Cuando te enamores del viento. Patricia A. Miller. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Patricia A. Miller
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412316728
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piernas de infarto que por primera vez veía al natural.

      La besé en la mejilla, pero le advertí con mi cuerpo que esa sería la última vez que sería tan comedido. Mis manos encontraron solas el camino por su cintura y mi nariz buscó ese aroma fresco que escondía en el hueco bajo la oreja. Ella se rio nerviosa y echó una mirada por encima del hombro hacia el escaparate de la cafetería, donde sus compañeras no perdían detalle de cómo nos saludábamos.

      —Antes de que acabe esta noche pienso besarte por todas las veces que he tenido ganas y no he podido hacerlo —le susurré—. Estás increíble.

      Se despidió de las chicas con un movimiento de la mano y subió al coche con cuidado de que no se le subiera el vestido. A mí no me hubiera importado que lo hiciera, desde luego. Se me ocurrían muchas cosas que hacer con toda la piel que quedaba a la vista.

      —Tengo la sensación de que voy demasiado arreglada, ¿no? ¿A dónde vamos?

      —Si te lo digo me tienes que prometer que no te echarás atrás.

      —Eso no ayuda. ¿No serás de esos tíos raros que le gustan los sitios… raros? Ya sabes, clubs swinger y cosas así.

      ¡Joder! No me podía imaginar con Lydia en un lugar así, o sí, pero antes quería tenerla solo para mí. Sus pensamientos iban más rápidos que nuestra relación.

      —No vamos a ningún club. Vamos a mi casa.

      —¡¿A tu casa?! Austin, no creo que…

      —Vamos a cenar en el mejor sitio de la ciudad sin que nadie nos moleste. —Apreté las manos alrededor del volante para evitar acariciarle los labios. Si no dejaba de mordérselos no llegaríamos ni al aparcamiento—. Te gustará, ya verás.

      —Pero has dicho que vamos a tu casa y yo…

      —No va a pasar nada que tú no quieras, ¿de acuerdo? Tú mandas y yo obedezco.

      Había dejado la terraza preparada y el servicio de cáterin lo había dispuesto todo a la perfección. Las vistas eran preciosas y eso la convertía en el sitio ideal para cenas románticas, como la que había preparado para Lydia. La decoración era rústica y en ella predominaba el blanco. Las velas y las plantas le daban ese toque bucólico que invitaba a sentarse en alguno de los rincones que la decoradora había creado para ofrecer un ambiente íntimo. Mis hermanos decían que solo le faltaba un jacuzzi para convertirlo en el picadero de cualquier soltero, pero no me hacía falta. En mi cuarto de baño había una bañera de hidromasaje que ya cumplía con esa función. Me gustaba vivir bien.

      Lydia se paseó entre los muebles de madera acariciándolos aquí y allá, como al descuido, mientras yo la observaba desde la puerta. Crucé los brazos y dediqué unos minutos a seguirla con la mirada. Era la primera vez que tenía una cita con una chica allí y, después de comprobar lo bien que Lydia encajaba con todo, me sorprendí al pensar que quería que ella fuera la última.

      —¿Has cocinado todo esto para mí? ¿Lo has hecho tú? —Se detuvo en la mesa y sonrió al devorar con la mirada el pato lacado sobre hojas de alga nori, los bocaditos de hojaldre relleno de salsa de setas, unas tostas de salmón y crema de aguacate…—. Estoy impresionada.

      —Me encantaría decirte que sí y quedar como un rey, pero seguro que vas a acabar viendo la tarjeta del cáterin bajo las servilletas, y entonces te voy a parecer bastante lerdo y algo capullo. Así que no, no he hecho yo la cena.

      Iba por buen camino. Lo supe al escuchar su risa y al ver cómo se acercaba a mí contoneando las caderas. Ella no se daba cuenta, pero yo sí, y me volvía loco.

      —¿Traes aquí a todas tus citas?

      —No, solo a ti.

      —¿Y a qué debo tal honor?

