La cabeza de la orca es redondeada y se diferencia de otras especies de delfines porque su maxilar superior sobresale del inferior. Tiene entre 40 a 48 dientes cónicos de 10 a 12 centímetros de alto y unos 3,5 centímetros de diámetro curvados levemente hacia dentro y hacia atrás. Al cerrar su poderosa mandíbula los dientes inferiores encajan entre los espacios que quedan entre diente y diente en un encastre perfecto facilitando la retención de la presa: si quiere escapar, sólo puede moverse hacia la garganta de la orca: una mordida fatal.
Tan poderosa dentadura le permite una dieta variada, que incluye tanto una gaviota como una gran ballena azul: ochenta y cuatro especies documentadas (treinta y cuatro de peces, veintidós especies de cetáceos, catorce de pinnípedos, diez de aves, dos de cefalópodos, una de reptiles y una de mustélidos) componen la alimentación de las orcas, pero sin dudas es más amplia. Sin embargo, no se trata de un animal que come todo lo que encuentra a su paso: según estableció E. Mitchell, su alimentación diaria estimada es de un 4 por ciento de su peso corporal. Una orca de tres mil kilos debería ingerir 120 kilos en un día y no parece difícil que semejante individuo pueda cazar tres salmones de cuarenta kilos.
La fama de insaciables que tienen las orcas proviene en parte de una mala comprensión de los estudios del naturalista danés Daniel F. Eschricht, quien en 1866 encontró en el estómago de una hembra de 7,5 metros de longitud restos aún indigestos de trece marsopas y catorce focas. El equívoco consistió en creer que la orca tenía en su estomago los veintisiete animales enteros, cuando en realidad contenía restos ingeridos a lo largo de un período desconocido.
Según pude registrar, en nuestras aguas se alimentan de numerosas especies: lobos marinos de un pelo (Otaria flavescens), lobos marinos de dos pelos (Arctocephalus australis), elefantes marinos (Mirounga leonina), delfín oscuro (Lagenorhynchus obscurus), ballena franca ( Eubalaena australis), pingüinos de Magallanes (Spheniscus magellanicus), macá grande (Podiceps major), petrel gigante (Macronectes giganteus), cormoranes (Phalacrocórax sp), pato vapor (Tachyeres leucocephalus), tiburones (desconozco la especie, ya que sólo observé restos en sus bocas), salmón de mar (Pseudopercis semisfasciata), entre otras.
Los ojos de la orca –medianos y cubiertos con una sustancia gelatinosa que los protege del agua salada– tienen movimientos coordinados con visión lateral de 125 grados. El oído es el sentido más desarrollado, igual que en el resto de los cetáceos. Sólo las crías poseen bulbos olfativos; en el odontoceto adulto, los reemplazan los quimiorreceptores que se ubican en la base de la lengua y le permiten detectar cambios químicos en el agua. Esa información le facilita la detección de presas, el contacto con el grupo (a través de los desechos fisiológicos), la ubicación de hembras en celo y la determinación de preferencias en su alimentación.
Entre muchas adaptaciones a la vida acuática, los cetáceos redujeron su anatomía externa para evitar la fricción con el agua. Por ejemplo, el pene del macho se esconde en el abdomen, en forma de S, con su punta dentro de la cobertura prepucial, y sólo es visible cuando está erecto; también las glándulas mamarias de las hembras están ocultas y se revelan únicamente cuando están amamantando.
Es difícil distinguir a simple vista el sexo de una cría o un ejemplar juvenil de orca: en esas edades, la forma de la aleta dorsal es igual en ambos sexos. La identificación sería más fácil si se pudiera observar la zona central del vientre, donde se ubican los surcos genitales: en las hembras se observa un largo surco longitudinal (el ano está junto a los genitales), flanqueado por un surco más pequeño a ambos lados (que esconden las glándulas mamarias); los machos presentan claramente dos surcos consecutivos (el ano está separado de los genitales).
