En las primitivas sociedades nómadas, cazadoras y recolectoras, el aprendizaje se producía in situ, de acuerdo con el modelo de solidaridad mecánica, de forma inmediata y en la propia acción; el «educando» participaba acaso al principio en posiciones más secundarias o subalternas de la actividad en que se le instruía, ya fuera en una partida de caza o aprendiendo a distinguir las bayas comestibles de las que no lo son; aprendiendo bajo supervisión y, también sin duda, por imitación; desde las técnicas de caza aplicables en cada caso, hasta prender fuego. Con el descubrimiento de la agricultura y el surgimiento de las primeras ciudades, todo esto cambiará radicalmente.
Con la agricultura y la ganadería llegó la sedentarización, y con ella las primeras ciudades. Todo ello –dicho muy grosso modo–, como resultado de un excedente alimentario que se tradujo en un aumento de la población y la consiguiente proliferación de actividades no inmediatamente relacionadas con la obtención directa de alimentos. Con las primeras ciudades y la creciente complejidad de las comunidades humanas, surgieron sectores de población que no obtenían de su propia mano el sustento necesario para sobrevivir. Se produjo una división progresiva del trabajo y aparecieron nuevas actividades que no tenían como objeto directo e inmediato la obtención del alimento, como la fabricación de armas y herramientas más efectivas gracias al descubrimiento de los metales, la administración de los primeros aparatos burocráticos, la relativa profesionalización de los guerreros –para defender los cultivos de los pueblos todavía nómadas–, la institucionalización del sacerdocio como agente del poder, los primeros sanadores o médicos, artesanos… Y cómo no, la posibilidad de acumulación de riqueza.
Se trata de una división técnica del trabajo cuyas implicaciones sociales derivarán del estatus que a cada una de estas «nuevas» actividades, y a los individuos que las ejerzan, corresponderá en el nuevo sistema de organización social y de poder, desde los esclavos hasta las clases enriquecidas que vivían del excedente que el nuevo de estado de cosas permitía[5].
Para lo que aquí nos interesa, esta división del trabajo conllevará una progresiva especialización, como consecuencia de la cual irán apareciendo actividades cuyo ejercicio requerirá de algo más que el mero aprendizaje in situ propio del estadio anterior. En la mayoría de casos, se trataba de actividades que seguían siendo fundamentalmente de naturaleza manual, artesanal o, como diríamos hoy en día, competencial –la tekhné aristotélica–, cuya mayor complejidad requerirá para su ejercicio de la previa adquisición de ciertas destrezas. No se trata todavía de saberes «teóricos», sino de una progresiva especialización y creciente complejidad en la división del trabajo.
Pero empezaron a surgir también un nuevo tipo de saberes cuya adquisición requerirá de algún tipo de proceso iniciático tutelado, previo a su realización práctica. Son los primeros saberes tematizados y con un previo contenido teórico. Con independencia de que se queden en su fase teórica o de que tengan una ulterior aplicación práctica, y con independencia también de su finalidad. Son los que van desde los dogmas religiosos de los sacerdotes caldeos o egipcios, y de las teogonías griegas de Hesíodo o las primeras cosmologías presocráticas, hasta la matemática pitagórica, la filosofía de Platón, la medicina hipocrática o la geometría euclidiana… y los acueductos y las calzadas romanas posteriores.
Si, por ejemplo, entendemos por médico al individuo cuya actividad consiste en (saber cómo) curar a los enfermos, y por medicina el arte o conocimiento que ilustra y adiestra en las competencias necesarias para llevar a cabo tal función, entonces parece claro que ha habido «médicos» y «medicina» desde siempre. Y es así, qué duda cabe, pero con matices muy significativos según de qué época hablemos. Hoy sabemos con certeza que, por ejemplo, en el Paleolítico ya se realizaban trepanaciones, una habilidad que está hoy en día fuera del alcance de la inmensa mayoría de la población. Ahora bien ¿nos autoriza ello a considerar «médico» al hombre paleolítico que realizaba estas trepanaciones, y «medicina» a la habilidad y al conocimiento que permitía realizarlos?
