El sueño del aprendiz. Carlos Barros. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Barros
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412219791
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El “Zapatero Rápido” Planes ocupaba uno de los bajos de la plaza de Pellicers, en la esquina que formaban las calles Falcons y Fumeral. Era uno de tantos modestos negocios familiares que daban vida cada día a aquel concurrido espacio en forma de triángulo que se abría paso en el corazón del barrio de San Agustín. Aledaña a Velluters y al llamado Mercado Nuevo, la nuestra era una barriada popular, ruidosa, plagada de pequeños comercios como tabernas, chocolaterías, droguerías o platerías que ofrecían una gran variedad de productos.

      Encrucijada de callejuelas estrechas y pequeñas como la de Garrigues o la del Escolano, cuyas fachadas casi querían besarse, la de Pellicers era una de las plazas más bulliciosas y animadas de la ciudad casi a cualquier hora del día. Tal vez por eso, por su particular carácter, siempre me había gustado espiarla en ese momento del día en que se empezaba a intuir el despertar de la gente, el inicio de la rutina diaria. Los rostros de los vecinos de toda la vida se mezclaban con los desconocidos que pasaban todos los días a la misma hora y los que llegaban allí por accidente o simplemente nunca habías visto. Obreros que iban al trabajo, criadas, mercaderes; en su mayoría de rostros severos y miradas perdidas, atentos todos a su propio camino sin detener su inexorable marcha para conversar con nadie. Me encantaba detenerme a observar ese tránsito previsible de peatones, carretas y tartanas, siempre tan alborotado, y comprobar que todo estaba en orden antes de abandonarla. Sí, allí estaban, como siempre al pie del cañón, Amparito la de la mercería, doña Concha la de la tienda de los jabones y especias, don Amaro y su puesto ambulante de chucherías, ...

      Y entonces la vi. Distinguí su rostro fugazmente, de casualidad, cuando ya estaba a punto de salir y encaminarme al otro extremo de la plaza. Me detuve un instante, algo desconcertado; aquella chica, ¿por qué me miraba así? ¿Qué demonios quería decirme? Hice un poco de memoria y entonces recordé perfectamente el día que llegó con su madre. Aparecieron en un carro atiborrado de trastos y maletas y causaron un gran revuelo que tuvo entretenido a todo el vecindario durante un buen rato.

      Y ahí seguía, mirándome. ¿Pero de dónde habrá salido?, me pregunté. Ya la primera vez que los vi, comprendí que aquellos ojos verdes, con esa apariencia tan simple y llana, tan transparentes, tenían la facultad de atraparme en sus redes y paralizar el tiempo y el espacio a mi alrededor. Creaban una atmósfera invisible en la que todo adquiría una dimensión particular, y era inevitable sentirse atraído y dejarse arrastrar, como por los legendarios cantos de sirena, sin importar a dónde te llevaban ni cómo ni cuándo te iban a devolver de nuevo sano y salvo a la orilla.

      Decidido a no dejarme atrapar por ellos esta vez, abandoné la plaza y definitivamente la perdí de vista. Aunque su imagen permaneció rondando mi cabeza todavía unos minutos, mientras avanzaba por la calle San Vicente hacia mi encuentro con Julio.

      Pese al rigor casi invernal de aquella mañana, la Plaza de Cajeros bullía de gente. Tanto, que resultó casi milagroso que fuera capaz de descubrir el rostro de mi amigo, discretamente apoyado en una esquina, en medio de todo el barullo que se había formado junto al puesto de periódicos de Pepe Hurtado, el del limpiabotas o el del barbero ambulante. Aquel tramo final de San Vicente, en su unión con la Bajada de San Francisco y su prolongación en la calle Zaragoza hasta la Puerta de los Hierros de la Catedral, conformaban la principal arteria comercial de la ciudad. Las sastrerías, las tiendas de sombreros, boinas y gorras, las de abanicos, de telas y mantas, las relojerías, confiterías o almacenes selectos y comercios de toda clase se mostraban al público con sus escaparates bien provistos de género. Los toldos de los negocios asomaban a la calzada cual largos faldones de los edificios, queriendo abrazar el trasiego de viandantes, carretas, bestias y tartanas que inundaban la calle convirtiéndola en un heterogéneo y singular espacio.