Poco sabemos con certeza acerca del origen de los cetáceos. Todavía se lo investiga y nuevos descubrimientos aportan fundamentos o dudas que cambian las teorías. Se estima que se originaron en el período Paleoceno, unos 63 millones de años atrás. Sin embargo las evidencias más antiguas los ubican hace 54 millones de años: Maureen A. O’Leary y Mark D. Uhen ubican entonces a un mamífero terrestre, con pezuñas y parecido a un perro, que por causas desconocidas comenzó a alimentarse con peces. Este inicio probable para la evolución de los cetáceos los considera parientes de los actuales ungulados artiodáctilos: ovejas, vacas y otros mamíferos con pezuñas.
Tuvieron que pasar dieciocho millones de años para que ballenas barbadas y dentadas habitaran los mares, en la época Oligocena. Y aún hubo que esperar otros veinticuatro millones de años (tiempo impensable para nosotros pero corto para los valores evolutivos para que aparecieran los delfines verdaderos, a cuya familia pertenecen las orcas.
Al cruzar la línea costera e invadir el territorio ecológico del mar, debieron sustituir su pelaje ancestral por una gruesa capa de grasa gelatinosa, que los protegería de las bajas temperaturas y reduciría la resistencia al agua que produce el pelo. Así adquirió un cuerpo hidrodinámico con una piel lisa cubierta por un flujo laminar (pequeñas gotas de lípidos) que facilita el desplazamiento. Durante su estado fetal los cetáceos poseen pelo; una vez nacidos, sólo mantienen mínimos vestigios de pelo en algunas partes del cuerpo. Sus extremidades posteriores se fueron perdiendo mientras se desarrollaba una poderosa cola horizontal y las extremidades anteriores se modificaban (aunque sin perder su estructura ósea) en aletas nadadoras; únicamente en su estado fetal los cetáceos mantienen cuatro patas, la pelvis y una cola. Por último, la mayoría de las especies desarrolló una aleta dorsal como ayuda para la estabilidad y navegación.
El oído de los cetáceos también debió adaptarse a la vida bajo el agua. El Pakicetus inachus, hasta el momento el más primitivo antecesor de este orden, vivió hace 54 millones de años en las costas de lo que es hoy Pakistán y se presume que podría haber llevado una vida anfibia: tenía una ampolla timpánica probablemente adecuada para la audición subacuática; sin embargo, un estudio que Zhexi Luo realizó en 1998 muestra que esa estructura no podía recibir sonidos subacuáticos, sino solo aéreos. También se discute si la ecolocalización (función auditiva que permite evitar obstáculos y capturar presas) es otra adaptación exclusiva de los odontoceti o si también los mysticeti cuentan con esa capacidad.
Los cetáceos con dientes son más diversos que los mysticeti: en los cráneos fósiles, los dientes son lisos o serrados, robustos o pequeños, e inclusive inexistentes. Los delfines con dientes similares a los de tiburón (escualodóntidos), que vivieron entre quince y 35 millones de años atrás, tenían características de los actuales odontoceti: por ejemplo, los espiráculos, orificios respiratorios retraídos hacia la región posterior del cráneo. Sus dientes triangulares afilados, con bordes serrados y superficie arrugada, indicarían un tipo de vida de carnívoro activo; es decir, costumbres de alimentación parecidas a las de la orca. Estos delfines desaparecieron hace unos diez millones de años.
Del Plioceno de Italia se descubrieron dientes que habrían pertenecido a orcas o a especies muy emparentadas. Entre los hallazgos se destaca gran parte del esqueleto post-craneal de Orcinus citoniensis (Capellini, 1983), de menor tamaño que el de Orcinus orca (un largo de cuatro metros) y dos hileras dobles de catorce dientes proporcionalmente menores que los de la actual especie.
En el Museo Paleontológico Egidio Feruglio de la ciudad de Trelew, Chubut, se expone el cráneo de un Prosqualodon australis, cetáceo del Mioceno de Patagonia cuya antigüedad se estima en unos veintitrés millones de años y sus hábitos alimenticios se suponen parecidos a los de las actuales orcas.
(Agradezco la revisión de este capítulo al Dr. Mario A. Cozzuol)
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CÓMO SURGIO LA LEYENDA
El desconocimiento, junto con el miedo