Igualmente, y desde las funciones[6] que acostumbraban a corresponder al hechicero o al chamán, se conocían ancestralmente los efectos «curativos» de ciertas plantas –que serían los medicamentos de la época– contra ciertas dolencias, así como los efectos tóxicos de otras, utilizadas a su vez para fines opuestos a los anteriores. Estamos en un «saber cómo» hacer algo meramente operativo, resultado de la acumulación de experiencias a partir de un largo proceso de ensayo/error transmitido a lo largo de generaciones.
El médico hipocrático griego, en cambio, marca un punto de inflexión. No es todavía una medicina científica, pero establece el marco conceptual previo para que algún día llegue a serlo. Ello porque se constituye en un constructo teórico que es el resultado de haber hecho abstracción de los saberes y prácticas empíricas curativas, que sistematiza en una «teoría» general del cuerpo humano, y establece cómo, desde esta sistematización, le afecta el entorno en que vive, determinando dichas prácticas curativas según su encaje en dicho marco; asumiendo unas, rechazando acaso otras, y confiriéndoles un sentido del que antes carecían. Y esto sí que sería ya medicina, aunque todavía en estado germinal[7].
Lo que nos interesa ahora mismo es destacar el surgimiento de una serie de saberes que son el resultado de la tematización –se convierten en «tema»– y posterior sistematización (de los saberes constituidos en «tema») en un cuerpo estructurado de conocimientos que determinan la ulterior praxis y sus posibles alcances. Es decir, lo que es, en definitiva, un saber teórico. En este sentido, una cosa es el recorrido «cronológico» de adquisición del conocimiento en una secuencia temporal, y otra muy distinta establecer su fundamentación «lógica», es decir, dar razón epistemológica estatuyéndolo de acuerdo con unos criterios de validez que lo hacen «verdad».
Por esto no es lo mismo un «trepanador» paleolítico que un médico hipocrático. Y por la misma razón, tampoco son equiparables un constructor de balsas neolítico y Arquímedes. Los pueblos polinesios que se dispersaron por el Océano Pacífico lo hicieron en canoas y balsas construidas por artesanos que, con toda seguridad, carecían de conocimientos teóricos de física. Aplicaban simplemente una técnica adquirida a través de un proceso de ensayo/error, en el cual habían sido adiestrados para saber trabajar la madera y conseguir la finalidad perseguida: que flotara y pudiera llevarlos a través del medio líquido. Pero ignoraban «por qué» había que hacerlo así. En esencia, se sabía «cómo» hacerlo, pero no «qué» hacía que la barca flotara.
Pero cuando empezamos a plantearnos, sin duda como resultado de la acumulación de conocimientos empíricos, la razón por la cual ciertos objetos flotan y otros no, entonces estamos accediendo a un pensamiento abstracto que nos permite plantearnos aspectos que antes quedaban fuera de nuestro horizonte mental. Como que pueda haber distintos procedimientos válidos para construir objetos flotantes y de distintas formas, tamaños y materiales; desde canoas hasta trirremes. O por qué los peces pueden nadar entre dos aguas. O sea, nos estamos preguntando por la fundamentación lógica. Conocemos una «verdad», hay objetos que flotan, y desde esta constatación nos preguntamos por la «validez»: ¿qué hace que floten? Y al preguntárnoslo, estamos apuntando hacia el hecho, sí, pero en el sentido de en qué consiste. Es decir, vamos más allá de la condición «mágica» del hecho, y nos aventuramos a buscar alguna explicación que dé «razón» de él en términos lógicos.
La respuesta es el principio de Arquímedes. Un enunciado que nos da «razón» de lo que pretende explicar y describir a partir de nociones teóricas, como la de peso específico o la de fluido. Y entonces sabremos no solo por qué unos cuerpos flotan y otros no, sino también por qué los peces nadan