Primera luz. Charles Baxter. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Charles Baxter
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874178473
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citaba a Jeremías, Miqueas y el Cantar de los Cantares. Les hacía creer que no había llovido porque la gente no se besaba, no se gustaban lo suficiente unos a otros para dar lo que él llamaba «una pizca de humanidad». Lo llamaba el Evangelio de las Lenguas. Según él, la Biblia dice que debes abrazar al prójimo. Decía que Jesús daba besos. Pensé que tendría gran éxito. Al fin y al cabo yo era una chica de trece años. Lenguas… En fin, Dios mío. Pero no. No lo echaron del pueblo, pero salieron de la carpa taciturnos y gruñones. No consiguió más que unos pocos dólares. La gente de Five Oaks no estaba dispuesta a escuchar a un hombre que predicaba que había que besarse. Mi madre decía que era una indecencia perversa. Mientras volvíamos a casa consiguió que mi padre le diera la razón. Pero recuerdo que al día siguiente llovió. Y al otro día también. A lo mejor la gente siguió el consejo del predicador. Nunca se sabe qué hace la gente en casa. —Se vuelve para mirar a Hugh—. O en cualquier otra parte.

      Durante el camino de regreso, Dorsey vuelve a apoyar los pies en la guantera, pero repiquetea con los dedos en la pierna y está inquieta. A Hugh le gustaría ver la expresión de sus ojos, pero ella se ha puesto las gafas de sol. Ahora Noah está tranquilo, con la pelota de fútbol en el regazo y la cabeza vuelta para mirar el cielo por la luneta trasera.

      —¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Minneapolis? —le pregunta Hugh.

      —Hasta que Simon se haya establecido.

      —¿Y entonces volverás a Buffalo?

      Ella asiente.

      —¿Con Noah?

      Dorsey vuelve a asentir.

      —¿No es una separación?

      —No, no es una separación. Solo estaremos separados unos meses. —Juguetea con el cabello, enrollándolo en el dedo índice.

      —¿Simon tiene a alguien en Minneapolis? —pregunta Hugh.

      —Simon tiene a alguien en todas partes y eso no es asunto tuyo, cariño.

      Hugh es consciente de que su hermana sigue sermoneándolo y justificándose a sí misma, pero lo hace en silencio, mirando hacia delante. Aunque él se concentra en la ruta, ve también en su mente, como si la proyectara su hermana, una imagen de Simon: está tendido en el suelo con los ojos cerrados; su postura no sugiere tanto que esté durmiendo sino más bien una forma de martirio perezosa y narcisista. Es la imagen del mártir triunfante que logra beneficios poco claros. Tiene los brazos alzados muy por encima de la cabeza, cruzados a la altura de las muñecas. Alguien está tendido encima de Simon.

      Hugh se lleva la mano izquierda a los ojos, se los restriega con brusquedad y mira por la ventanilla. Ahí sigue el U-pick Apple Orchard de Bastien, pasando por el lado derecho de la carretera, ocho kilómetros al sur del pueblo. Una vez le vendió a Harry Bastien un Buick Century —azul, sin ningún accesorio, solo una radio AM—, pero el banco se quedó con el vehículo por falta de pago y desde entonces Harry no le dirige la palabra.

      El paisaje monótono se desliza a su lado a noventa y cinco kilómetros por hora. Hugh es un conductor temperamental, y pensar en su cuñado, el actor, lo deprime: acelera a ciento cinco.

      —¿En qué trabajas últimamente? —pregunta a su hermana.

      —¿Mi trabajo?

      Dorsey mira a Hugh, boquiabierta por la sorpresa.

      —Sí, tu trabajo. ¿Qué estás haciendo?

      Dorsey aguarda un largo rato antes de responder.

      —Estoy trabajando con otros en algo que se llama la masa faltante. Si examinas los cálculos habituales relacionados con el Big Bang, descubres que en el universo hay suficiente densidad para cerrarlo, para detener la expansión del espacio. Eso se llama planitud. En cualquier caso, el problema estriba en que si calculas la densidad con las galaxias que se observan actualmente, te falta más o menos el ochenta por ciento de la masa que se supone que debería estar ahí. Si cuentas los leptones y la materia bariónica, sigue faltando el ochenta por ciento. Quizá sea materia no bariónica, quizá sean otras partículas, pero nadie está seguro. En eso consiste la masa faltante. Ahora se habla incluso de materia fantasma, planetas, estrellas y galaxias invisibles que tienen atracción gravitacional. En eso estoy trabajando.

