados que se alzan detrás:

      —Almond Joy.

      Mientras avanzan por las rutas secundarias de Ohio camino de la casa de Hugh y Laurie donde celebrarán el 4 de Julio, Dorsey y Simon se entretienen con el juego de las preferencias durante tanto tiempo como nuevas categorías se le ocurren a él. Al cabo de una hora, Simon se sume en el letargo del viaje, y las manos sujetan lánguidamente el volante. Los dos miran en silencio lo que Ohio ofrece a la vista. Han avanzado por las rutas del condado, las colectoras, y los caminos que lindan con otros municipios, en dirección noroeste. Por principio, Simon nunca utiliza autopistas ni mapas. Dice que los mapas acaban con toda la creatividad del acto de llegar a alguna parte. ¿Qué sentido tiene viajar si ya sabes adónde vas? Para orientarse utilizan el ángulo solar y una brújula metida en una esfera llena de agua pegada al parabrisas con una ventosa negra.

      Noah duerme en el asiento trasero, con la visera de su gorra de los Red Sox de Boston sobre los ojos.

      —Hugh —dice Simon, de pronto otra vez despierto, pronunciando el nombre de su cuñado como si hasta el nombre fuese de dudoso gusto.

      Mira la carretera y pronuncia el nombre de Hugh tres veces, con diferentes entonaciones: proyecta los sonidos como un gruñido, un suspiro y el canto sereno de un pájaro.