Cuando no creemos en nuestro valor, no nos damos cuenta de nuestro poder. Si no apreciamos nuestro poder, no podemos entender nuestra ventaja y no podemos negociar con todo nuestro potencial. Sallie Krawcheck, exdirectora de Citi y Smith Barney, ofrece uno de mis ejemplos favoritos al respecto. Al ser (a menudo) la única mujer en los niveles más altos de Wall Street, podría haber restado importancia a lo que la diferenciaba de sus colegas o considerarlo un perjuicio. En cambio, escribió un libro, Own It: The Power of Women at Work, en el que narra cómo aprovechó esa diferencia. Krawcheck tenía una perspectiva distinta a la de los demás porque es mujer. Su género le dio ventaja.
La autoestima es clave en los profundos alcances de la negociación, pero también es sólo el comienzo. La negociación es la lente a través de la cual las personas reconocen que necesitan mejorar y ser oyentes más atentos. Es la lente a través de la cual reconocen que su enorme ego ha dañado, no ayudado, su resultado final. Es la lente a través de la cual lidian con las cicatrices de su pasado, ayudándoles a ver por qué se apresuran a hacer suposiciones que se interponen en su camino. Es la forma en la que exploran su ética y sus valores. La negociación es el camino que la gente transita para fortalecer su capacidad de empatía, una gran ventaja en cualquier conversación difícil. A medida que mis alumnos ven sus vidas a través de esta lente se comprenden mejor como individuos. Sus relaciones mejoran y tienen mayor éxito en su vida profesional e incluso personal. Algunos cónyuges de mis estudiantes se me han acercado para decirme que la clase salvó su matrimonio.
No es inusual que alguien, o varias personas, se emocionen en mi clase de negociación hasta el punto de llegar al llanto. No por mi culpa, debo aclarar. No soy una profesora intimidante que disfruta de denigrar a la gente. Pero tampoco soy la personificación de un gran y cálido abrazo. Me tomo muy en serio mis clases y presiono a mis alumnos para que entreguen lo mejor de sí mismos. Sin excepción, la intensidad de la experiencia sorprende. Pero es sólo una de las muchas ideas falsas que se tienen sobre la negociación: que de alguna manera está desprovista de sentimiento, que es impersonal. He aprendido que es lo opuesto. He impartido clases a personas de todas las edades, géneros y niveles de experiencia, y he llegado a la conclusión de que la negociación es un tema cargado de connotaciones y diferencias sin importar la demografía. La negociación llega al núcleo de nuestro sentido de identidad, lo que pensamos que somos y lo que nos preocupa. Por eso también tiene mucho potencial para enseñarnos.
3. La negociación es algo que hacemos siempre
Negociamos cuando somos niños haciendo berrinche para obtener lo que queremos y negociamos cuando contemplamos la intervención médica hacia el final de nuestros días. Negociamos con nuestros hijos, padres, suegros, empleados, vecinos, jefes, médicos y con todas las personas que conocemos a lo largo de la vida. Negociamos con nosotros mismos siempre. Lo ideal sería que con el paso del tiempo mejoráramos en nuestras estrategias de negociación y nos sintiéramos más cómodos implementándolas. Lo ideal sería que comprendiéramos el papel central de la negociación en casi todo lo que hacemos y también entender que es muy personal.
Cuando las partes contradictorias que conforman tu personalidad debaten, eso es negociar. Cuando tu hijo no quiere ir a la cama a la hora de dormir, eso es negociar. Cuando quieres que tu perro entre a casa pero él quiere quedarse afuera, eso es negociar. Cuando no sabes si aceptar un nuevo trabajo y haces una lista de pros y contras, incluso antes de que se hable del sueldo, eso es negociar. La negociación es la plataforma ideal para que encontremos nuestra voz. La negociación es la toma de decisiones, la comunicación y el pensamiento crítico. Es la vida, y cuanto más cómodos nos sentimos al participar en la conversación, más confiamos en nuestras habilidades, más nos valoramos y más satisfechos estamos.