      —La masa faltante.

      —Exacto.

      —No lo entiendo —dice él.

      —No tienes por qué.

      Hugh observa un cuervo con el plumaje erizado, posando de perfil en el tejado de la tienda de autopartes de Tom Rangan. Detrás del edificio hay un terreno alargado lleno de Buicks y Ramblers oxidados, de Cougars y Lynxes rotos. Los vehículos han sido partidos por la mitad, amputados, cortados en tercios. Les han arrancado trozos en ángulos agudos, pura geometría metálica. A Hugh siempre le han encantado los depósitos de chatarra automovilística, y especialmente ese. Los metales marrones y oxidados le procuran serenidad de espíritu. Contra la imagen de Simon despatarrado en el suelo o el problema de la masa faltante, Hugh se consuela con piezas de coche y cromo abollado.

      —Siempre has tenido cerebro —le dice a la hermana.

      —No es cosa de broma —responde ella. Al cabo de una pausa, extiende las manos y traza unos arcos—. Imagina que retrocedes al primer segundo del Bing Bang, a la primera fracción de una fracción de segundo. Imagina que llegas en una máquina del tiempo y ves que el espacio se contrae. Imagina el tiempo invertido. Si tú…

      —No —dice él.

      —¿Qué?

      —No. Piensa tú en eso. Yo no tengo por qué hacerlo… vivo aquí.

      A orillas del lago, en el lugar donde antes estaba el parque de diversiones se levantan ahora unos condominios. La tienda de artículos agrícolas en las afueras del pueblo se ha convertido en La Talabartería de Kathy; la tienda de baratijas ha sido renovada y ahora vende antigüedades.

      —¿Qué ha ocurrido aquí? —dice Dorsey—. Se ha frivolizado.

      —Terratenientes —responde Hugh—. Se han mudado muchos ricos. No tengo idea de dónde vienen. Están por todas partes. Supongo que es porque los pueblitos a la orilla de un lago son chic. Algunas de estas tiendas aún venden lo que uno necesita. Todo lo demás son artículos de lujo.

      Cinco semáforos, seis cuadras, la estatua de un veterano de la Primera Guerra Mundial, dos giros a la derecha, un puente por encima de la vía arrancada del tren y estacionan en el sendero de acceso a la casa de Hugh. Sus hijas, Tina y Amy, se largan a correr desde la galería, con el pelo al viento, y se ponen a golpear las ventanillas traseras y el baúl con los puñitos.

      —¿Dónde están? —gritan—. ¿Dónde están las cosas?

      Hugh les responde. Saca las tres bolsas de fuegos artificiales y las deja en un rincón de la galería, cerca del balde de arena. Les dice a las niñas que no toquen nada y les pregunta qué han hecho durante su ausencia.

      —Jugar con el tío Simon —responde Tina.

      —¿Y qué hicieron?

      —Construimos embajadas —dice Amy, con una risita nerviosa.

      —Y terminales aéreas y coches y edificios.

      —¿Por qué? ¿Con qué las fabricaron?

      —Cartulina —se apura a decir Tina.

      Cuando terminan de hablar con el padre, las niñas corren con Noah y dan la vuelta a la casa. Dorsey ya ha desaparecido en el interior, de esa manera silenciosa y casi inmóvil que la caracteriza. Hugh acaricia una caracola cónica que tiene en el bolsillo derecho y se dirige a la entrada. Se detiene en el vestíbulo, el oído atento. Le gustaría jugar con Noah, pero el chico está en otra parte. Dentro de la casa hace calor y reina el silencio. En verano, siempre es capaz de oler la antigüedad de la casa en la polvorienta madera de pino y en las viejas alfombras. Llama hacia el piso superior, pero nadie responde. Cree oír el sonido de una radio. Debe de ser Simon que,