Para los que leemos mucho y escribimos menos, pues la maestría en la escritura que demuestra el autor está reservada para unos pocos privilegiados, El fin de la educación es un libro engañosamente ligero, que parece corto. No lo es y es necesario que no lo sea. Lo que dice está expresado con una precisión y un ritmo difíciles de encontrar en un texto especializado, al menos sobre educación. Es, de hecho, un texto que permite a cualquiera interesado en las cuestiones educativas, sea especialista o no, sumergirse críticamente en las falacias y en los mitos educativos. Ejercicio necesario para apreciar lo que vale el conocimiento por sí mismo y para ser conscientes del peligro que corre una institución que creíamos ganada para la ciudadanía, como la escuela pública, y que estamos perdiendo. No cambiaríamos ni una coma, ni una expresión, ni una metáfora, ni un argumento, solo nos queda el reconocimiento agradecido de que su lectura nos ha ayudado a la mejor comprensión de los problemas educativos y nos ha dado argumentos para la defensa ilustrada de la escuela pública. Esperamos que así sea también para el lector que está a punto de aventurarse en las magníficas páginas que siguen.
Carlos Fernández Liria
Olga García Fernández
Enrique Galindo Ferrández
Noviembre de 2020
A Eva
La educación es una función tan natural y universal
de la comunidad humana, que por su misma evidencia
tarda mucho tiempo en llegar a la plena conciencia
de aquellos que la reciben y practican.
(Werner Jaeger, Paideia; los ideales de la cultura griega, 1947)
Introducción
La pedagogía de la sospecha
En una conocida metáfora, Ludwig Wittgenstein[1] comparó su propia obra con la escalera de mano que nos ha servido para subir a un nivel superior y que hay que arrojar una vez utilizada: cumplida su función, ha perdido cualquier utilidad y hasta se ha convertido en un estorbo para movernos por el nuevo nivel al que nos permitió acceder. Una metáfora que parece directamente inspirada en la situación actual de nuestros sistemas educativos, a poco que admitamos que toda innovación comporta el desplazamiento de aquello a lo que esta viene, total o parcialmente, a substituir.
Porque lo cierto es que la mayoría de sistemas educativos del ámbito cultural occidental se encuentran desde hace unos cuantos años en estado de innovación permanente, sin aparente solución de continuidad. Nuevas ideas y metodologías pedagógicas se aplican de manera recurrente y constante, desplazando a las anteriores, como respuesta a las supuestas insuficiencias de los «clásicos» modelos académicos propios de las instituciones escolares. Incluso en un país que, como Finlandia, obtenía los mejores resultados en los informes PISA[2], la fiebre innovadora acabó imponiéndose hasta «conseguir» una espectacular caída de puntuación[3] que, a su vez, justificó «nuevas» innovaciones, la cuales, a su vez… etc. En ocasiones, como en el caso de España, y muy particularmente, dentro de España, en Cataluña, este síndrome innovador ha adquirido proporciones enfermizas.
La innovación se presenta como justificada en sí misma y por sí misma. Incluso aunque no tenga nada de «nueva», lo que suele ser el caso, se nos ofrece como el talismán educativo que nos llevará hasta la Arcadia pedagógica prometida que tanto se nos resiste. Y si no es la comprensividad, será la inclusividad, o el aprendizaje basado en proyectos, o estos mismos «proyectos» evaluados cualitativamente, o la educación por competencias, o las adaptaciones curriculares personalizadas, o la abolición de las materias que no «gusten», o la inclusión de otras nuevas, o su impartición en lengua inglesa, o… en fin, la próxima innovación aún por pergeñar.
El delirio innovador ha llegado hasta tales extremos que, parafraseando el famoso texto inicial del Manifiesto Comunista[4], bien podemos decir que un fantasma recorre las escuelas, el fantasma de la innovación pedagógica… Cabe preguntarse entonces si con tanto frenesí arrojadizo no habremos estado echando por la borda, junto a las viejas e inservibles escaleras, travesaños indisolublemente ligados a la propia noción de enseñanza, que es, sería de suponer, el objetivo y la razón de ser del sistema educativo. Porque, de ser así, no se trataría entonces de simples remedos aplicados según el conocido método consistente en «dar palos de ciego», sino de un cuestionamiento de la propia idea de sistema educativo. Y algo de esto parece haber.
Hay en general un amplio consenso social en que el sistema educativo está en crisis; en que no cumple con las funciones, las necesidades, los requisitos y las expectativas que tiene encomendadas y que se esperan de él. En definitiva, la sociedad parece percibir que como mínimo una buena parte de lo que se hace en las instituciones escolares, y cómo se hace, ni interesa a nadie ni tiene utilidad alguna para sus usuarios, a saber, la población escolar, el alumnado. La institución escolar, basada en el modelo académico, suele verse también como una estructura anacrónica de corte decimonónico, incapaz de dar respuesta coherente a estas expectativas: es memorística, jerarquizada, compartimentada, intelectualizada, basada en clases magistrales, en exámenes, en deberes… un anacronismo que chirría al contacto con la compleja realidad social del siglo XXI.
Cualquiera de estas críticas, o todas ellas en conjunto, pueden sin duda ser matizadas, pero son las que se oyen a diario desde las más variadas instancias: políticos, medios de comunicación, pedagogos, psicólogos, economistas y todo tipo de expertos y autoridades educativas, empresarios, padres y madres de alumnos, los propios alumnos… incluso una gran parte de docentes.
Otra cosa es que, tan pronto como intentemos profundizar en estas críticas e incidamos en cuáles son estas funciones y cuáles las expectativas no satisfechas, nos encontremos con un listado de quejas, agravios y peticiones de procedencia, circunstancias e intereses dispares, cuando no en abierta contradicción o irreconciliables. Es verdad que este estado de opinión no constituye en sí una crítica, sino, en todo caso, una amalgama heteróclita de críticas, cuyo único factor común sería la compartida insatisfacción y consiguiente desconfianza hacia el sistema. Sería algo así como el viejo dicho según el cual cada uno habla del baile según le va. Y claro, que vaya bien o mal no es tanto a causa del «baile», sino de lo que se espere