[6] Manfred Spitzer (1958) es un psiquiatra y neurocientífico alemán –autor de Demencia digital (2013)– que recomienda prohibir la utilización de tecnologías digitales en el sistema educativo, muy especialmente en las edades más tempranas, y solo introducirlas con cuentagotas a medida que los alumnos van madurando y consolidando conceptos básicos a lo largo de su etapa escolar.
[7] En su interesante De Tales a Newton (Juan Meléndez, 2013), su autor, físico y profesor universitario, manifestaba su estupefacción ante el hecho de que en tercer curso de universidad, la mayoría de estudiantes de Física se mostraran convencidos de que en la Edad Media se creía todavía que la Tierra era plana. Un ejemplo claramente indiciario de la desubicación conceptual que aquí estamos denunciando.
[8] Sapere aude: Atrévete a saber; I. Kant (1724-11804): Respuesta a la pregunta ¿qué es Ilustración? (1784).
PRIMERA PARTE
Educación: finalidad y función
1. Educación y sistema educativo
Educación se dice de muchas maneras. Esta paráfrasis de la famosa cita de Aristóteles[1] nos viene como anillo al dedo para abordar el objetivo, la naturaleza y las funciones de un sistema educativo. Porque de las muchas maneras de decir educación, trataremos aquí de la que concierne, y ha concernido tradicionalmente, a lo que conocemos como sistema educativo. Es decir, a su finalidad y a las funciones que desarrolla para llevarla a cabo: al conjunto de contenidos y de enseñanzas que, de forma más o menos reglada, se imparten en las instituciones escolares o académicas, en las cuales es «educada» una persona a lo largo de su recorrido por ellas.
Estas «muchas maneras» de decir «educación» suelen solaparse con frecuencia indiscriminadamente. Se trata de un concepto a cada una de cuyas extensiones le corresponde un campo más o menos acotado que se constituye en su propio dominio. Si, por ejemplo, decimos de alguien que es un mal educado, o que tuvo una educación exquisita, o que hay normas de educación, o que un sistema educativo es bueno o malo, en principio cualquier persona podrá entender a qué nos estamos refiriendo en cada caso. Igualmente, de un analfabeto podríamos decir que es una persona muy educada, o de un Premio Nobel que es un mal educado, a la vez que podríamos decir también que dicho Premio Nobel recibió una educación de élite, sin que por ello deje de ser un mal educado; o que el analfabeto no recibió educación alguna, aun siendo una persona educada. Queda claro que no estamos diciendo lo mismo en unos casos que en otros. Unos apuntan a actitudes, comportamientos o maneras; otros a conocimientos y formación en un determinado ámbito.
En su sentido originario, el término «educación» refiere a dirigir, a orientar un proceso destinado a la transmisión de un conocimiento o de una destreza a alguien que carece de ella, por parte de quien instruye, orienta o dirige, con la intención de que el destinatario adquiera dicho conocimiento o destreza. Es decir, enseñar a alguien con la finalidad de que aprenda aquello que es objeto de la enseñanza que se le está impartiendo. Todo ello con la intención de que pase a formar parte del acervo personal del receptor o destinatario. Se puede enseñar a coger bien los cubiertos de acuerdo con las normas de etiqueta o a resolver ecuaciones matemáticas. Siempre, en todo caso, estamos hablando de educar, de educación.
Es por ello que, como veremos más adelante, a poco que echemos un vistazo a las distintas entradas del término educación en el diccionario, veremos que todas ellas remiten a algo aprendido o adquirido bajo una cierta dirección. Las ideas de dirección y de orientación son pues inherentes al propio concepto de educación.
Esta dirección o tutela educativa se despliega socialmente de distintas formas y a través de distintos agentes, según el tipo de enseñanzas o aprendizajes de que se trate. A su vez, deberá realizarse inevitablemente de acuerdo con los condicionantes impuestos por la propia naturaleza de lo que se ha de aprender y del entorno en el cual se lleve a cabo su adquisición. Aunque todo sea «educar», no es lo mismo enseñar a jugar a fútbol que a tocar el violín; o a coger correctamente los cubiertos para servirse la comida, que a resolver ecuaciones matemáticas. También, en cada caso, se darán unos requisitos previos, propedéuticos, de conocimientos o habilidades que habrá que haber aprendido antes de iniciarse. Y de según qué se enseñe, dependerá cómo se aprenda, dónde se lleve a cabo el aprendizaje y quién lo oriente o dirija. La idea de gradualidad es inseparable de la de educación. Hay cosas que, para aprenderlas, se requiere haber aprendido otras antes.
En la cita de Werner Jaeger que encabeza este trabajo, se nos dice que la educación es una función natural y universal de la comunidad humana. Es decir, toda comunidad humana, por el mero hecho de serlo, organiza de una forma u otra la educación de sus miembros, siendo ello algo inherente a la especie por su propia condición de animal social. En este sentido, y entendiendo por sistema educativo el conjunto de mecanismos e instituciones que llevan a cabo esta función, todas las comunidades y sociedades humanas habrían dispuesto, desde siempre, de alguna forma de sistema educativo.
Se trata ciertamente de una aproximación muy genérica, que incluye desde las comunidades humanas más elementales, hasta las sociedades más complejas; desde las más antiguas hasta las más modernas; desde las más primitivas hasta las más avanzadas. En unos casos la formación se llevará a cabo mediante los procedimientos propios de la «solidaridad mecánica»[2] y en el entorno inmediato al individuo; en otros funcionará de acuerdo con los de la solidaridad orgánica. Pero desde siempre, cualquier sociedad humana se ha organizado de una u otra manera para transmitir a las nuevas generaciones aquello que consideraba necesario conservar, ya sean creencias, conocimientos, costumbres, valores…
Por lo general, resulta bastante sensato admitir que uno no puede aprender física teórica o griego antiguo de sus abuelos, de sus padres, o de sus familiares y amistades en general, sino que ha de acudir a una institución especializada en esta función específica. Las diferencias son, en cualquier caso, materiales, pero no formales. Y serán precisamente estas progresivas diferenciaciones, tanto en función de la complejidad de la sociedad como del acervo y el nivel de conocimientos social e históricamente disponibles, las que en su momento requerirán de instituciones establecidas ad hoc para, en ciertos ámbitos del conocimiento, impartir la formación necesaria para su adquisición. Es decir, lo que embrionariamente podremos entender como sistema educativo.
Una característica específica de las sociedades humanas[3] es la capacidad de transmisión de los conocimientos y habilidades adquiridos y acumulados a través de las sucesivas generaciones que han ido transcurriendo a lo largo del devenir histórico. Puede parecer una obviedad, y sin duda lo es, pero conviene recordarlo. En su evolución a lo largo de la historia, la especie humana se ha mostrado capaz, no solo de adquirir habilidades y conocimientos que le proporcionaban una mejor adaptación y un mayor conocimiento y dominio del medio, sino también de transmitirlos y, en su caso, de mejorar, superar o refutar los recibidos de las generaciones anteriores.
A diferencia del resto de especies, cada nueva generación humana parte no solo de la dotación genéticamente heredada, sino también de un acervo cultural transmitido por la generación anterior, que comprende los conocimientos, hábitos, usos, costumbres, creencias y habilidades a disposición de la comunidad que, a su vez, se transmiten a la siguiente. Y esto es, ni más ni menos, la propia posibilidad de lo que denominamos progreso, entendido como un proceso en el cual una generación está en situación de ventaja sobre la anterior, al menos en la medida que, habiendo recibido su legado, es capaz de superarlo y aumentar