Sé que tengo a uno de los especímenes más increíbles que he visto desnudo en mi vida y aun así… lo primero es lo primero.
A estas alturas mi boca es un estropajo.
¡Soy una bruja! ¡Dios mío, me odio por esto!
Cierro los ojos con fuerza.
Entonces todo pasa demasiado rápido. No le doy tiempo a reaccionar.
Abro la puerta de la furgoneta. Tiro de calzoncillos y pantalones y los saco volando de allí. Ambos van a parar a dos metros sobre los rastrojos.
¡El saxofón se viene conmigo!
Con los pies en la tierra seca y mirando a ese pobre robasueños que está totalmente desconcertado, me tomo medio segundo para decirle algo...
—Juumm —quisiera decirle un lo siento, pero me lo pienso mejor—. Hasta nunca.
Empiezo a correr con mi preciado tesoro. Mi tesoroooo. Corro como Gollum, campo a través y sin freno.
Soy mala de cojones. Pero mientras acelero y doy las gracias a Ricardo Marco, mi entrenador de running por mi buena forma física, una sonrisa exultante se apodera de mi boca. Siento la adrenalina correr por mis venas y la euforia no decae cuando veo al pobre idiota saltar desnudo de la furgoneta e intentar emprender mi persecución antes de darse cuenta de que está completamente desnudo.
No importa. Puedo ver a Irene en el coche que está poniéndose en marcha, solo tengo que correr hacia los faros.
—¡Corre hacia la luz, Forrest! —grita Marina.
¡Estoy eufórica corriendo con mi saxo a toda leche!
Miro por encima del hombro. ¡Lo estoy consiguiendooooo! El pobre queda atrás. Si no me cayera tan mal hasta me daría pena.
Me persigue un músico desnudo, con calcetines a cuadros, corriendo por encima de los rastrojos.
¡¡Es la mejor noche de mi vidaaaaaa!!
5
La mujer de mi vida
Ángel
—¡Arranca el coche!
La escucho gritar a pleno pulmón mientras no ceso en mi carrera. La persigo, no a ella, persigo a mi saxo que la ladrona tiene entre sus garras.
Su melena va al viento y sería una visión bastante chula para un videoclip, si no fuera porque esto no se reproduce en la pequeña pantalla, sino delante de mis narices y no tiene nada de poético.
¡No me puedo creer que me esté robando el saxo!
Debe ser una broma. Tengo esa esperanza, pero… la voy perdiendo a cada paso que doy y me clavo los rastrojos secos en la planta de los pies. Y aunque sé que mañana no podré andar, no paro en mi carrera.
Tantos años saliendo a correr, ¿para qué? Esa serpiente es mucho más rápida que yo.
Gimoteo y los cien metros se me hacen eternos. Tengo que seguir, pese al dolor, no puedo permitir que me roben mi saxo sin luchar.
Grito al clavarme una piedrecilla en los pies y miro hacia abajo.
¡Estoy en pelotas! ¡Dios míooooo! ¡¡¡Estoy en pelotas!!!
He perdido toda dignidad. La vida es muy cruel, pero nada comparado con lo cruel que voy a ser yo cuando atrape a esa pájara.
Me ha desnudado, ha conseguido que me quedara en pelota picada y me ha robado. No doy crédito a su astucia y a… ¡mi ingenuidad! Pero cómo es posible que no aprenda que las mujeres son veneno. Esa lección me la han dado mil veces. Debería haber aprendido con Patricia que las mujeres son peste bubónica y cuando uno está mejor, es cuando se encuentra a años luz de ellas.
—¡Vuelve aquí! —El grito me sale como un gemido.
Es inútil, no va a parar. Esto no es una broma.
¿Realmente se está largando con mi saxo?
¡Es la peor noche de mi vida!
Veo que corre hacia las luces de un coche. A menos de treinta metros, bajo un árbol cercano, unas luces traseras están encendidas. La veo dirigirse hacia allí. La puerta de la parte de atrás se abre con rapidez y la pequeña delincuente salta en plancha en su interior con un grito triunfal.
Veo cómo sus piernas se agitan por unos segundos en el aire. Después, un portazo y el rugido de un motor.
¡Se largan!
—¡Noooo!
Es inútil seguir moviendo mis piernas, no doy más de mí. Todo es inútil.
Me quedo mirando las luces rojas alejándose a toda velocidad y levantando una gran polvareda.
Lo sé. He perdido la batalla.
Me quedo plantado en medio de aquel descampado, parpadeo incrédulo mientras mis ojos siguen al destartalado coche rojo. Intento recuperar el aliento y aprieto la mandíbula con frustración. Mis pies me duelen horrores y no será el único recuerdo amargo que me quede de esta noche, de eso estoy seguro.
—¿Cómo ha podido pasar esto?
Extiendo los brazos al cielo para después sujetarme la cabeza.
Mi saxo, se ha llevado mi saxo… y mis pantalones.
Miro hacia abajo y cierro los ojos.
—No me lo puedo creer...
Y cuando creo que no hay nada peor que lo que me acaba de pasar, es cuando el infierno se abre y me da la bienvenida.
Oigo unas risitas femeninas.
Me giro y un grupito de chicas que están haciendo botellón cerca de un monovolumen cuchichean entre risas, después de carcajean.
—Está desnudo —susurra una.
—Ya, tía. —Se ríe la otra.
Lo que le faltaba a mi autoestima.
Agacho la cabeza y cojeo hacia mi furgoneta que sigue abierta dispuesta a recibirme. Recojo mis pantalones del suelo y me los pongo, y ahí me quedo, sentado en la parte trasera, mirando el camino viejo por donde se ha largado ese maldito Renault rojo.
Debo ser la hostia de fuerte, porque milagrosamente no me he echado a llorar. Ni lo haré mientras mi cerebro funcione a toda velocidad, elaborando un plan, que me devuelva una de las pocas cosas que me importan en la vida.
Voy a recuperar mi saxo. Voy a encontrar a esa mujer, cueste lo que cueste, porque, por si la ladrona no lo sabe, Mallorca es pequeña de cojones.
—¿Com és això?
Sa padrina me mira con los ojos desorbitados y me pregunta qué es eso de que me han robado el saxo.
Mi abuela tiene uno de esos días lúcidos que me alegran a mí el día, aunque parece muy ofendida y eso me inquieta. Los cambios bruscos de ánimo no son buenos, los sobresaltos no son buenos y que su nieto se haya quedado sin su instrumento de trabajo es peor que bueno, es una pésima noticia.
Cierra la nevera con más fuerza de la que esperaba y me mira entrecerrando los ojos. La isla central de la cocina nos separa. Estoy sentado en uno de los taburetes altos mientras me tomo mi café mañanero con unas tostadas con aceite de oliva y tomate.
Veo que se me acerca con el tetrabrik de leche en la mano. La miro con una sonrisa, una de esas tristes que no me llegan a encender mis ojos. Ella me acaricia la mejilla y por un instante la mañana parece menos mala.
—Pobret, vols café?
Niego con la cabeza cuando me señala el tetrabrik de leche, cuando