      —Imaginé que te gustaría. ¿Te gusta?

      —Me encanta. Es un sitio precioso.

      —Pues ya verás cuando apague las velas. —Tomé la botella de vino que había en la cubitera y le serví un poco de aquel néctar afrutado—. ¿Vino?

      —No, no bebo alcohol, ya lo sabes.

      —Solo un poco para brindar —insistí.

      En aquel momento, mientras las luces de Chicago dejaban paso a un cielo sin luna y la terraza se sumía en sombras danzantes, me pareció que brindar por nosotros era una idea excelente, y, al final, ella accedió.

      —Si esta terraza también forma parte del apartamento, debes pagar mucha pasta por el alquiler —comentó mientras de gustábamos el menú.

      —No pago alquiler, en realidad. El piso es mío y la terraza también.

      Se atragantó, pero no quise darle importancia. Presumir de mis posesiones no era lo mío.

      —¿Eres el propietario? —Asentí antes de beber de mi copa y ella me imitó—. Debió de costarte mucho dinero.

      —¿Quieres saber cuánto?

      —No, no quería… Es decir, que no pretendía… No me hace falta saberlo. Imagino que será un buen pellizco —dijo, incómoda. Dio otro sorbo al vino y disfrazó su inquietud con una sonrisa—. Si llego a saber todo esto hubiera traído el postre.

      —Créeme, lo has traído.

      Lydia

      Estaba todo delicioso, pero tener a Austin mirándome a tan poca distancia me impidió disfrutar de la cena.

      Y esa insinuación sobre el postre…

      Tuve que desviar la mirada para que no viera cuánto me afectaban esas indirectas, me encendían, me desbocaban el pulso, me sentía desbordada por una emoción tan intensa que no sabía cómo manejar. En realidad, todo lo que él hacía y decía empezaba a calar en mí demasiado hondo.

      —Ven, quiero que veas una cosa.

      Me cogió de la mano con suavidad y me llevó a la zona más apartada de la azotea. Fue apagando velas por el camino hasta que la terraza quedó sumida en una cómoda penumbra. Luego se dejó caer en medio de un mar de almohadones blancos y me invitó a hacer lo mismo.

      —No voy a acostarme contigo ahí.

      —No quiero que te acuestes conmigo aquí —pronunció lentamente. Su voz me provocó un cosquilleo en el vientre—. Quiero que te tumbes para que puedas ver una cosa. Si no quieres, no importa. Tú te lo pierdes.

      ¿Por qué todo lo que hacía me parecía un reto? Se acomodó con las manos en la nuca y cruzó los pies a la altura de los tobillos. Había suficiente espacio para tumbarme sin tener que rozarlo, así que lo hice. No me lancé de espaldas, como había hecho él. Me senté en el borde y, poco a poco, fui recostándome hasta quedar tumbada.

      —¿Bien? —me preguntó con la cabeza ladeada hacia mí.

      —Bien —mentí, pero me reí y traté de acomodarme un poco moviendo las caderas hasta encontrar la posición.

      —Vale, ahora deja de moverte y mira al cielo.

      Me bastó un segundo para entender lo que deseaba mostrarme. Era una noche sin luna y las estrellas brillaban de una forma mágica.

      —Es precioso —murmuré.

      —Lo es. Me encanta subir aquí y hacer esto.

      Fue mi turno de mirarlo a placer. Mientras él hablaba sobre constelaciones y mitología, yo me perdí en sus rasgos, en la forma de su rostro, en esa nariz recta y un poco respingona, en los mechones de pelo que le caían sobre la frente…

      Cerré los ojos para olerlo, porque jamás había olido a un hombre así, y su voz se me coló muy dentro. Empecé a sentirme relajada y le atribuí parte de culpa al vino, pero no podía engañarme a mí misma: era él el que provocaba ese hormigueo desesperante que me quemaba la piel, era él el que convertía las palabras en susurros que me mimaban como no había hecho nadie nunca. Y fui yo la que