Apoyo los codos sobre el mármol de la encimera mientras hago girar el taburete en un semicírculo, una y otra vez. Me dejo mimar cuando me acaricia mi pelo tostado por el sol.
No he pegado ojo y seguramente se me nota en la cara. Llevo unos viejos pantalones de chándal con una camiseta blanca gastada que uso para ir a correr. Evidentemente voy descalzo, como siempre, y más hoy que tengo las plantas de los pies en carne viva por correr por en medio del puñetero campo.
—Hay que recuperarlo —me dice mi abuela con determinación.
Miro sus ojitos de abuela, de ese color mezclado entre marrón y verde. Unos ojos llenos de ternura que esa mañana sí me reconocen, pero que otros muchos días, no.
—Te quiero, padrina.
Lo digo y se me encoge el corazón y siento un nudo en la garganta.
—Oh, no estés triste —me consuela—. Ya verás cómo lo recuperamos. ¿Qué va a hacer con él? ¿venderlo? Nosotros conocemos a cualquier persona que pudiera comprarlo…
Ladeo la cabeza y me sorprendo.
—¡Tienes toda la razón!
Y la tiene, solo hay que avisar a ciertas personas que conocemos y dar caza a esa bruja.
Asiento con ganas y me animo cuando me abraza con el cariño con el que solo una abuela puede abrazarte.
—Lo haré, hoy mismo me pongo en marcha. —Lo digo y siento cómo mi esperanza crece un poco en mi interior.
Asiento, no sé qué más hacer, ni qué decir. Desde anoche, que estoy sin palabras.
Mi saxo no puede haber desaparecido, así como así.
—Encontraré a esa mujer, padrina.
Mi abuela me mira con ojos vidriosos y frunce el ceño. La he desconcertado.
—¿Mujer? —Parece vacilar, pero después me mira y sonríe—. ¿Qué tal con tu novia?
¡Nooooo! Por un instante creo que me va a estallar la cabeza.
Aprieto los puños en un acto de máxima frustración. Con lo bien que íbamos... No quiero hablar de Patricia.
—Patricia —escupo la palabra dispuesto a decirle a mi abuela que ya no tengo novia desde hace semanas.
Siento un regusto amargo en la boca al pronunciar su nombre. Mi ex y la loca ladrona de saxos hace que cada vez encuentre más defectos al sexo femenino.
¡Ah! Pero ahí está mi abuela y luego Manchitas aparece en escena y ronronea restregándose contra mis tobillos, entonces pienso que, después de todo, las hembras no son tan malas.
Acaricio a Manchitas mientras mi abuela empieza a contarme una historia de cuando cantaba en los primeros hoteles que se abrieron en Mallorca.
—Había un saxofonista… —Parece meditarlo—. Toni Trui. Era uno de los grandes.
Le sonrío. Me parece mentira que no sepa si ha desayunado o no hace diez minutos, pero en cambio, tenga tan claros los recuerdos de hace más de cincuenta años.
Con ochenta y cuatro años mi abuela ha vivido de todo, pero lo que más recuerda, cuando la maldita bruma le envuelve la cabeza, son sus años como cantante de orquesta.
—Antoni Trui, era de Muro. Teníamos una orquesta. ¿Cómo se llamaba? —Mira al vacío y continúa hablando—: Cuando vamos a los hoteles a tocar… a veces da miedo, porque las calles ni siquiera están asfaltadas. ¡Bueno! Si ni siquiera hay alcantarillado, Pero nos lo pasamos bien. Esto del turismo aquí en Mallorca nos hará ganar muchas pesetas.
Suelto a la gata y ahora es a mi abuela a la que abrazo con cariño.
Como le digo a la abuela que de pesetas ya no tenemos, que tenemos euros y que donde antes había arena y cuatro hoteles, ahora hay una construcción masiva que amenaza con destruir lo más preciado que tenemos para que, los de siempre, se llenen los bolsillos con la mezcla de turismo y trabajadores explotados. Como le digo que los jóvenes extranjeros ya no se divierten como en sus tiempos bailando al son de sus canciones, sino que ahora son guiris que prefieren la nefasta combinación de alcohol y balconing.
—Ya verás cómo te cogen en algún hotel para que toques el saxofón. —De pronto se aparta y me mira—. ¿Dónde lo tienes?
Barre la habitación con la mirada.
—Yo conocí a un buen saxofonista. Toni Trui —me dice, revolviéndome el pelo.
Le sonrío y, sin embargo, tengo ganas de llorar.
—Sí, abuela. —Le beso la frente—. Lo sé.
Lo sé, porque era uno de los mejores saxofonistas de Mallorca, porque tocaba en la banda de mi abuela y porque compré su saxo lleno de ilusión porque había crecido con su música. Y porque de esa música mi abuela Antònia es de lo único que parece acordarse, el día que no se acuerda de nada más.
Mientras se pone a cantar la observo rebuscar en los armarios de la cocina hasta que pone ante mí media docena de paquetes. Croissants, magdalenas, galletas y un largo etcétera de bollería industrial aparecen junto a mi taza de café.
Mi abuela y su costumbre de cebarme. De eso sí que no se olvida.
—Come, que estás muy flaco.
Peso ochenta y cinco kilos, estoy fibrado, pero ya podría estar como Bud Spencer y mi abuela seguiría pensando que estoy al borde de la inanición.
Para darle el gusto ataco el croissant después de comerme las tostadas y ella sonríe. Lo he hecho bien.
—¿Has encontrado tu saxo? —me pregunta.
Seguramente se ha acordado de que me preocupaba el tema de mi saxo desaparecido. Pero no se acuerda de que me lo han robado.
—Lo encontraré abuela —le digo después de tomar un sorbo de café—. Algunos no saben que Mallorca es muuuuuuuy pequeña.
Recuperaré mi saxo y no descansaré hasta que la arpía corra desnuda por un campo de trigo segado.
Mi abuela me mira mientras pasa la mano sobre la encimera en busca de migas inexistentes que limpiar. Va recogiendo a su ritmo y yo le dejo hacer. Consigo hacerme con el segundo croissant antes de que se lo lleve todo de nuevo. Cierra la nevera y vuelve a abrirla al darse cuenta de que no ha puesto el tetrabrik de leche dentro.
—¿Se puede saber qué te pasa con esa cara tan larga?
Sonrío con tristeza. Mi abuela sigue siendo la más guapa del mundo. Al menos para mí. Vuelve otra vez y me revuelve el pelo sin acordarse de que ya lo había hecho momentos antes.
—Me han robado el saxo.
—¿Te han robado el saxo? —pregunta perpleja.
La abrazo y siento cómo me invade la tristeza, esa que se apodera de mí siempre que veo cómo la enfermedad le roba momentos vividos conmigo.
De pronto, miro por encima de su hombro. Berta aparece en el umbral de la puerta.
—¿Quiere que salgamos al jardín? Hoy hace muy buen día.
La abuela mira a su cuidadora y parece reconocerla. Yo niego con la cabeza a modo de respuesta mientras continúo abrazándola.
—Hace un bonito día y me dijo que quería plantar flores.
—Las flores me encantan —dice mi abuela mientras se separa de mí.
—Entonces, sal padrina, hace un día estupendo.
Ella asiente y vuelve a fruncir el ceño.
Me ve triste y yo me levanto y apuro la taza de café antes de que