4. Cualquiera puede ser un buen negociador
A menudo me encuentro con un coro de estudiantes, hombres y mujeres, que dicen: “Soy malísimo para negociar.” “Soy un cobarde.” “Me dan miedo las conversaciones difíciles.” “No me gusta negociar porque me desagrada el conflicto.” Hay un estereotipo muy arraigado del buen negociador como alguien parecido a Brett: confiado, agresivo, con poco tacto. Por eso Angela, empática y tranquila, pensó que ésas serían las cualidades a las que se enfrentaría. Si no logro nada más en este libro, al menos espero erradicar ese concepto erróneo de una vez por todas. La verdad es que las personas muy empáticas pueden ser buenos negociadores. De hecho, son de los mejores que he conocido. Los introvertidos pueden ser buenos negociadores, lo sé muy bien porque yo misma soy introvertida. Las personas que detestan los conflictos de cualquier tipo pueden ser buenos negociadores y, a decir verdad, incluso llegan a enamorarse del proceso de negociación cuando se dan cuenta de que gran parte tiene que ver con la resolución de problemas. La otra cara de la moneda es que no todos los que se creen buenos negociadores lo son en realidad. Los Bretts del mundo también tienen puntos débiles que pueden obstaculizar su capacidad para conseguir un buen trato; tal vez su exceso de seguridad les impide prepararse de manera correcta o su reputación les cierra puertas. La clave está en entenderse a uno mismo, las fortalezas que de verdad se poseen y después ponerlas en práctica.
Como a todo al que he dado clases, mi relación con la negociación ha sido un trabajo de toda la vida.
Me mudé a Estados Unidos cuando era niña, en 1978, durante la Revolución iraní. Mis padres mantuvieron un hogar tradicional y esperaban que yo fuera obediente en casa. Cuando surgían desacuerdos entre mis padres, mi hermano, mi hermana o yo, no se resolvían con un enfoque de colaboración para resolver el problema, sino a través de intercambios apasionados. Era inusual que alguien adoptara otro punto de vista y si las conversaciones tenían una carga política o se referían a decisiones de vida, resultaban agotadoras. No discutíamos mucho para resolver desacuerdos. Creo que sólo queríamos expresar nuestras opiniones, aunque el resultado condujera a otra disputa sin resolver. No era muy divertido ni eficiente, pero así nos comunicábamos y de esa manera aprendí a escoger mis batallas.
Mis experiencias más memorables con la negociación fuera de mi limitada esfera familiar se remontan a cuando trabajé en una organización de educación, prevención y divulgación sobre el VIH en Oakland, California. El problema del sida/VIH estaba fuera de control; las mujeres, los hombres, jóvenes latinos y afroamericanos vulnerables que tenían sexo con hombres se vieron afectados de manera desproporcionada.
Tratamos de llegar a las poblaciones marginadas, incluyendo a las sexoservidoras y sus parejas sexuales, los usuarios de drogas intravenosas, las personas transgénero y la juventud en situación de alto riesgo. La eficacia de nuestro trabajo se atribuyó al hecho de que conocimos a la gente en su territorio; el proyecto comunitario y educativo se adecuaba a su cultura y carecía de prejuicios. Entendimos a la población con la que trabajamos. Ya sea que necesitaran comida caliente, agujas limpias, condones, incentivos financieros o ayuda para obtener atención médica y acceso a la vivienda, nosotros los proporcionamos. No fuimos agresivos ni críticos, fuimos respetuosos y compasivos.
Tuve algunas de mis experiencias de negociación más gratificantes y a la vez más desafiantes trabajando en esa organización. Hablar con sexoservidoras y drogadictos sobre la importancia de usar preservativos y agujas limpias no era el escenario de negociación promedio. Convencer a los jóvenes en situación de riesgo de hacerse la prueba del VIH y de que el sexo seguro era la diferencia entre la vida y la muerte provocó que algunas conversaciones fueran muy interesantes. Los clientes habían llegado a ese lugar y momento específicos desde vidas muy diferentes a la mía, pero recuerdo cuánto deseaba comprenderlos y entender sus elecciones, no desde una posición de desaprobación sino de forma que pudiera ganarme su confianza y dignificarlos al mostrar mi compromiso con su bienestar. Apenas tenía veintiún años e intentaba convencer a estas personas para que se hicieran un análisis que no querían hacerse y ayudarlas a confrontar un problema alarmante que no querían afrontar. En resumen, fue un curso intensivo de negociación.
Nunca olvidaré el día que hablé con un chico, no mucho mayor de dieciocho años, que no usaba condones. Mientras le explicaba el riesgo de infección por VIH, me di cuenta de que no estaba convencido. “Entonces, si contraigo el VIH, ¿cuánto tiempo puedo