      Pese al nutrido tráfico de trabajadores, viajeros, compradores y mercancías, Julio y yo habíamos decidido vernos todas las mañanas en el mismo sitio; en aquel fabuloso lugar en el que se respiraba la esencia misma de Valencia. Era agradable dejarse envolver por aquel aire denso que encapsulaba la vieja ciudad: los aromas de la huerta y el mar, la letanía atávica de la manufactura de la seda —cada vez más venida a menos—, o los ancestrales gremios que todavía resistían con esfuerzo y empeño el empuje de los nuevos negocios industriosos, ligados a las fábricas y el ruido mecánico.

      A Julio y a mí nos unían muchas cosas. La principal era una amistad que se había forjado en la adolescencia y se había mantenido imperturbable con el paso de los años. Convertidos ahora en perpetuos compañeros de fatigas en la vida universitaria, este era para ambos el segundo año en la facultad de leyes, que afrontábamos con mayor o menor fortuna en las graduaciones. Pero más que un compañero de estudios, que también, era el que había reemplazado a mi hermano Antonio como cómplice de peripecias, de alegrías y penas, de vivencias; en definitiva, se había convertido mi mejor amigo.

      A diferencia de mí, Julio provenía de una familia acomodada. Su padre era el reputado abogado Julio Llinas, vivía en un elegante piso de la calle Ruzafa y podría decirse que se lo habían dado siempre todo hecho. En parte, esa vida fácil le hacía derrochar confianza, y ese ímpetu suyo solía acarrearle problemas y algún que otro disgusto. Pero en él siempre admiré cualidades de las que yo carecía y aspiraba a poder alcanzar algún día: su inconformismo, su atrevimiento, o su valentía y naturalidad a la hora de encarar las cosas.

      Sin renunciar a ese estatus que solía facilitarle mucho las cosas, era un rebelde a su manera. Enfrentarse permanentemente a su padre era su forma de protestar porque le dirigiera la vida sin importarle lo más mínimo sus opiniones y sentimientos. Por fortuna últimamente todo parecía estar un poco más tranquilo, sin duda debido a que su familia estaba satisfecha por verlo por fin cursando los estudios de leyes, tal y como estaba previsto. Lo que probablemente ignoraban era que Julio, más que por convicción o influencia de sus consejos, se había visto empujado a ello al ver que yo finalmente también me inclinaba por esa opción, convirtiéndome en el primero de la humilde familia Planes en acceder a la universidad.

      Para mí era bien distinto, claro está, pues estudiar no era para nada un capricho, sino el fruto de un empeño personal alcanzado solo a base de insistencia, tesón, duro trabajo y el sacrificio de mis padres para poder hacerlo. También sobrevolaba constantemente la sensación de que a mis hermanos no les hacía ninguna gracia la idea. Sospechaba que, aunque nunca lo dijeran en voz alta, en cierto modo me veían como a una especie de parásito que se aprovechaba del sacrificio de todos para hacer su voluntad. Al menos contaba, por el momento, con el beneplácito de mi padre. Un hijo universitario era un lujo muy caro para una familia como la nuestra, pero también era una apuesta de futuro. Sabía que el sacrificio bien podía valer la pena si servía para granjearme cierta prosperidad. Aunque a pesar de todo, tenía claro que, hiciera lo que hiciera, había algo que nunca podría cambiar: siempre sería el hijo pequeño del zapatero.

      Julio miraba inquieto su reloj y me reprendió por el retraso, apremiándome a caminar más deprisa.

      —Mientras venía para aquí iba pensando —comenté despreocupado.

      —¿En qué? —se interesó él.

      —En cómo sería nuestro primer juicio, ¿tú no te lo imaginas?

      —Manuel, todavía estamos en segundo curso. ¿Cómo voy a pensar en eso?

      —Ya, para ti es más fácil, como tienes el despacho de tu padre…

      —¡Ni hablar! —reaccionó al instante—. No pienso trabajar con mi padre. Antes muerto.

      —Si te sirve de consuelo el mío siempre dice que acabarás en Madrid —le dije, encogiéndome de hombros.

      —Anda, ¿y eso por qué?

      —¡Qué sé yo! Supongo que piensa que llegarás a ser alguien importante. No creo que opine lo mismo de mí —añadí después con cierta desilusión.

      En realidad, aquella era solo una sospecha, pues su hermetismo casi siempre impedía adivinar cuál era su verdadera impresión.

      —Si quieres que te tomen en serio, lo primero que tienes que hacer es cambiar esas pintas —dijo después de mirarme de arriba a abajo.

      —¿Qué